En este tiempo de coronavirus el sentido de la libertad se está transformando. Pero ¿qué significa eso?

Amamos la libertad. Decir que valoramos la libertad es empequeñecerla, banalizarla. Decir que importa la libertad no alcanza.

Amo la libertad. Sé de los hermanos muertos que carga.

Soy de la generación que empezó la adolescencia después de la dictadura en lo que se llama ahora los albores de la democracia. Con la desesperación del horror en medio, ante los ojos, detrás. La libertad corriendo como un fuego. Más profunda que el anhelo, espesa pulsión de vida.

Junto a mi familia, y luego de años nómades, habíamos llegado a Bahía blanca. Empecé en 1983 el Colegio Nacional con examen de ingreso y uniforme estricto. La Escuelita, el campo de concentración de la dictadura, era todavía algo que se pronunciaba en voz ahogada. Massot, un apellido absoluto. Los sábados a la noche podíamos cruzarnos con Astiz en algún bar. En La Tartaruga, por ejemplo, uno que quedaba en la más hermosa de las calles de la ciudad, la Avenida Alem, llena de árboles que reventaban con sus raíces las veredas anchas.

En los ochenta empezábamos a respirar como un lamido, como una furia. La libertad de (los dictadores, de un régimen de opresión y muerte) y la libertad para (decir, caminar, encontrase, leer, usar las calles, imaginar). No está claro si teníamos aún la libertad para creer que el mundo podía ser transformado, y si la teníamos había que volver a parirla, cosa que ocurrió mucho más tarde. Pero en ese momento, empezábamos a pensar que la democracia era libertad para la vida y la paz. En el precario mundo académico se discutía la categoría de la transición (transición a la democracia, como algo a lo que costaba llegar pero que era el camino) y sobre democracias participativas o representativas. Pero de esas cosas yo no sabía nada en ese momento en que mis ansias se amansaban escribiendo en la revista del nuevo centro de estudiantes, mientras el cielo se abría con fondo de Mirta de regreso, Solo le pido a dios, Era en abril, Va por vos.

A la libertad, como a la democracia, había que construirla. La libertad nunca es algo dado. No es un don. Son las sociedades, con sus historias y sus sujetos, las que le dan sentido. Le marcan límites o le abren horizontes, le ponen nombre. A la libertad la sostiene una lengua. Si los hombres, varones, mujeres, estamos condenados a la libertad lo único que importa es qué hacemos con ella. Ahí se juega todo o casi todo al respecto.

En los noventa y con dramatismo reaprendimos algo que los efectos del terror había solapado: no era posible la libertad sin igualdad (pongo énfasis en reaprender, en aprender nuevamente lo que alguna vez supimos). Podíamos tener libertad para votar, pero si había quienes no comían, si había chiquitos que no aprendían a leer ni escribir, entonces no éramos libres. Y supimos definitivamente en el cruce de siglos que la libertad y la igualdad sólo eran posibles si caminaban de la mano. La noción de derecho, de derechos, las enlazaba: reconocimiento y distribución.

El sentido de la libertad siempre se define históricamente, es decir, en un campo de lucha. Por ejemplo, para sostener el poder de una clase, se consolidó el mito de la libertad anclada en concepciones liberales sobre el individualismo y el derecho de propiedad a ultranza. Eso ha sido la plataforma donde justificar achicamientos de los Estados (de unas funciones del Estado, las de la solidaridad) o margen para invadir naciones y hacer guerras, o incluso para sostener Guantánamo y bloqueos que niegan principios básicos del humanismo. En ocasiones, la libertad asociada al libre mercado y defensa absoluta del derecho a la propiedad privada hace comulgar a los conservadores con los liberales, y produce que el noventa por ciento de la población pierda todos los días libertad a favor del uno por ciento más rico. La libertad de las mayorías se restringe, incluso se reprime, para sostener la libertad de unos pocos. La libertad puede ser fraternidad, o puede ser su contrario, depende de las fuerzas de la historia, que es lo mismo que decir, depende de lo que los pueblos (los hombres y mujeres, aún en condiciones que no elegimos) hagamos con eso.

Creo que es necesario darnos lugar para reflexionar sobre la libertad en este tiempos de coronavirus y de restricciones. Nuestra sociedad, o parte de ella (lo que llamamos sociedad es siempre una parte) está dándose una disputa muda por el sentido de estas restricciones. Finalmente, por la condición o condiciones de la libertad. Y creo que lo que venga, va a tener mucho que ver con el derrotero de esa disputa subterránea y muy poco espectacular. Quedarnos en casa, en el barrio, no movernos, no encontrarnos ni abrazarnos, denunciar al vecino ¿modelará los dispositivos del vigilar y castigar o será el camino temporario para asumir la responsabilidad colectiva de ser solidarios? No lo sabemos aún.

Vivimos en un mundo donde la hegemonía neoliberal es indiscutible: el sálvese quien pueda, la meritocracia y el individualismo salvaje son la base desde donde las grandes mayoría perciben su vida y la del otro, que desde esta mirada, siempre es enemigo. Y sin embargo el gobierno argentino nos convoca a la salida común. Es este un momento extraordinario. De absoluta vitalidad de la política: no se trata de acomodarse a la corriente podrida de la historia sino navegar en sentido contrario y asumiendo el riesgo inconmensurable de lo que eso significa. Simplemente porque así lo deben hacer los hombres y mujeres de bien.

En el momento de terror ante la amenaza de contagio, es decir, en un momento perfecto para exacerbar el miedo y asco al otro preparado durante siglos de violencias en la llamada humanidad, pero especialmente en el neoliberalismo, es cuando el Presidente nos dice algo que es posible de ser escuchado justamente porque también lo hemos escuchado antes. Que la Patria es el otro. Que hay que cuidar al otro. Que quedarse en casa no es para extirpar al otro, sino para cobijarlo.

Esta es la lucha que como un hormigueo subterráneo se está dando en los suelos de nuestra sociedad: o nos gana la pulsión de muerte que convoca a ver en el otro el peligro, o resucita la capacidad de hacernos cargo de la maravillosa condena de ser junto al otrx. El sentido de la libertad hoy se juega en el lugar menos esperado: nos quedamos en casa, en el barrio, en cada una de las trincheras que nos toca porque entendimos que quedarse no es estar quieto, y que la única salida es colectiva.

Y si es esto último, derribaremos uno de los mitos más grandes con los que nos quieren someter, el que nos dice que la libertad humana está ligada a la propiedad de las cosas, y que cada uno es solo uno y se salva de a uno.

Esta historia empezó hace rato. Esta historia también recién empieza.