“Esta noche a las 9 tengo una fiesta que va a estar genial”, me sorprende mi hija. Casi sin dejarla terminar la frase y algo perplejo, le hago una pregunta que, en verdad, es una respuesta. Y también una prohibición: “¿Adónde vas a ir? Te volviste loca”.

“No, para nada. Voy con Valentina, Agustina y Lara. Ya tenemos todo arreglado. Queremos bailar un rato”, me desafía mi adolescente hija Mercedes. “Ni lo sueñes, no vas a ningún lado”, la corto. Mi hija, apenas termino la frase, estalla en una sonora carcajada. Después vino la explicación de su salida nocturna en plena cuarentena.

Había parte de verdad y parte de engaño en lo que me había dicho. La cita de las 9 existía, pero era virtual. A través de la comunidad en línea Habbo, los participantes están representados por muñequitos que se reúnen en el salón de un hotel virtual y, vía teclado, deciden entre todos qué quieren hacer. La fiesta incluyó un rato de baile, pero parece que estuvo medio aburrida y terminó temprano.

El coronavirus nos arrinconó a vivir entre cuatro paredes, y salvo alguna escapada para proveerse de lo vital para el día a día, la única forma de comunicarse con el mundo exterior es a través de pantallas. Una vida mediatizada casi al extremo. Me acuerdo de las predicciones de Pappo: “Mundo nuevo/ La pantalla me lo cuenta con mi desayuno/ Y es probable que no quede ninguno”.

No hacen falta, como imaginaba Pappo, las hordas de chicos malos con sus camperas de cuero y metales brillando al sol para disparar el temor. En tiempos de coronavirus, el otro, simplemente por ser un extraño, se convierte en una amenaza. Si hay que salir de casa, ya casi como un reflejo condicionado, todos establecen una prudente distancia con el otro. Nada de contacto físico, ni siquiera el menor roce que alimente la paranoia de un posible contagio. Mundo nuevo: solo las pantallas anulan por completo el miedo de atravesar una situación de riesgo.

El chino del súper de mi barrio también apeló a la tecnología ante la cuarentena. Y encontró una ingeniosa solución. Hace varios años que vive en la Argentina y se mimetizó con el ADN local. Es de Boca, se hace llamar Diego y tiene pasión por el asado. Como vive a media cuadra de su comercio, cuando los vecinos-clientes hacen asado, le acercan un chori o un sándwich de vacío. Le prometieron enseñarle a hacer asados, pero esa es otra historia.

La cuestión es que Diego la hizo fácil. Al día siguiente de que dictaron la cuarentena, atendió hasta media tarde y después puso un cartel en la entrada del súper : “Cerrado por vacaciones”. Antes, a los clientes habituales nos había dado su celular para que le hagamos los pedidos. Buena idea la del acriollado Diego: no hay que andar tocando changuitos, tampoco hay que hacer largas y apretadas filas ni andar esquivando a clientes que tosen o estornudan. Se le hace el pedido por wasap, Diego avisa cuando lo tiene listo y se retira en un estacionamiento al costado del súper. “Un poco de trabajo y un poco de vacaciones”, sonríe Diego cuando se le pregunta por el cartel que puso en la puerta del súper.

Con mi mamá la situación no es tan sencilla. Está en un hogar de ancianos y por disposición estricta de Pami ningún familiar puede entrar al lugar. Nos comunicamos por videollamadas. Nada fácil para una señora de 89 años, que mira extrañada mi cara en una diminuta pantalla de celular y no entiende por qué nadie la visita.

Le explico que hay un virus respiratorio, llamado coronavirus, que es especialmente peligroso para los mayores y me dice que sí, que ya lo sabía. No le creo, pero disimulo. “Coronavirus, sí, sí. Cuidate”, me pide, como siempre. Y también me dice algo que me pega directo en el corazón: “No te hagas problemas, estoy bien. Vení a verme cuando puedas”.

Mi vieja habla y mira para cualquier lado. Está desorientada con la conversación por celular. “Mirá a la pantalla”, le indican. “Besos, besos”, me manda mi mamá por el celular. Qué paradoja: un beso o un abrazo sin pantalla de por medio podría ser un potencial riesgo para ella, y también para sus compañeros y compañeras del hogar.

Termina la comunicación virtual y uno vuelve a su mundo íntimo. Más que nunca, en este momento histórico de la humanidad, que se defiende de un enemigo invisible que día a día avanza sobre nuevas geografías, la casa se convirtió en una especie de segunda piel, que protege “contra todos los males del mundo”. Como un antídoto. Tal vez el único, aunque no nos acostumbremos a los besos por celular.