“Complejo”, fue el calificativo que más se escuchó en los últimos días en torno al estreno de Adriana Lecouvreur. Por varios y ya explicados motivos, se sabe que “compleja” fue la gestación de un título ya de por sí “complejo” en su estructura y sus exigencias vocales y escénicas. El martes, como estaba previsto, finalmente la ópera de Francesco Cilea abrió la temporada del Teatro Colón y si bien es justo señalar que los artífices del gran esfuerzo salieron en general airosos del desafío –algunos hablaban de “patriada”–, por sobre los calificativos posibles ronda el peso de lo “complejo”.

Fue una Adriana Lecouvreur en muchos aspectos lograda, pero sin brillos particulares. No entusiasmó, ni mucho menos. Posiblemente haya sido ese el precio de tanta “complejidad”: la carga de “la pesada herencia” que hubo que remontar. La extensión, la abundancia de personajes y la trama que da por sobreentendidos algunos detalles, son cruz y delicia de la ópera romántica. Como suelen ser en el Colón los conversados intervalos de las funciones Gran Abono.

Por lenguaje y temperamento, Adriana Lecouvreur es una ópera romántica. Por cuestiones de extensión, las versiones sucesivas a su estreno en 1902 fueron suprimiendo, por ejemplo, la escena que explicaría el origen del veneno que termina con la protagonista; y más tarde otra que aclara por qué Adriana había empeñado las joyas que recupera en el cuarto acto. No obstante, el drama logra un ritmo escénico eficaz, que la música de Cilea sostiene con celo y mesura.

El compositor italiano se separa de la hinchazón verista escuchando a Francia, si bien está más cerca de Massenet que del Debussy que estrenaba Pelléas et Melisande el mismo año. El recurso de identificar personajes con un motivo determinado queda a mitad de camino, tal vez por la falta de desarrollos interesantes en cada situación. En este sentido resulta curioso que una ópera con tanta oportunidad para el beso y la franela, tenga una música tan poco sensual. La puesta y estupendos vestuarios de Aníbal Lápiz se ajustaron al lugar y la época en que se desarrolla el drama: París, 1730. Más que un mérito en sí, se trata una elección entre tantas posibles.  

Si en general el primer acto, el foyer del teatro de la Comedia, resultó algo recargado, logró de todas maneras imprimir el ritmo adecuado –el de una ópera cómica–, sostenido por un muy buen Michonnet. El desdichado al servicio de la razón encontró un intérprete ideal en el barítono Alessandro Corbelli, que fue creciendo con el pasar de los actos.

También con el pasar de los actos se fue consolidando el tenor calabrés Leonardo Caimi, que compuso un buen Maurizio, sobre todo a partir del aria Acerba voluttá. Virgina Tola, bajo la onerosa carga de ser la repentina reemplazante de la Gheorghiu, fue una Adriana correcta. Poco se le puede criticar a la soprano que debutaba en el personaje, tal vez algo en lo escénico más que en lo vocal. Del mismo modo, poco se le puede destacar. Sergio Spina delineó un convincente Abate de Chazeuil, como hizo Fernando Radó con el príncipe de Bouillon. Más presencia escénica que carácter vocal mostró la búlgara Nadia Krasteva, en el papel de la princesa de Bouillon.

Por lo que se escuchaba desde la platea, la relación entre cantantes y orquesta, no fue de las más equilibradas. Esto fue en desventaja de las voces. Mario Perusso, que a último momento reemplazó a Francesco Ciampa al frente de la Orquesta Estable, cumplió y se fue asentando: más que acompañando comenzó empujando y terminó en un muy buen cuarto acto, que es seguramente, y no sólo por el preludio, lo mejor de la partitura de Cilea.  

Un inicio modesto para una temporada de la que se espera más.