El poder de las imágenes de El triunfo de la voluntad , esa obra maestra del cine de propaganda nazi (y del cine de propaganda política a secas), confirma su estatus indeleble en la constante reutilización de algunos de sus planos más reconocibles. Sólo durante los últimos meses, los encuadres en constante movimiento de la realizadora Leni Riefenstahl supieron ocupar la pantalla durante una parte de las secuencias de títulos de apertura de la miniserie The Plot Against America y de Jojo Rabbit . la película del neozelandés Taika Waititi. Otros fragmentos de ese documento histórico también forman parte del arranque de Una vida oculta, el último largometraje del cada vez más prolífico Terrence Malick. En otras palabras, el documental –por cierto, con altas dosis de puesta en escena– que registró el congreso del partido nacionalsocialista en la ciudad de Nuremberg en 1934 continúa representando en su máxima expresión aquello para lo cual fue creado: la culminación del proceso de construcción de una imagen, el epítome del nazismo como marca. Pero la historia del film de Malick no tiene como protagonistas a los líderes. Es una historia de personas comunes, muy alejadas de las cúpulas del poder: un matrimonio de campesinos austríacos, los Jägerstätter, para quienes los tejes y manejes de la política internacional y el advenimiento de la mayor conflagración bélica jamás vista por la humanidad parecen cosas tan foráneas como inimaginables. Franz y Fani llevan una existencia esforzada pero feliz y la vida comunitaria, a pesar de sus vaivenes, es amable y pacífica. El heimat –esa palabra del alemán que suele traducirse como “hogar”, “tierra paterna” o “terruño”– lo es todo: el lugar de origen y el de la descendencia, lo que da cobijo y habilita la posibilidad de la vida, quien alimenta y ofrece a los ojos, el tacto, el oído, el gusto y el olfato el mayor espectáculo que la naturaleza es capaz de proveer. Es también una de las principales víctimas del advenimiento de la guerra: Sankt Radegund, el lugar donde transcurre una parte sustancial de la acción, ya no volverá a ser el mismo a partir de cierto día de1939, cuando los alemanes comiencen a llamar a las armas a todos los hombres en edad de servir como soldados. La vida de Franz y la de su esposa Fani tampoco volverá a ser igual.

A la hora de sentarse a escribir el guion de Una vida oculta, Terrence Malick –el legendario cineasta estadounidense, responsable de títulos como Días de gloria, El árbol de la vida y La delgada línea roja– tomó como sostén elemental la historia real de Franz Jägerstätter, un campesino austríaco que terminó transformándose en objetor de conciencia cuando este término ni siquiera había sido inventado. Luego de la anexión de Austria al Tercer Reich, Jägerstätter no quiso levantar el fusil y terminó sentenciado a muerte y ejecutado en agosto de 1943, a los 36 años. Católico practicante, hace poco más de una década la Iglesia lo beatificó, nuevo ejemplo de restauración tardía que tiene (y bastante) que ver con la historia del personaje real y con aquella narrada por el film. A lo largo de casi tres horas, A Hidden Life vuelve a poner de relieve muchos de los temas que (pre)ocupan a Mallick, aunque en esta ocasión –en parte, quizá, por estar basada en hechos reales– las cuestiones trascendentales y filosóficas, ese misticismo que empapa sus relatos de manera cada vez más ostensible, parecen estar más ancladas en lo concreto y cotidiano. La decisión de Franz y su consiguiente martirologio tienen causas y consecuencias profundas y mundanas, religiosas y seculares, privadas y públicas, personales y familiares. En las primeras escenas, marcadas por ese particularísimo estilo visual y rítmico inmediatamente reconocible (el uso del gran angular, la fotografía preciosista, los cortes de montaje abruptos), Franz deja su pueblo y participa de un entrenamiento militar que le deja una única enseñanza: nunca podrá apoyar con su cuerpo, su mente y un arma una causa como la del estado alemán. El regreso al hogar y al abrazo de su mujer y sus tres hijas es el inicio de una nueva vida, en la cual la defensa irrestricta de sus convicciones no hará más que horadar y destruir todo aquello por lo cual había luchado hasta ese momento. El papel de Franz está interpretado por el actor alemán August Diehl –a quien algunos espectadores recordarán por su rol en El noveno día, la película de 2004 de Volker Schlöndorff, y otros por su pequeña pero inolvidable participación en Bastardos sin gloria– y el de Fani por la austríaca Valerie Pachner. Es ella quien confirma, en comunicación telefónica exclusiva con Radar, que su lugar de nacimiento, la ciudad de Wels, es muy cercana al sitio en donde ocurrieron los hechos reales que le dieron origen a la historia. “Crecí en un lugar a unos 50 kilómetros de St. Radegund y tenía conocimiento de la historia de Fani y su marido. No es que la gente hablaba todo el tiempo de ellos, pero su historia siempre fue algo familiar para mí, desde muy pequeña”. El pueblito rural de Sankt Radegund tiene hoy en día menos de 600 habitantes, por lo que no es necesario tensar demasiado la imaginación para forjarse una idea del lugar hacia finales de la década del 30.

Un futuro ominoso

Para Pachner, el proceso de casting de la película fue absolutamente estándar, aunque no puede dejar de mencionar que se sintió sorprendida cuando resultó elegida, ya que “hasta ese momento sólo había participado en un par de películas. Me considero una actriz de teatro, terreno en el cual tengo una historia, pero nunca imaginé que el cine ocuparía un lugar tan importante en mi carrera. Mucho menos cuando hablamos de producciones internacionales como Una vida oculta. Lo único realmente inusual fue la velocidad con la cual tomaron la decisión”. La siguiente pregunta se impone por su propio peso. La de Malick es una figura extremadamente escurridiza y su reticencia a la hora de ofrecer entrevistas a la prensa o al público tiene estatura mítica. Incluso es difícil encontrar fotografías suyas durante los rodajes, mucho menos posando para el lente de una cámara profesional. Para la actriz, sin embargo, el cineasta nacido en Ottawa, Illinois, en 1943 –y autor de ese díptico indispensable del cine estadounidense de los años 70: Malas tierras y Días de gloria– “todo ese misterio respecto de su figura pública desaparece cuando está delante tuyo. Es una persona muy abierta, hace chistes, es gracioso. Es alguien con quien se puede hacer conexión muy fácilmente. En cuanto al trabajo en el set, es interesante porque no es tan estricto como muchos imaginan. No es un realizador que se atenga ciento por ciento a lo que dice el guion y siempre deja que la historia respire, que en el rodaje todos hagan sus contribuciones. No tiene miedo de perder el control. Como actriz, sentí que me apoyaba para que no fuera simplemente alguien que dijera sus líneas sino que contribuyera en el proceso artístico. Hubo lugar para la improvisación y para explorar el personaje y la historia. Eso me pareció inusual y también maravilloso”. El trabajo de fotografía digital de Jörg Widmer (toda una primera vez para Malick, acostumbrado al rodaje en fílmico) ofrece varios planos de una belleza sobrecogedora, como suele ser la costumbre en sus películas. Pero también permitió jugar aún más con la dirección actoral. Malick tiene una manera muy particular de filmar, afirma Pachner. “Por ejemplo, muchas veces rodábamos planos de 30 o 40 minutos sin cortar. Los actores podíamos saltar o pasar detrás de la cámara y él nos daba órdenes o nos decía que repitiéramos una acción o cambiáramos tal o cual palabra por otra distinta. Otro detalle interesante es que sólo se trabajó con luz natural, por lo que no había interrupciones para hacer cambios de iluminación. Tuvimos mucho tiempo, a diferencia de lo que suele ocurrir en otras películas, donde hay que correr para tener lista determinada escena. Nunca tuve esa sensación durante el rodaje. El lente gran angular permite que los actores puedan moverse en libertad y la cámara gire alrededor suyo. En muchas ocasiones el proceso de filmar una película se siente como algo muy claro, definido y directo, pero Malick trabaja de otra manera. Es como si quisiera que los actores lo sorprendieran, que ocurran cosas que no estaban en su cabeza y, por lo tanto, tampoco en el guion. En lo personal, eso me permitió sumergirme por completo en la historia”.

En la ficción, Franz no sólo se rehúsa a contribuir económicamente con los veteranos de guerra. Tampoco le interesa recibir los subsidios estatales que le corresponden por haber sido entrenado como soldado. Las miradas en el pueblo comienzan a ser poco amables. Más tarde, llegarán las represalias: la falta de apoyo comunitario en las faenas del campo, el robo de verduras, alguna pelea verbal y física en medio de la cosecha. Mientras tanto, en un momento de descanso, las manos de Fani y Franz, con sus uñas eternamente sucias de tierra, se entrelazan y elevan hacia el cielo, conscientes de un futuro cargado de señales ominosas. A mitad de camino, cuando Una vida oculta ya ha enseñado algunos de sus temas–el concepto de traición, las convicciones humanistas, el deber versus el deseo, las consecuencias en terceros de las acciones personales– Franz es detenido y trasladado a la prisión de Tegel, en Berlín. A partir de ese momento, la película recurre nuevamente a las voces en off de los protagonistas, reconstruyendo la forma de misivas leídas en voz alta. Las mismas que Franz y Fani intercambiaron en la vida real durante meses y que fueron luego recopiladas en forma de libro. “No nos interesaba recrear a Fani Jägerstätter a partir de la manera en la cual se movía o hablaba”, comenta Pachner respecto de su papel. “Fue algo que hablamos y la idea era lograr algo más universal, por llamarlo de alguna manera. Pero fue muy bueno poder leer el intercambio de cartas y mirar un documental televisivo de 1996 llamado La viuda del héroe, donde puede verse a una Fani muy anciana y frágil. Fue importante porque al nutrirme de ese material pude darme cuenta de que, a pesar de haber atravesado instancias muy duras, ella nunca perdió la fe en todo lo bueno que ofrece la vida. Si hubiera tenido que interpretar el personaje exclusivamente a partir de mis impresiones seguramente hubiera derivado en algo diferente, tal vez alguien más amargo y lleno de furia”. Lo más inesperado ocurrió durante el rodaje, en locaciones muy cercanas al sitio donde tuvieron lugar los hechos reales. Un día, cuenta Pachner, una de las hijas de Fani, Maria, recorrió los sets y tuvo un encuentro con la actriz. “No queríamos entrometernos en su vida, pero fue algo muy especial que pudiera estar presente durante la filmación. Los hechos ocurrieron hace no demasiado tiempo y eso nos hizo sentir que contar la historia era aún más importante. Ese encuentro hizo que todo el proyecto fuera todavía más importante a nivel personal”.

Los límites de la cordura

A pesar de no sufrir ninguna clase de encierro físico, el calvario de Fani no es más suave que el de Franz. El repudio del pueblo se transforma en una carga pesada, por momentos insoportable. Su padre, comprensivo, le dice que es mejor padecer una injusticia que infligirla, poco antes de acompañarla a Berlín para encontrarse por última vez con su esposo. En la cárcel, las torturas físicas y, sobre todo, las psicológicas, amenazan con alterar para siempre los límites cada vez más difusos de la cordura. Pero Franz es testarudo. Antes del final anunciado, y de una extraordinaria y potente secuencia, el juicio por traición permite una pequeña participación de Bruno Ganz, el gran actor alemán fallecido hace poco más de un año. Respecto del uso del inglés como el lenguaje utilizado por los personajes –excepto algunos diálogos secundarios en alemán–, la actriz admite que “fue un tema que surgió en algún momento. Obviamente, Terry es estadounidense y eso tuvo que ver con la decisión, junto con el hecho de llegar a una audiencia más grande. Pero lo que entendí durante el rodaje fue que no importa el idioma que se hable, porque en algún punto la idea es que la historia ofrezca un elemento universal. Por supuesto, ocurre en Austria, pero tiene un fuerte elemento de parábola y podría transcurrir en cualquier otro lugar del mundo”. Esa universalidad ambiciona confirmarse en la frase que aparece en pantalla antes de los títulos de cierre. Se trata de una cita de George Elliot, el seudónimo de la escritora británica Mary Anne Evans, fallecida muchos años antes de los hechos narrados por Una vida oculta, cuyo título proviene precisamente de esas líneas. “Que el bien siga creciendo en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que las cosas no vayan tan mal entre nosotros como podría haber sido se debe en parte a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta y descansan en tumbas que nadie visita”.}