De escándalos amorosos la historia de la literatura está plagada. La cultura popular y los medios también han dado material de sobra. Pero quizá la primera gran diferencia de la bataola que se desató entre Oscar Wilde y su joven amante, Lord Alfred Douglas, es que los trapitos al sol no fueron unos pobres 240 caracteres y bloqueo posterior, sino que los reclamos cruzados nos regalaron dos jugosísimos libros, escritos con exquisito veneno. En cada uno de ellos, no solo se revelan detalles bajo sábanas, escarceos y miserias de esa relación, también se pinta el fresco de una época y las tensiones de la crítica literaria de fines del siglo XIX, haciendo de los dos títulos documentos histórico sin precedentes.

Primero vino De Profundis, la obra que Wilde escribió en el cárcel después de haber sido acusado de sodomía por el marqués de Queensberry, padre de Douglas, y condenado a dos años de trabajos forzados. Las desgracias de Wilde después de la pena se sucedieron como fichas de dominó: la bancarrota, la pérdida de la custodia de sus hijos, la muerte de su madre mientras estaba en prisión y sobre todo el lastre de una sociedad dispuesta a prender la primera chispa de la hoguera. De las entrañas de ese magma de frustración, dolor y resentimiento por el abandono de Bosie (así llamaba Wilde a Douglas) sale De Profundis, un vómito descarnado, con algunas notas de perfume a sándalo, ya que al mismo tiempo es considerada una obra que denota el tránsito espiritual de Wilde después de haber pisado el infierno.

"Después de una larga e infructuosa espera, me he decidido a escribirte, y ello tanto en tu interés como en el mío, pues me repugna pensar que he pasado en la cárcel dos años interminables sin haber recibido de ti una sola línea, una noticia cualquiera: que nada he sabido de ti, fuera de aquello que había de serme doloroso”, empieza diciendo Wilde en su carta. Pero como toda carta despechada, espera una respuesta de su interlocutor, no se resigna a la indiferencia y dice que a pesar de la tristeza su corazón aun recuerda el amor que sintió. La respuesta tardó tanto que cuando apareció Wilde ya estaba muerto. Esa respuesta, áspera como papel de lija hoy nos llega en la forma Oscar Wilde y yo publicado por la editorial Granica.

En el libro, Douglas parece un personaje creado por el mismo Wilde. Ampuloso en las formas, excéntrico, de lengua bífida, niño rico y caprichoso. Por cada tibio elogio que le hace a Wilde, le tira una tonelada de barro. Desde los problemas que tenía en su dentadura y el mal aliento que esto ocasionaba “para disimular solía taparse con la mano al hablar”, hasta cómo lo sostenía económicamente, con mensualidad enviada por su madre, para que pudiera escribir sin presiones, pasando por su sobrepeso o el tratamiento contra la sífilis por frecuentar prostitutos.

Dedica un capítulo entero a mostrar los pespuntes de El retrato de Dorian Grey, quizá la obra cumbre de Wilde que la crítica del época victoriana había calificado de empalagosa, nauseabunda, afeminada, sucia y contaminante. Douglas trata de desmarcase de todas los comentarios que lo posicionaron como inspiración de Wilde para construir a ese protagonista obsesionado con la juventud eterna y dispuesto a cualquier cosa por su narcicismo. Sin embargo, con el objetivo de mostrar que la cabeza de Wilde estaba podrida mucho antes de la llegada a su vida, nos trae una serie de artículos que hablan más del ojo que lee que de la obra misma. Así, por ejemplo, transcribe un fragmento del análisis que hizo la gaceta de Saint James donde un crítico indignado con la descripción que hace Wilde de la sociedad francesa, habla de “hombres depravados” y “hembras locas” que giran alrededor del joven Gray. El artículo propone arrojar el libro al fuego junto con otro que llama la otra rama del mismo árbol: se trata de El tributo virginal de la Babilonia moderna, una obra injustamente olvidada de otra Butler, Josephine (1828-1906), feminista y reformista británica, preocupada especialmente por los derechos de las prostitutas.

A diferencia de De Profundis, donde Wilde con un prosa aterciopelada hace un llamado a la moral por sentirse traicionado, citando clásicos y hasta fragmentos de la Biblia, Douglas no se va con vueltas y le pega un tiro por elevación “no lo voy a acusar a haber tomado mis vinos, devorado mis rentas, corrompido mi inteligencia y hacerme desperdiciar los más hermosos años de mi. Me hago cargo de mi parte. A lo hecho, pecho”.

Durante el juicio a Wilde se utilizó un poema de Douglas que termina con la frase “the love that dare not speak its name" (el amor que no se atreve a decir su nombre). Acá ya no solo se atreve, sino que le dedica más de 300 páginas.