En mis piernas aún queda barro, como un recuerdo, del predio La Colmena de Olavarría. Está endurecido, pero presente, como el dolor que queda por las familias de León y Bulacio, fallecidos durante el concierto del Indio. De Cromañón resta un recuerdo erosionado, una profunda desconfianza en el Estado y el eterno agradecimiento al médico que me trajo de vuelta de la muerte, tras un paro cardio-respiratorio y dieciséis días en coma. El concierto del sábado no fue Cromañón. Podrá trazarse algún paralelo forzado, pero no fue una experiencia comparable. En ningún momento sentí un vestigio de aquel 30 de diciembre, independientemente de lo fatídico para las familias de los fallecidos. 

Pienso en casos similares en los que estuve presente y recuerdo el fallecimiento de Melisa Latorre en un concierto de Las Pastillas del Abuelo en la cancha auxiliar de Ferro ante 15 mil personas. Había unas treinta veces menos público y la tragedia ocurrió igual. No fue la gente, ni fue el rock. No fueron las avalanchas que los medios inventaron o, al menos, magnificaron, ni el descontrol del pogo más grande del mundo. No sé que fue. Las familias León y Bulacio sí necesitan saber, como también necesitan responsables. Necesitan quien dé la cara por dejar ingresar a cualquiera, independientemente de tener o no entrada, aunque no creo que sea posible hacerlo cuando hablamos de tanta gente. Tampoco creo posible hacer varios conciertos más pequeños a los que la masa ricotera va a asistir de todas formas, a todos y cada uno, tenga o no entradas. Pero en definitiva, qué se yo. 

Hay, sí, un problema cultural del que soy parte activa: la intensidad con la que vivimos la búsqueda de sensaciones extremas. Donde el espacio individual cede ante un espacio de fusión común y masificado. No sé si es argentino o global. Pude ver a Jack White en un pequeño teatro de Londres y el pogo era tanto o más violento que el del Indio en Olavarría. No sé si es del rock o de la religión. Cientos mueren en peregrinaciones a La Meca. No sé, y me permito decir que no lo comprendo. El fenómeno Indio no es comprensible. Decenas de analistas de ocasión creen tener la respuesta. Famosos indignados alimentan el odio contra un artista cuyo mayor pecado en este lío fue ser inéditamente convocante. ¿Por qué? Porque el Indio no organizó, no controló y no habilitó. Es quizás un empresario del rock, como algunos artistas lo han calificado. Y viaja en avión privado, sí. También vive entre Parque Leloir y Nueva York. ¿Y? Algunos creen hallar en esto un espacio para denostar al personaje, pero allí entra ya una cuestión ideológica y de oportunismo político que hace inservible cualquier análisis. Aquí murió gente, sea el Indio kirchnerista o empresario, o el intendente Galli de Cambiemos. 

Los responsables políticos y empresariales deben dar respuesta a las familias, al mismo tiempo que los medios de comunicación tienen que dejar de agitar fantasmas preocupando a miles de familias por su ansia de rating y morbo. Mientras algunos canales repetían imágenes del único disturbio del domingo, ocurrido por la mañana en la terminal –a cincuenta metros de donde dormía junto a mi novia, mi hermano y amigos–,  nosotros comíamos asado junto al arroyo, con cientos de personas más. Olavarría no era territorio controlado por Estado Islámico, como hacían creer en Buenos Aires. Era un espacio colapsado por el triple de sus habitantes intentando volver a sus hogares. Era algo lógico que ocurriera y que en veinticuatro horas, en gran medida, se normalizó. 

Veamos algunas cuestiones de importancia para considerar lo que pasó. Indio contrató una productora (En Vivo S.A., a cargo de los hermanos Peuscovich) que debía encargarse de organizar un evento de características extraordinarias. Ciento ochenta mil personas lo habían visto un año atrás en Tandil y todo presagiaba que ese número no sólo se mantendría, sino que se multiplicaría. De acuerdo al convenio firmado entre la Municipalidad de Olavarría y la productora, el predio alquilado consta de 605 por 574 metros –donde podrían ingresar casi 350 mil personas, de acuerdo a la legislación vigente que exige un metro cuadrado per cápita–. Sin embargo, el espacio destinado al público fue de 500 por 270, sin contar el espacio ocupado por las quince torres de sonido. De ese modo, la sala estaba capacitada para albergar a 135.000 asistentes. Al ver las imágenes aéreas, puede conjeturarse que había el triple: unas cuatrocientas mil.

¿Es manejable una marea humana semejante? ¿Puede brindársele seguridad y control, cortarle entradas a cada uno, o pedirle a quien no la lleva que se retire? El experimento de igualación social que lleva a cabo el Indio en cada uno de sus conciertos hacen que un exjefe de Gabinete, el director del noticiero más visto del país, un plomero que vive en un barrio de emergencia, o un exconvicto, paguen lo mismo para ingresar a un espacio común a ver el show. Además, como Solari mismo dijo, su público no entiende la idea del sold out y asiste igual aún sin ticket de acceso. Todos son bienvenidos. Vigilar y controlar a esa masa es virtualmente imposible. ¿Hay algo en esta lógica que motiva a defenestrar la figura pública de Solari? 

El contrato firmado entre el intendente Galli y En Vivo S.A. es claro en su cuarto punto, en otorgar indemnidad de la Municipalidad ante uso indebido del predio, o actos que conlleven daños sobre las personas asistentes al evento. La productora asume total responsabilidad y mantiene indemne a la Municipalidad por todo daño material o moral que devenga en reclamos judiciales o extrajudiciales. En el punto siete, se deja a cargo de la productora el control y admisión de espectadores, y la seguridad en las instalaciones y en los puntos de acceso –que fueron totalmente desbordados, sin ningún tipo de control–. Sin embargo, el último punto constituye a la Municipalidad como fiadora de las obligaciones de la productora. Según el artículo 1574 del Código Civil y Comercial de la Nación se indica que “hay contrato de fianza cuando una persona se obliga accesoriamente por otra a satisfacer una prestación para el caso de incumplimiento”. Ahora bien, ¿aplica para un caso penal que pueda derivar de los dos fallecimientos, o opera como fiadora únicamente en las consecuencias civiles o comerciales que conlleven los incumplimientos de la productora? Quedará para la conveniente interpretación de los abogados y al arbitrio nunca imparcial de un juez. 

Dos familias están destrozadas y no tienen vuelta atrás. Miles, como la mía, vivieron el fantasma de Cromañón por un relato tan grande como inexacto. La justicia deberá responder a las primeras, mientras que los medios y los oportunistas políticos a las segundas. Todos tienen respuestas. Yo tengo más dudas que el desierto arena. Quizá esto sólo pueda solucionarse si el Indio Solari abandona los escenarios. O si ningún nuevo artista vuelve a convocar a tanta gente junta, o si las entradas valen el triple y reprimen a quien quiere ingresar sin ella. O si en lugar de público de “esa clase”, la masa es de un público “mejor” y más consciente. Creo que este nuevo circo de información nos hace perder la oportunidad que tenemos para callarnos las torpes certezas y reflexionar sobre nuestras propias miserias. 

* Sobreviviente de Cromañón.