Una de las razones por las que sorprendió tanto a Italia la muerte (el presunto suicidio) de Primo Levi en 1987 fue porque un año antes había publicado un libro tan breve como luminoso que, leído hoy, en el contexto de esta cuarentena por la pandemia, funciona como un ejercicio balsámico de serenidad y entereza. O quizás es que, en lo que leemos, sólo vemos lo que queremos ver. Me explico: el libro (titulado Los oficios ajenos) reunía los ensayitos breves que Levi había ido publicando en el diario La Stampa de Turín desde su jubilación como químico. Pero cuando se sentó a corregirlos y depurarlos, los ordenó de tal manera que casi parecen escenificar nuestra situación doméstica actual.
El libro empieza hablando de la casa donde Levi nació y pasó toda su vida, salvo el breve y terrible interregno en que fue enviado a Auschwitz. Hasta que se jubiló, es decir hasta el momento en que empezó a pasar todas las horas del día entre aquellas paredes, casi no le había prestado atención a aquel viejo departamento de principio de siglo en el Corso Re Umberto de Turín, cuya característica principal era “su falta de carácter”. Ya jubilado, Levi recorre sus habitaciones descubriendo a cada paso sorpresivos recuerdos y silenciosas virtudes en esa construcción inexpresiva, carente de adornos y ambiciones, que demostró ser, durante la Segunda Guerra, igualmente funcional y sólida, resistiendo con callada templanza los bombardeos, cuyas marcas carga como el combatiente veterano lleva sus cicactrices.
Durante más de medio siglo, Levi entró en su departamento sin dedicarle la menor atención al paragüero al costado de la puerta que yace ahí desde los tiempos en que se usaban bastones para salir a la calle. Pero lo que llama su atención en realidad son dos clavos en la pared: de uno cuelga una llave cuya función ha sido largamente olvidada, del otro una oxidada herradura de los tiempos en que pasaban caballos por los adoquines del Corso Umberto, y que quizá funcionó como amuleto cuando caían las bombas en Turín. Al pasar frente a un enorme aparador recuerda cuando su hija se refugió ahí, jugando a las escondidas con su hermano, y reapareció con un diente en la mano que había encontrado hurgando en el yeso de la pared y que el propio Levi había escondido ahí cuando era niño.
El viaje al pasado continúa habitación por habitación. El salón principal que alguna vez sólo se usaba tres o cuatro veces al año para recibir visitas importantes y que después supo ser sala de partos de sus hijos, cuarto de costura, laboratorio fotográfico, taller de reparación doméstica de juguetes y dormitorio improvisado para los nietos es ahora el lugar preferido de lectura para Levi, desde que acomodó un sillón junto a una ventana donde alguna vez su madre se asomó a escuchar la declaración de matrimonio que le hizo su prometido desde la calle.
En el pasillo al aire libre que comunica con la cocina Levi recuerda el preciso lugar donde le permitían dejar un fuentón en el cual criaba renacuajos recogidos de las alcantarillas de la calle cuando aún parecían minúsculas anguilas y, a lo largo de los días, iban desarrollando una protuberancia en su cola que poco a poco se hacía bífida y se iba convirtiendo en sus patas traseras, mientras de los costados de su cabeza surgían, primero de un lado y luego del otro, unas manitos transparentes que les permitían nadar estilo pecho por el fuentón, cada vez más frenéticamente, como si no supieran en qué extraño ser se estaban convirtiendo. Alguna vez leí, en esa maravilla de novela que Carson McCullers bautizó El corazón es un cazador solitario, que las crías de cualquier especie que tanto nos fascinan en nuestra infancia son nuestra primera experiencia del instinto materno y paterno, la confirmación de que en nosotros conviven ambos sexos en forma enigmática pero inequívoca. Carson remata el párrafo, con su expresividad inigualable, diciendo que se trata de esa clase de momentos en que sentimos “que la fuerza con que palpita tu corazón podría matarte”; pero permítanme dejar a Carson para mi próxima contratapa, y volvamos a la serena mesura de Primo Levi.
El paso siguiente en su recorrido desemboca en un cuarto donde se acumulan valijas y baúles de tiempos pretéritos. Levi encuentra allí la caja de su viejo Meccano y recuerda al instante su primer amor, una niña de nueve años llamada Lydia, recién operada de las amídgdalas. Lydia debía guardar reposo y contemplaba a la distancia cómo jugaban los demás chicos en la calle. Uno de ellos, llamado Carlo, atraía especialmente su atención. Carlo tenía una versión del Meccano superior a la de Primo, pero si juntaban las piezas de ambos juegos, podían construir artefactos imposibles de lograr cada uno por su lado.
No sólo las piezas eran complementarias, también lo eran las mentalidades de ambos: los objetos que armaba Carlo eran simples, sólidos y pedestres; los de Primo eran más complicados e inventivos pero inestables, porque no tenía la paciencia de Carlo para ajustar bien cada tuerca. Primo sugiere a Carlo construir algo único para el cumpleaños de Lydia: algo que ni siquiera los manuales del Meccano enseñen cómo hacer. Carlo se inclina por un motor, un artefacto que funcione por sí solo. Primo acepta pero aspira a algo simbólico, que funcione como ofrenda de amor. Luego de mucho discutir convence a Carlo de que hagan un reloj, el reloj más hermoso jamás construido.
Carlo acepta a regañadientes el rol subalterno que tiene en la tarea, Primo siente que el amor inspira su audacia creativa. Llega el cumpleaños de Lydia, Carlo cede a Primo el honor de entregar el regalo elaborado en conjunto. Cuando Primo intenta poner en marcha el reloj, el mecanismo fracasa miserablemente. Carlo da entonces un paso al frente y entrega a la cumpleañera el regalo que llevaba oculto debajo de su camisa: una bombonera, que Lydia recibe encantada y muestra con orgullo al resto de los invitados.
Primo Levi dice que nunca esperó de su casa más que satisfacciones elementales: cobijo y privacidad. Nunca intentó embellecerla, ni refinarla, ni agrandarla, ni apropiársela. No cree que haya influido en su forma de vivir, así como no cree que se refleje en los libros que ha escrito: “He vivido en esta casa como he vivido en mi propia piel: conozco mejores, más amplias, más bellas y más resistentes, pero me resultaría antinatural cambiarlas por la mía”. Cerca del final del libro, Levi habla del miedo al encierro y del miedo a la falta de techo, tanto en nuestra infancia como en nuestra adultez, y dice estas singulares palabras: “Según nuestro carácter, en esas situaciones algunos sienten que están perdidos y que su fin se avecina inexorable, y otros encuentran en la misma adversidad la fuerza para resistir. No es una cuestión de creencias, no es una cuestión de fe ni de inseguridad; la mayoría de nosotros ha sido o será de una manera y de la otra, sin especial lógica ni coherencia, en las sucesivas encrucijadas que nos plantee la vida”.