Praga, 1995. Se celebra el 50 aniversario de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y la derrota del régimen nazi, desfilan coloridas tropas yanquis al ritmo de su orquesta de jazz, ejércitos alegres de todos los países aliados, pero al final de la columna militar internacional veo un hombrecito vestido con traje de civil, limpio y raído. Camina el hombre junto a sus compañeros, veteranos checos, erguido y digno en su coraje anónimo y cívico.

De ahí en más, será mi imagen secreta, representación simbólica de nuestros mayores. Otrora respetados en las más diversas civilizaciones del planeta como los dadores de vida, los sabios, las que curan, merecedores de un respeto que es clave para otorgar sentido a una vida que es también la nuestra.

Siglo tras siglo el capitalismo y sus impactos sociales y culturales van convirtiendo al “hombre viejo” en un anciano, persona improductiva que no tiene fin ni objeto en una sociedad centrada en los resultados visibles del trabajo. El saber ha sido, supuestamente, apropiado por procedimientos, discos duros, estandarizaciones, reservorios digitales de conocimiento, hasta por wilkipedia. El arte de curar está en manos de la ciencia médica. De la transmisión de valores se encargan los padres y esencialmente, las instituciones.

Los viejos pasan a ser en muchas ocasiones, infantilizados, convertidos en sujetos “simpáticos”, divertidos para jugar con los nietos. En otros, cuando no hay una familia cercana, su destino es el de los depósitos en donde la clase social impone cruelmente distintos estándares para llevar los años que quedan.

Actualmente, además, muchos economistas de credo liberal están preocupados por la “carga” que suponen para el sistema previsional, viven más gracias a los avances de la medicina moderna y los sistemas públicos de salud pero cómo sostener económicamente esos años de “sobrevida” se preguntan.

En días de coronavirus leemos que en Italia un médico declara a los medios que “como en la guerra, escogemos a quién salvar” o que hay protocolos que establecen prioridades en base a la edad. Asisto con cierto temor a la recepción lacrimógena pero acrítica de la opinión pública, una suerte de priorización de criterios propios del darwinismo social que atentan contra los principios éticos de la ciencia médica.

El darwinismo social, ideología que pregonó la adaptación a escala social de ciertos principios observados en la naturaleza por Charles Darwin, entre otros el de la supervivencia del más fuerte, contó entre sus simpatizantes al mismísimo Adolf Hitler. Hoy caída en desgracia, desacreditada por disciplinas científicas tan diversas como la biología, la medicina, o la sociología pero siempre al acecho de imponer su lógica en el marco de una sociedad basada en el éxito, el consumo, los resultados y el prestigio.

Entre sus considerandos reza el juramento hipocrático “NO PERMITIR que consideraciones de edad, enfermedad o incapacidad, credo, origen étnico, sexo, nacionalidad, afiliación política, raza, orientación sexual, clase social o cualquier otro factor se interpongan entre mis deberes y mis pacientes;”

¿Quién decide que los recursos escasos se asignen “al más fuerte”, “al que tiene más chances de sobrevivir”; que pasaría si mañana un virus fuera especialmente letal con los recién nacidos y los niños y niñas? ¿Se les negaría atención médica o respiradores y se impondría una “selección natural” de los adultos jóvenes porque son los más fuertes y los que tienen más chances de sobrevivir? Las cuestiones éticas que se generan durante y después de una crisis humanitaria, no pueden ni deben ser soslayadas.

La medicina tiene un juramento universal que asegura igual tratamiento a todo ser humano, ajena a los más diversos factores, por ello es ciega como la Justicia, para garantizar igual trato a todo ser humano, única manera de evitar clasismos, supremacías, racismos, injusticias.

La sociedad y la política pública que ejercen sus representantes sí pueden hacer foco, más allá de políticas universales, justamente allí en donde hay que compensar o reparar las injusticias que genera a veces la lógica de mercado, otras veces paradigmas o creencias arraigadas. Por ello, entre otros grupos, los adultos mayores deben recibir especial atención del Estado, fundamentalmente aquellos que además sufren discriminación o segregación por otros factores, como el género, la etnia, discapacidad o clase social.

La sociedad, además, les debe esa atención especial, ya que como detallamos al principio, tenemos una deuda moral con ellos: creadores de vida, laboriosos trabajadores que nos precedieron, constructores de los cimientos sobre los que asentamos nuestros hogares, abuelos de nuestros nietos a quienes enseñan valores y no sólo juegos. Somos nosotros mismos dentro de treinta, veinte o diez años.

Desconozco qué alcance ha tenido el tema en China, Italia o España, la prensa no permite aún conocer el impacto y alcance de esos protocolos; sí leo y escucho a muchos de nuestros mayores asumir que serán dejados de lado si ello fuere necesario.

Esa certeza que anida en muchos y muchas provoca una angustia mucho mayor que la del aislamiento y la cuarentena. La angustia de la post cuarentena y de la posible aplicación de la “ley del más fuerte”. En muchos casos, además, esa angustia se suma a una soledad dolorosa que muchos mayores ya experimentaban.

Confío en que Argentina seguirá dando el ejemplo, manteniendo un trato igualitario y con especial atención en los que están en situación de mayor vulnerabilidad, los que más dedicación necesitan (y nos la brindaron a nosotros cuando la necesitamos) y también espero que la sociedad revalorice a nuestros mayores. Son también mayores en conocimiento, valores y humanidad, como aquel viejo hombre que marchaba digno por el puente de Carlos de quien nunca sabré el nombre, pero quien sin dudas, me salvó la vida.

Daniel Natapof es presidente de la Asociación de Sociólogos de la República Argentina (ASRA).