Los cantos polifónicos de los pigmeos, Steve Wonder, Morton Feldman, Jorge Ben, Charly García, Walter Venencio... Martín Buscaglia no para de hablar, enhebra temas y pensamientos, y a cada instante contradice el título de su nuevo, sorprendente disco: Basta de música. Claramente el título representa una paradoja: el disco tiene demasiada música. Abre un abanico de canciones de muy diferentes estilos y timbres; una caja de pandora de ideas rítmicas y líricas poco habituales. Basta de música transita momentos de liviandad y espesura y es, al fin, un derrame de pura, altanera canción popular.

Cuando se le comenta la potencia del disco, Buscaglia dice por videollamada desde Montevideo, apenas, “gracias”. Pero los ojos claros se le iluminan como si despidieran rayos y no suena inmodesto cuando subraya: “Sí, yo también creo que es un gran disco. Y el título… ¡estoy a favor de cierta altanería! Le tengo fe a esto, voy al frente. Me cansan los que dicen: ‘El mío es un disco pequeño, de canciones chiquitas’. En esta era obesa en la cual parecería que se hace música porque se puede y no porque se debe... bueno, ahí está. ¡Basta de música entonces!”.

La trayectoria de Martín Buscaglia define un perímetro entre Uruguay, España y Argentina. En los tres países es en mayor o menor medida un músico resbaladizo, complicado de atrapar. Todavía conserva, a pesar de una obra ya robusta, la oblicua condición de ‘secreto a voces’. Tal vez esa categoría, como la del “artista de culto”, no sea más que un lugar común. Todo músico necesita ser escuchado tres, ocho, diez veces, y canciones como la mayoría de las de Buscaglia un poco más. Estos temas tienen dobleces, sentidos ocultos, guiños, referencias. Su autor se mueve dichoso entre la experimentación y el homenaje, el ejercicio de estilo y la mueca pueril, la tradición uruguaya y las búsquedas rítmicas globales tanto en países centrales como de la periferia. Un famoso escritor apuntaba que en El Corán no hay camellos; en la música de Buscaglia no hay mate o fútbol. La uruguayidad está presente como una respiración, en lo inadvertido de un acento y en el linaje. Nació en una cuna oro, en una casa donde Eduardo Mateo se pavoneaba por el patio para sentarse a componer alguna canción con su padre o con Rubén Rada. Es hijo de Horacio “Corto” Buscaglia, el autor de la letra del clásico “Príncipe azul” que compuso con Mateo, un personaje clave en la cultura popular más sofisticada de los años 60 y 70, actor, director teatral, poeta y compositor, y uno de los motores del candombe beat, de la genial Musicasión 4 y ½ –esos textos, “los mojos”, de un absurdo brillante- y del mítico colectivo musical Canciones Para No Dormir La Siesta, que lideraba su mujer Nancy Guguich. De ahí proviene Martín Buscaglia: de un estado de efervescencia en la que resultaba natural la mezcla de dosis de hippismo, revolución, beat, surrealismo, existencialismo, non sense.

PRÍNCIPE AZUL

“Libros, música y calle”, resume su estirpe. “Llevo bien alto el estandarte de mi viejo. Hace poco compilé sus textos y poemas en un libro, Mojos. Estaba a punto de grabar un álbum de canciones que compuso con Mateo, con Rada, Urbano Moraes, Pippo Spera, pero elegí la palabra. Mi viejo manejaba muchos registros: dirigía teatro, recitaba, actuaba, componía, escribía para periódicos, militaba políticamente, conducía un programa radial por las noches. En el centro, siempre, la poesía. Por eso el libro lo hice con Gustavo Wojciechowski, un poeta uruguayo que conoce perfectamente su obra, y salió por su editorial, Yagurú. También es muy importante mi vieja, que vive, tiene 76 años. Cada vez que salgo con ella por el barrio no pasa una cuadra sin que alguien la salude. Los más veteranos, cuando me ven, me dicen: ‘Faaaa! ¡Sos la exacta conjunción de Horacio y Nancy!”.

¿No es un peso ese tipo de comentario?

-Ni un poco. Mi tiempo y mi lugar son estos, y soy lo que soy. Conozco qué significa pasar hambre por el hecho de hacer música, y así como mis viejos vivían en una casa abierta, yo elegí también vivir en un complejo que es una especie de comunidad de artistas. Pero no me como la del romanticismo de aquel tiempo. Hay un costado que no me interesa, y no hablo de mi viejo. No me interesan los ‘destroy’, los llorones. Los que se hacen los William Blake sin ser Blake. Me gusta Jorge Ben, que habla de la maravilla de vivir. Y Mateo, ta. Vivió como vivió, es cierto, pero Mateo era un ser luminoso. Como El Príncipe. Te puedo contar muchas historias puntuales alrededor de mi infancia, que me marcaron. Las atesoro. ¡Vamos a estar horas hablando de esas épocas...!

Y vamos...

-Mirá, Canciones Para No Dormir La Siesta es un mojón en la cultura del Uruguay, en la resistencia contra la dictadura. Fue creada por mi madre junto a Walter Venencio, un músico maravilloso al que, por ejemplo, Jaime Roos le dedicó uno de sus primeros discos. La cosa es que hace añares Venencio desapareció misteriosamente de la faz de la tierra. Walter me llevaba a remontar cometas a la rambla en la época en que vivíamos en Barrio Sur. Mi primera banda de adolescente, con la que empecé a tocar en vivo, la formó Popo Romano y tenía ¡tres bajos!: Popo, Walter y yo.

¿No se sabe nada de Walter Venencio?

-Nada de nada, tremendo, se esfumó. Otra historia: recuerdo salir de una función de una obra llamada Tres bigotres, que hacían mi viejo, Mateo y Pippo Spera, e ir a un boliche hasta que bajaron las cortinas. Estaba Hugo Fattoruso también. Entre todos le escribimos una carta en servilletas a Urbano Moraes, que en esos tiempos vivía en Andalucía y extrañaba como loco. Yo tendría ocho años: en mi parte de las servilletas le escribí un poema. Urbano siempre dice que a raíz de esa carta grupal regresó a Uruguay. Mi parte de servilleta se transformó en una canción llamada "Paloma azul", del primer disco solista de Urbano , hoy uno de los más buscados por los vinilómanos coleccionistas eruditos del mundo en música uruguaya, que los hay. En ese mismo disco hay una canción titulada “Comentando” , en la cual debajo de unos colchones de teclas de Ricardo Nolé se escucha una charla de amanecer en “El fondito” de casa –como lo llamaban-, luego de una noche de composición. Si se presta atención se puede entender bastante la charla. Es una delicia.

¿Por qué?

-Se oye, por ejemplo, que mi viejo decide no ir a trabajar para desayunar, cerrar la noche y terminar una canción. Esa era la bohemia. Pero para mí es un error pensarlo como un mero divague. A mi juicio es más claro verlo como un ritual: estaban encauzando fuerzas poderosas que andaban en el aire, las que generaban entre ellos y las de la época. Esas fuerzas son necesariamente un poco indómitas. Y luego estaba la claridad y la destreza y la entrega y la determinación para atrapar lo que allí brillaba.

LOS SONIDOS IMAGINARIOS

Hizo base en España empujado por quien modeló al último Camarón de la Isla, el gran compositor, arreglador y cantante Kiko Veneno. En la Argentina tiene aliados a los cantautores que forjaron sus estilos con faros uruguayos, como Mateo, Cabrera y Gustavo “El Príncipe” Pena. Buscaglia se multiplica en todas partes, casi como un reflejo de sus maneras esponjosas que absorben lo mejor de cada casa. El desparpajo en su música se puede advertir en el formidable programa de radio que condujo hasta el mismo instante en que empezó la grabación de Basta de música. El ciclo se llama La casa del transformador –hay unos cuarenta programas disponibles en internet– y ostenta una apertura de géneros saludablemente demencial, sumada a la pedagogía nerd y el swing que le imprime Buscaglia. Para decirlo sin vueltas: si no fuera músico, Buscaglia destacaría como un informadísimo conductor de radio. Va de los dulces instintos asesinos de la francesita Claudine Longet a la poesía de Marosa Di Giordio (“Los hongos crecen en silencio”), de una letra traducida de Tom Waits a Manuel Onis, de Carl Malcom a Lana del Rey. “No sé cuándo, pero voy a volver a hacerlo. Me da mucho placer. Paré para grabar.”.

Hacía tiempo que no sacaba un material propio, de canciones nuevas. Su disco solista anterior, Temporada de conejos, tiene ya diez años. En el medio trabajó muchísimo: sacó un disco con un personaje insondable de Montevideo llamado Antolín –casi un gesto dadaísta de Buscaglia–, giró con Fernando Cabrera, con Mandrake Wolf, tocó con Julieta Venegas... 

¿Basta de música es un disco que sale por acumulación de material? Una década no es poco tiempo.

-No, no, son todas canciones nuevas. Está marcado por el trabajo de estos años, sí, que fue intenso y variado. Pero las canciones son nuevas. Muy nuevas. Incluso sobraron. Algunas las tenía grabadas y decidí sacarlas del disco a último momento. No quería que fuera extenso.

A lo largo de poco más de media hora, Buscaglia ofrece un menú gourmet que incluye un huayno electrónico, canciones con dulcimer a la manera del Blue de Joni Mitchel pero procesado por Mateo solo bien se lame, candombes truncos, funk, trance, una improvisación instrumental. Las letras van por sentencias que quedan suspendidas hasta volverse dudas, se detienen en preguntas o en instantáneas naturalistas: el doble filo del amor como una forma de la complicación -“el” problema, al fin-, los instrumentos como objetos independientes que pueden dominar al ejecutante, la canción como Caballo de Troya para contrabandear contenidos (“caballo hueco nuestra labor/ entrando en la muralla”), la historia de haber encontrado tirado como un linyera en una calle de Roma al actor Gene Anthony Ray de la película Fama y un final melancólico que habla de “la tragedia del arte” y que no obstante lleva como título “La comedia”. “¡No podía ponerle ‘La tragedia’! Fue la primera canción que compuse para el álbum y supe que iba a ser la que lo cerraría”, dice. “El disco se espesa a medida que avanza. Armónicamente está armado como una invocación, yo digo un guiso macumbero. Las tonalidades de las canciones van bajando poco a poco hasta reiniciar, quiero creer, centrífugamente”.

“Leroy” está planteada como un canción de apariencia infantil, pero cuenta el dramón de un actor decadente.

-Sí, de hecho cantan mis dos hijos, Juana de 13 y Rocco de 8. La historia es real. Encontré a Leroy, el personaje de Fama, tirado en la calle en Italia. Yo soy fan de la película y también de la serie. Estaba grogui el loco. Lo invité a la casa donde parábamos con mi familia, nos quedamos charlando toda la noche y se quedó a dormir en el living. Cuando despertamos pusimos la canción de Fama, y nos largamos todos a bailar. Un tiempo después me enteré de que había muerto.

En “Para vencer” decís “bendigo a mi enemigo/ por guardarme una porción de su corazón”

-Y sí... Ese tema empieza bien Mateo, con ese dulcimer, y después se vuelve Charly García. Para mí Charly es el artista argentino más grande. Yo alguna vez me perdí para siempre en el Triángulo de las Bermudas que forman Charly, Spinetta y Páez. Fito narra, Spinetta es, no sé, un I Ching. Soy fan fan de Spinetta... Pero Charly es totalmente inimitable.

El disco tiene, al fin, cierta economía sonora.

-Sí, yo toqué el piano, que es un instrumento que no domino... Me gustan los músicos que tocan instrumentos que no son los propios. Salvando las distancias, ¿escuchaste alguna vez a Hugo Fattoruso tocando el bajo? ¿O a Stevie Wonder tocando la batería en “Superstition”? Para mí hacerme cargo del piano en este disco fue como cabalgar un dragón. Y no quería tocarlo tímidamente por no ser pianista. No: cero pudor. Fui a fondo con mi técnica neófita y traté de acercarme a pianistas que adoro, como Bola de Nieve. Después trabajé con lo que llamo “sonidos imaginarios”. Hay canciones que no tienen bajo, por ejemplo. No los necesitás: yo creo que los escucha tu mente ya formateada después de más de medio siglo de cancionero pop

PAGAR O NO PAGAR LA LUZ

Hay una frase que le decía su padre que siempre que puede la recuerda: “Haz lo que te plazca si no tu mente se casca”. Vuelve una y otra vez al origen, como eso caballos que jamás pierden de vista el palenque. “Me acuerdo patente una vez que estábamos en casa y cortaron la luz porque hacía siglos que no la pagábamos. Era una de vela y guitarras. Hermoso. Un día mi viejo recibe un premio por un laburo de publicidad. Odiaba ese ambiente, pero lo resultaba sencillo sacar un mango ahí. Iba a usar el dinero del premio para saldar la deuda de la luz, pero justo cayó gente y el dinero fue a parar para comprar comida para una tremenda comilona. Ok, pasamos una semana más sin luz, pero el pollo estaba delicioso. Ese pollo es, para mí, hoy, revelador. Es decir: cómo manejar las prioridades”.

Habla de la cuarentena (“hay demasiada verborragia, mucho artista que utiliza el altruismo como coartada”) y de las líricas. “Creo que fue David Markson quien dijo algo así como que la poesía cuenta las cosas como son; la historia es un recorte, una interpretación. Acuerdo con esa idea”. Dice que no se considera ecléctico, que todo lo que le gusta convive “armoniosamente”. Tuvo la oportunidad de estar cerca y hacer música con dos leyendas de la música uruguaya, similares en su aura y asimismo totalmente diferentes, cuyas obras fueron determinantes en ciertos ámbitos de este lado del río: Eduardo Mateo y El Príncipe. Si bien Mateo fue reconocido en vida, al menos por sus colegas, El Príncipe fue un artista ignorado hasta hace poco tiempo. Más allá del perfil de artista maldito, los procedimientos estéticos de cada uno han sido distintos. “El Príncipe tiene una extraña injerencia en la música uruguaya. Fue descubierto en su justa grandeza por los jóvenes. ¡Y los jóvenes suelen tener razón! Los de su generación no le daban mucha pelota. Creo que la cualidad y la calidad de la música de El Príncipe no solo se lee mejor ahora... ¡es mejor ahora! Es mejor El Príncipe escuchado en el siglo XXI que en el siglo XX. Mateo no: estaba adelantado a su tiempo. No es un cliché la frase, necesitabas un rato para alcanzar el lugar donde habita la novedad deslumbrante de la música, poesía, ritmos que proponía. Con El Príncipe fue al revés, necesitabas un tiempo, pero para comprender la simpleza inherente a su música”.

¿Y vos? ¿En qué lugar te ubicás?

- Bueno, hay mucha distancia, por supuesto. Yo simplemente quiero hacer y relacionarme con cosas que me parecen que valen la pena, que me entusiasman, que me hacen cambiar de opinión, que son poderosas. Hacer las cosas bien no es un objetivo al que quiero llegar.

Un puerto, pero desde donde salir.

-Exacto. Un atalaya, un trampolín desde el cual saltar. Y ahí la cosa se empieza a poner interesante. Es un sitio más allá del bien y el mal. Estás ahí: con la canción, con el instrumento, con el público, con tu cuerpo, con la presión de los dedos al armar un acorde, con la palabra, la voz, los géneros. Y siempre, como dice la canción, “caballo hueco nuestra labor, entrando en la muralla”. Que nada se note. Confiar en lo implícito. Y alejarse de lo solemne y lo llorica.

Ese sería, digamos, tu plan estético.

-Sí, pero a su vez quiero decirte que, para mí, no hay nada más dulce que cambiar de opinión. Es una de mis disciplinas preferidas. Esto es música, loco. Sirve para la guerra, para los funerales, para los casamientos. Para mí es, siempre, una celebración. Todo vale. El error también.