El problema de las visiones conspirativas tiene que ver con la angustia que las sostienen: no se tolera la evidencia de que no hay nadie que tenga el “panel de mando” absoluto, y ante situaciones que dan cuenta de la fragilidad que subyace a lo que, ante nuestra vista, parece inmutable y repetitivo (con la misma seguridad creemos que el sol volverá a presentarse a la mañana), se reintroduce, mediante la idea del “complot”, la seguridad de que hay otro absoluto que siempre mueve los hilos y determina todo lo que nos pasa.

Frente a la pandemia de coronavirus, y más allá de los debates médicos sobre la peligrosidad del mismo, lo que podemos afirmar es que lo que se sí se ha viralizado a nivel global es el pánico, y que una vez desatado ya no hay quien lo frene, a menos que se apelen a medidas que van colocando progresivamente la vida cotidiana de las personas bajo estado de excepción.

La respuesta puede ser objeto de debates, entre posturas que afirman que la intervención del estado es una intromisión en los derechos individuales y otras que no vacilan en suspender esos derechos subordinándolos claramente a la supervivencia de la vida en comunidad, de la que el individuo obtiene su potencia.

Lo cierto es que esta problemática --que con la pandemia se detona al punto de mostrar la estructura social de la que se nutre --entra en continuidad con lo que viene pasando desde mucho antes.

Mucho se viene hablando, no solo en nuestro país, de lo que se llamó la “judicialización de la política”, pero a mi entender, no es más que el reflejo de la judicialización de la vida cotidiana.

Los efectos descontrolados de las aplicaciones técnicas en la aceleración de los procesos de acumulación de capital y consumo --lo cual incluye a los propios consumidores que son consumidos y acumulados cual residuos del sistema, al agotarse sus capacidades para contribuir mansamente a la reproducción del capital, más los que ya pertenecen a la misma categoría de consumidos, pero como “excluidos” del sistema-- hacen que los procesos políticos ya no puedan regular las relaciones entre las personas y la vida en comunidad. Se instaura un sutil proceso totalitario en el que las diferencias son descartadas sustituidas por apenas modos “snob” de diferir entre sí, como si la vida se diferenciara por “cuestión de gustos”, del mismo modo que en una heladería.

Es así que se desarrolla un “como si” de la diferencia que nunca es real, y que impone --por el contrario-- una dictadura del goce, un “saber vivir” impostado y de manual, impreso por la lógica propagandística de la publicidad y del pensamiento mediático, que no pasa de la opinión irreflexiva y prejuiciosa del café llevado al panel de la TV.

Por consecuencia, vamos hacia una progresiva concentración, un “amasamiento” de los individuos que, irreflexivamente, apenas si reaccionan cual resortes al estímulo de algún botón de ese “gran panel de mando” que, por supuesto, siempre parece estar a la mano de algún gran prestidigitador.

De todo esto no parece muy loco que la gente, al tiempo en que no logra evitar “amasarse” como objeto de esa concentración totalitaria, reaccionando sin ton ni son cual masa en pánico y ultrasensible a las variaciones del estado de ánimo (casi del mismo modo en que la bolsa de comercio reacciona en sus valores según los rumores, los miedos y las especulaciones de los “inversores”) pida la intervención de la ley, para regular esa inercia, para pacificarse en la seguridad de que esa inercia no lo va a arrastrar a la desaparición, algo que garantice mínimamente una vida fuera del estado paranoide en la que el otro no sea mi enemigo ni la causa de todos mis males. La política ya no parece ser eficaz para lograrlo, entonces se apela a la ley. No está mal. Se trata de una terceridad en la que mi relación con el otro encuentra la posibilidad de pactar para no aniquilarnos entre sí. Es la manera de salir del estado de excepción, que bajo la lógica del capitalismo ultratecnificado, es casi permanente.

Pero resulta que esa judicialización desesperada que busca en la ley lo que no encuentra en la política, la vida cotidiana se encuentra con exactamente lo contrario: la politización de la ley, es decir, la confusión de las leyes con las personas que las aplican, los jueces y sus inclinaciones políticas y pasionales. Una cosa es la interpretación de la ley, otra es su secuestro y apropiación, casi hasta la afirmación de que “la ley soy yo”. De nuevo el totalitarismo.

Parasite

La pandemia nos encuentra, entonces, del mismo modo en que la película “Parasite” buscando hacer resurgir al padre, o, mejor dicho, una ley que nos dignifique civilizatoriamente, lo cual quiere decir que no sea la ley del matón, la del que “hace lo que se le da la gana”. El que, en el fondo, le importa un pito el reparto (y que no está en posición de repartir, obviamente) y solo quiere buenos sirvientes, y el padre pobre, el cual parece un hermano más del clan de los “hermanos pobres”, incapaz de resolver nada que no sea el de seguir surfeando en la ola de la miseria estructural, hasta que la ola llega en serio (o el diluvio). Sus hijos encuentran una salida audaz e ingeniosa para engañar al amo que solo se entera de algo cuando todo estalla y su impostura se cae como un cortinado: apenas si queda el olor a pobre que repudia con un gesto de clase y no duda en sacrificar sus peones a la hora de salvarse y correr. El padre pobre, que apenas si lleva el título, como un título de nobleza que ya no sirve para nada, se convierte realmente en tal para el hijo luego del asesinato, aunque por esa causa tenga que pagar con su ausencia, transformado en objeto (perdido) de conmemoración.

Evidentemente, los “parásitos” ya son una pandemia, hace mucho, mucho tiempo. Y es esa estructura social, latente, la que puede estallar en cualquier momento. ¿Aguanta el capitalismo ese estado de excepción por mucho tiempo? Bien parece que lo viene aguantando hace bastante ya. Lo que no parece capaz de tolerar es el parate económico, la parálisis de la acción, el tiempo para frenar y pensar, eso es mucho más “peligroso”. El ser del capitalismo es el ser de la acción pura (“no te detengas”), no la del acto, que para el psicoanálisis es una acción --tal vez mínima-- que se sustrae de la pura acción, de la acción como un fin en sí mismo, para cuya continuidad infernal hay todo tipo de estímulos (drogas, entretenimientos varios) que la garantizan. Y tal como el asesinato del padre, esto puede derivar en un nuevo acto, es decir, a la reflexión de que hace falta mucho menos y no más, y que la operación subversiva por excelencia es la resta y no la suma (¿tienen esa frase de la vida cotidiana que suena como un latiguillo? “No me suma”).

Lo que no va a soportar el capitalismo --ya la excepción la soporta muy bien y es la base de la lógica totalitaria-- es la sustracción. Y si esta pandemia confronta a los sujetos con esa posibilidad, eso puede ser fatal. Por eso es muy probable que las cosas terminen en un inmediato reinicio de las actividades a como dé lugar, con o sin virus, con o sin pánico, o la aparición inmediata y cuasi “milagrosa” de una vacuna.

Jose Luis Juresa es miembro de EPC (Espacio psicoanalítico Contemporáneo) y codirector de “Psicoanálisis zona franca”.