¿Quién tiene las fa-cul-ta-des intactas? Bueno: a diferencia del sargento de Salinger en el cuentp “Para Esmé, con amor y sordidez”, James Taylor parece un hombre en pleno dominio de sí mismo. Tachado, incluso, por aséptico. La gorra de lana, la guitarra templada, el andar sereno. La voz siempre entonada. Pero, como es fama, la procesión va por dentro. Si como reconoció en una entrevista reciente sus trastornos de ansiedad siguen siendo una carga, no resulta tan difícil imaginar una juventud atormentada. En Break Shot: My First 21 Years , su flamante audiolibro, reconstruye el camino que lo llevo del living familiar a la cama de estudiante: durmiendo veinte de las veinticuatro horas del día sobre su litera de la Milton Academy. Del atajo de la heroína al éxito planetario. Taylor, en ese sentido, es el sobreviviente de otra clase de guerra. En otro campo minado. Así, el lanzamiento simultáneo del audiolibro y su disco American Standard resulta un mismo golpe en dos tiempos: la reconstrucción de un lazo que, como el puente sobre río Kwai, fue minuciosamente dinamitado.

Grabado en The Barn, el estudio que montó precisamente en un granero a pocos metros de su casa, American Standard es un disco de guitarras. Acústicas, claro. Un diálogo entre el toque de Taylor y el ataque jazzístico de John Pizzarelli, que se sentó a la diestra para preguntarse no solo por la naturaleza del standard sino también de “lo americano”. En principio, la selección no admite demasiadas incertidumbres: se trata de ese songbook de entreguerras que el propio Taylor escuchó sentado frente a la discoteca de sus padres. Todas esas melodías que los grandes tanques de Broadway (My fair lady, Show Boat, Carousel, Oklahoma) dieron a conocer con sus elencos y que, a través del tiempo, fueron reinterpretadas de todas las formas imaginables por las sucesivas o simultáneas corrientes del jazz y los sucesivos o simultáneos shows de talentos. Por ejemplo: “God Bless The Child” o “Moon River”. Taylor se aproxima a estas canciones como el niño de nuestros sueños a la fogata familiar: anhelante, seguro, un poco sorprendido y un poco suficiente. En busca de algo que irremediablemente se perdió pero dejó un manual de supervivencia. La verdadera pregunta, entonces, sería la siguiente: ¿qué significa hoy un gesto como este? Las respuestas no son tan tranquilizadoras.

Ocho años atrás, Paul McCartney –quizás movido por cosas parecidas, quizás no- llegó a este mismo sitio. Grabado muy simbólicamente entre Abbey Road y los estudios Capitol, Kisses On The Bottom fue su propio tributo al music hall y todos esos compositores arquetípicos como Irving Berlin o Frank Loesser. La vara, desde luego, estuvo alta. El personal incluyó al cuarteto acústico de Diana Krall, algunos sesionistas notables (como el propio Pizzarelli), la sinfónica de Londres y dos invitados de lujo que McCartney, como el anfitrión elegante que puede ser, transformó en pinceladas: Stevie Wonder y Eric Clapton. El disco, entre otras cosas, dejó bastante claro que el trabajo de los Beatles había sido una ruptura -eso lo sabíamos todos- pero también –eso no estaba tan claro- era parte de una tradición. Generacionalmente, American Standard viene a rubricar esa idea. En el plano personal, es asunto de terapia: una forma de meter el dedo en la llaga.

El verano boreal pasado, cuando ajustaba los detalles del lanzamiento, Taylor recibió una llamada de Audible: la empresa de Amazon dedicada a la producción de podcasts, diarios, libros y revistas en formato de audio. Taylor, que venía rechazando sistemáticamente cada oferta por sus memorias o algún episodio de Behind The Music, encontró al fin una buena coartada. O dos. La posibilidad de hacer un poco más de ruido mediático y, de paso, desanudar para sí mismo el núcleo dramático del disco y buena parte de sus grandes canciones. Sabíamos que Taylor escribía bien, pero nadie vio venir esto: una saga familiar lacónica e impiadosa como un bourbon añejado en el tonel de Cheever.

UN AUTOBIÓGRAFO PROFESIONAL

“Hola, soy James Taylor: un autobiógrafo profesional –prologa Taylor, divertido-. Por lo general, hablo sobre mí con una guitarra en mis manos. De hecho, por si la necesito, tengo una aquí a mi lado. Durante los siguientes noventa minutos, te voy a llevar en un viaje por mis primeros años: la fuente de buena parte de mis canciones. Qué me pasó antes de que el público supiera mi nombre”. Después, como bien lo merece un audiolibro, hace un paneo sobre su horizonte. El tipo está ahí: en medio de los bosques de Berkshires, sobre la parte occidental de Massachusetts. Sentado en el granero mientras su esposa Kim (Caroline Smedvig, directora de la Sinfónica de Boston) abre las ventanas de la casa y sus hijos menores vuelven a la escuela para cursar su último año. La calle está silenciosa y, como para homenajear su propia estrella, ya chisporrotea el fuego en la chimenea. “El otoño está en el aire -dice Taylor-: una época propicia para el recuerdo”.

Break shot, el título del audiolibro, es una referencia al golpe de apertura del pool: cuando la bola blanca impacta sobre el triángulo y arroja a lisas y rayadas en todas las direcciones. Ese momento, según Taylor, sucede en algún punto de los años sesenta: cuando el andamiaje de una familia invulnerable colapsa como un castillo de naipes. Así los Taylor, como los Tenembaum, abren una diáspora emocional de proporciones casi bíblicas.

Isaac, el pater familias, era poco menos que una estrella académica. Recibido con honores en Harvard y jefe de residentes en el Hospital General de Massachusetts, a partir de 1964 se convirtió en el decano de la facultad de medicina de la Universidad de Carolina del Norte. Gertrude “Trudy” Woodard, por su lado, era la madre perfecta: una estudiante de música y librepensadora capaz de diseñar su casa y cultivar una discoteca con volúmenes de Harry Belafonte o Nina Simone. Sus cinco hijos, para su preocupación yanquee y progresista, crecieron en Carolina del Norte. Su batalla fue por los espíritus. Los niños crecieron tomando clases de música clásica, viajando a Europa sobre un barco a vapor o dorándose bajo el sol del Caribe. Aprendiendo a navegar o tomando el tren a Nueva York para asistir al teatro o los museos. Las expectativas no dichas, sin embargo, comenzaron a minar las bases del edificio. También el deterioro del matrimonio y el alcoholismo de Isaac. El contexto, dicho sea de paso, no ayudaba: la Guerra de Vietnam, los asesinatos de Kennedy y Martin Luther King, la crisis de los misiles, etc. Al cabo de unos pocos años, cuatro de los hermanos cayeron en sus respectivas adicciones y tres pasaron sus temporadas en hospitales psiquiátricos.

Taylor nunca fue, lo que se dice, indiscreto. Solo la muerte de sus padres habilitó este manuscrito que guardó celosamente para su propia lectura en voz alta. Así, con sus subrayados y sus inflexiones, se aseguró de no ser malinterpretado. Especialmente en pasajes como aquel donde cuenta, con un regusto agridulce, cuando su padre dejó a la familia a la deriva para servir en la Marina durante dos años antárticos. El episodio en el que lo convoca a una sesión de terapia familiar para discutir el asunto es dolorosamente íntimo. “No es descabellado pensar que buena parte de las canciones que escribí tratan de entender qué fue lo que nos pasó –dice Taylor-. Es como esa película, El día de la marmota (Groundhog Day, 1993): estoy obligado a asistir una y otra vez hasta resolverlo. Hasta que salga bien”.

LISTA SÁBANA

Sylvia Plath, David Foster Wallace, Ray Charles, Robert Lowell, Marianne Faithfull, Steven Tyler, el jovencísimo James Taylor. La lista de pacientes célebres del McLean Psychiatric Hospital es proverbialmente larga. James Taylor llegó a sus aposentos después de algunos veranos idílicos en Martha’s Vineyard (donde accedió a las noches de open-mic y escuchó discos de Dylan, Beatles o los grandes bluesmen), cuando su educación formal lo alejó de su familia y lo acercó a una depresión clínica. “Knocking ‘round the Zoo”, publicada en su disco debut, es un retrato paradójicamente saltarín de aquel período. Resiliencia, en aquel entonces, ni siquiera era una palabra. 

Sus diez meses en centro psiquiátrico McLean no solo le sirvieron como salvoconducto de la crisis, sino también para eludir su reclutamiento para Vietnam y fugarse hacia el Greenwich Village y formar su banda: los Flying Machine. Era 1966. “Asomarse al mundo para tocar tus canciones no era el paso adelante en una carrera: era el abandono de las ambiciones convencionales –dice Taylor-. Era como convertirte en un vagabundo. Nadie te ofrecía el negocio de la música como título académico. Cualquier esperanza que mi familia pudiera haber tenido para que estudiara derecho o medicina, estaba desechada. Me estaba metiendo en un territorio sin mapa. Era libre. Los Loving Spoonful habían sido la banda residente del Night Owl poco antes de que yo llegara. Soñaba con tener ese mismo éxito, pero entonces mucha gente ya se había ido. Stephen Stills y Richie Furay se habían mudado a Los Angeles para fundar Buffalo Springfield. Los Mama’s & The Papa’s también. Hendrix estaba en Londres. Flotaba en el aire la sensación de que los mejores días del Village estaban en el espejo retrovisor, pero aun así era un lugar fascinante para un joven liberado de todas las expectativas”.

James Taylor con Carole KIng

Su vida, de repente, cambió. Durante el día escuchaba interminablemente sus discos de cabecera (a saber: Revolver, Sketches of Spain, el álbum de Stan Getz y Joao Gilberto, Fantasia on Greensleeves de Ralph Vaughan Williams) y por las noches tocaba con los Flying Machine. La banda no era un éxito. Sin embargo, le permitió curtirse rápidamente en las calles de Nueva York. Así, de la mano de su baterista Joel O'Brien, recibió tanto salsa y música afrocubana como su primera dosis de heroína. Así, de la mano de los dos empresarios berretas del sello Euphoria, conoció la estafa y los malos contratos. “Aprendí mucho sobre música… –dice Taylor- y demasiado sobre drogas”.

Como una buena novela, el punto de inflexión es casi invisible: una llamada telefónica. Desde su casa, Isaac le preguntó a su hijo simplemente cómo estaba. “No muy bien, papá”, respondió James. Isaac alquiló un coche y, en la alta madrugada americana, viajó desde Carolina del Norte hasta Nueva York para rescatar a su hijo. En el camino de regreso, rompieron el hielo de muchos años de distancia con una conversación memorable. “No tenemos que tomar opiáceos –le dijo Isaac, con la vista sobre la ruta-: son un veneno para los Taylor. Probás una sola vez y vas a ser un esclavo”.

“Las canciones crecen entre los recuerdos –apunta James, en algún pasaje-. Siempre digo un poco en broma que escribo una y otra vez las mismas seis o siete canciones. Creo que muchos de nosotros tratamos de comprender qué pasó en nuestros primeros años. Queremos volver atrás y arreglar algo que ya se desvaneció y nunca podrá ser corregido. Pero si podemos corregirlo en una canción, un libro, un poema, una obra de teatro. Una de las cosas más lindas que tiene el arte es su capacidad de ajustar los cabos sueltos. A veces, incluso, te permite un final feliz”.}