Hoy a las 19 en El Diablito Bar (Maipú 622) se presenta el segundo libro del narrador y periodista Juan Cruz Revello, ¿Quién no pensó en matarse alguna vez? Rápido de reflejos como el Torito Cavenaghi, salido de imprenta el mes pasado bajo el sello Casagrande Ediciones con prólogo de Leonardo Oyola, el libro abre la temporada de eventos literarios con una oferta 2x1 de cerveza, Agustín Aranda como presentador, y música por el Dj Eloy Quintana.

Coordinador artístico de radios como Rock and Pop y Metro Rosario, Revello fue uno de los autores convocados por Sergio Rébori para escribir parte del libro Generación subterránea, que rescata del olvido el lado B del rock de Rosario. "Fue fundamental el rock", dice el narrador de ¿Quién no pensó en matarse alguna vez?, "ya no teníamos los recreos de la escuela, ni la pelota y el circo, pero teníamos el rock". Parece una ironía tragicómica que un libro como este, con soundtrack propio, cuyos desangelados pibes de provincia son al rock lo que al jazz los bohemios cínicos de la novela de Julio Cortázar Rayuela, salga justo cuando el país tira al rock en la bolsa de los placeres prescindibles.

Nacido en 1977 en Junín (provincia de Buenos Aires), entrado en la adolescencia con los '90 del arrasamiento neoliberal, Revello (que vive desde hace 20 años en Rosario) evoca desde las primeras líneas su ciudad natal: "Yendo por España hacia el norte, llegando a Dorrego, doblando a la izquierda, si hacés una cuadra, te chocás con la Plaza Pringles, que está justo frente a la estación de trenes. En ese lugar pasamos el noventa por ciento de nuestra infancia". "Nosotros" son el narrador (Héctor) y sus amigos: el doctor, Armandito, Patota, el Caballero Rojo y otros. "Tengo, o tenía, muchos amigos. Y los extraño. En realidad, no los extraño tanto a ellos, sino a nuestro pasado", dice Héctor en una voz perfectamente creíble, coloquial, inmediata.

Esa voz lleva adelante sucesivos episodios, relatando decisiones trágicas en el tono cómico del humor negro y el absurdo. Como los tatuajes que le arman una provisoria piel al descubridor de canciones Martín Almeyda (quien, ojo, ojo porque esto es un spoiler: termina muy mal), nombres y canciones de bandas de rock constituyen un precario amparo simbólico que reparte identidades y produce acontecimientos: "todos los momentos de la vida están atravesados por una canción".

Al padre se lo recuerda en una única escena donde se da cuenta por televisión de que Mick Jagger está viejo; el sueño era encontrarse con Lou Reed en el supermercado y la aventura era ir a Cosquín Rock. Si no, en otoño, "lo mejor que se puede hacer es caminar de una esquina a la otra pisando hojas y sentir cómo suenan". Eso, o los vicios, a los cuales se alude sin moralina ni aura romántica. Una sociología salvaje observa que "los rollingas estudiaban para abogados, y los hardcore andaban con el proyecto de okupar un galpón de la estación y hacer cosas ahí, donde no había nada". El rock llega a esas vidas y se va; algunas vidas se van también, en otras se queda.

Como un Nick Hornby juninense y desesperado, Héctor hace de dee jay en su propia historia, narrando una epidemia local de suicidios adolescentes con escalofriante naturalidad, en frases que quedan resonando como las del punteo de una guitarra eléctrica: un libro para leer escuchando el nuevo disco de Charly García. O del Indio Solari.