Cambian los consumos, las tecnologías y las sociedades, pero la pregunta sigue revoloteando la mente de todos los comediantes frente a una hoja en blanco. ¿Existe algún límite para hacer humor? Desde hace décadas existe una subgénero cuyo objetivo primordial es gritar a quien quiera oírlo que “no hay nada que pueda ser tan trágico como para que no podamos bromear sobre ello”, según sostuvo alguna vez Richard Pryor, uno de los referentes del arte de hacer reír al público desde un escenario despojado, con apenas una silla alta en el centro y un haz de luz cayendo sobre ella. Es casi un milagro que el stand up haya generado, durante la última y década media, tantos adeptos en un país hipersensible como la Argentina, donde todo chiste es falible de terminar con una lluvia de insultos en redes sociales o incluso con una denuncia en el INADI. Pero lo cierto es que el formato vive una edad de oro gracias al talento y el desparpajo de esos hombres y mujeres dispuestos a ventilar en público sus miserias más íntimas, tal como demuestra la voluminosa oferta que puede verse en Netflix, el servicio de streaming que picó en punta a la hora de masificar este tipo de contenidos. 

Pero al principio fue distinto. Nacido en Estados Unidos a fines del siglo XIX como parte de los números que ofrecían los teatros de variedades, el stand up se convirtió durante la década del ’30 en un escapismo para las clases populares que sufrían en carne propia las consecuencias de la Gran Depresión generada por la caída de Wall Street de 1929. Los chistes satirizaban situaciones cercanas a los espectadores, quienes encontraban allí un reflejo deformado e hilarante de sus desgracias. Desde entonces reírse de uno mismo se convirtió en la característica central de un género que tendría una nueva vuelta de tuerca durante fines de los ’60 y principios de los ’70, cuando a la autorreferencia fue necesario sumarle un matiz político acorde a los tumultuosos años de la Guerra de Vietnam. El humor, entonces, debía vehiculizar un punto de vista, una manera de entender y pensar el mundo.

En 1975 llegó Saturday Night Live y ya nada volvió a ser como antes. Por allí pasaron los comediantes más importantes del último medio siglo. En su primera temporada, por ejemplo, estuvieron Dan Aykroyd, Chevy Chase y John Belushi. Un año después se incorporaría Bill Murray, y más tarde Eddie Murphy, Jim Belushi, Julia Louis-Dreyfus, Billy Crystal y Christopher Guest. Los ’90 fueron los años de Adam Sandler, Will Ferrell y Mike Myers; los 2000, de Tina Fey, Bill Hader y Kristen Wiig. Todos, obviamente, doctorados en el arte de la improvisación y el timing cómico gracias a sus pasos por The Comedy Store, The Laugh Factory o The Hollywood Improv, lugares que conforman la Santa Trinidad del stand up estadounidense. Para muchos la influencia más cercana es la de Jerry Seinfeld, que en la serie bautizada con su apellido elevó, junto al guionista Larry David, la vara de la observación satírica de la realidad hasta niveles inéditos. 

Así se llega a una actualidad en la que confluyen shows de diversos estilos y temáticas que demuestran que el stand up goza de buena salud. A continuación, entonces, un recorrido por algunas propuestas que pueden verse en la plataforma de la N roja: 


* Richard Pryor: Live in Concert. Si toda disciplina tiene un punto cero, el del stand up moderno es este show realizado por el que aún hoy es un referente indiscutible de la materia, el Maradona del micrófono y la improvisación. Casi todos los grandes comediantes de la actualidad, en especial los afroamericanos, reconocen en la pluma punzante de Richard Pryor -quien a su vez se nutría de la locura de Lenny Bruce, un talibán de la comedia que merecería una nota aparte- el combustible que prendió el fuego de la vocación. Elegido por la revista Rolling Stone como el mejor show de la historia, Live in concert fue grabado en 1979, cuando el mundo era absolutamente distinto al que es hoy. Lo que no cambiaron son los problemas que aborda Pryor mediante un arsenal de gags con fuerte contenido político. Hay lugar para la discriminación y la marginalidad de los negros, la violencia policial y una mirada nada autocompasiva sobre sí mismo. Como yapa vale mencionar que Netflix tiene en su catálogo dos grandes comedias de la dupla Pryor y Gene Wilder, Locos de remate (1980) y Ciegos, sordos y locos (1989).

Richard Pryor.

Eddie Murphy: Delirious. Uno de los hijos dilectos del humor de Pryor es Eddie Murphy. Si bien ese nombre quedó anclado al cine de acción y la comedia familiar de la segunda mitad de la década de los ’80 y los ’90, el actor alcanzó la fama sobre los escenarios de stand up. Corría 1983 cuando filmó este especial ante un teatro repleto de Washington dispuesto a celebrar chistes que hoy serían irreproducibles, pues difícilmente alguien se atrevería a, por ejemplo, burlarse tan procazmente de los homosexuales. Un síntoma de que la comedia es también hija de su tiempo. El humor de Murphy es grueso y soez, deliberadamente ordinario, y el 99 por ciento de sus gags termina con alguna referencia a su pito. Aunque es innegable el manejo escénico del actor y su talento vocal, con la imitación de James Brown como máximo estandarte, su monólogo opera como el registro arqueológico de un tiempo que ya no es.

Dennis Leary: No Cure for Cancer. Allá por 1992, mucho antes de probarse como actor protagónico en la serie Rescue Me y de ponerle la voz al tigre Diego de la saga animada La era del hielo, Dennis Leary recorrió los Estados Unidos con un monólogo que, como el de Murphy, hoy sería imposible de realizar. No porque se trate de un humor envejecido; más bien porque difícilmente la idea de un defensor a ultranza de los cigarrillos (“¿Para qué quieren poner fotos con gente muriendo en los paquetes? ¿Se piensan que no sabemos que fumamos cáncer?”) caiga bien en una época donde fumar ya no es tan cool como solía ser. Leary –siempre encendedor en mano– recorre diversas experiencias de la vida diaria a través de la mirada de su personaje, un reventado que vive para y por las drogas que no duda en definirse como “estúpido”. Y es también un insensible, lo que da luz verde para un guión que hace de la agresividad una norma y dispara munición gruesa contra la moral bienpensante de la cultura popular de aquellos años.

Adam Sandler.

Adam Sandler: 100% Fresh. Entre los amantes de la comedia hay un bando que defiende a ultranza a Adam Sandler y otro que lo cataloga de insoportable sin gracia y dueño de un humor infantiloide. Que estos últimos pasen de largo ante este show que marcó su regreso a las fuentes del actor con cara de huevo luego de naufragar durante un buen tiempo en el catálogo de Netflix. Volver las fuentes implica despojarse de los ornamentos de la fama y los mandatos comerciales, y abrazar la pureza de un escenario con un par de luces e instrumentos musicales. Apenas eso necesita para prender la máquina e interpretar al personaje de siempre, un tipo renegado de la adultez, caprichoso y egoísta que hubiera preferido quedarse en la adolescencia. 100% Fresh tiene una relación de chistes por minuto altísima, una constante en la filmografía de un comediante caracterizado por apostar siempre por la acumulación antes que la curaduría. Por momentos tonto y por otros cínico, siempre impredecible, Sandler demuestra que tiene cuerda para rato.

Ricky Gervais.

Ricky Gervais: Humanity. El británico sorprendió a todos cuando, desde su rol de presentador en la última entrega de los Globos de Oro, disparó contra Hollywood los dardos más venenosos que se recuerden en una gala de este tipo en mucho, muchísimo tiempo. Aquella noche estuvieron los inevitables chistes sobre la industria audiovisual, las películas y series nominadas y los actores, actrices y realizadores invitados, aunque filtrados por la corrosiva mirada de alguien que parece estar de vuelta de todo. Incluso se animó a mechar pedofilia y suicidios, dos de las especialidades de la casa, tal como demuestra este stand up en el que durante una hora el responsable de la serie The Office –que luego tuvo su remake en Estados Unidos– aborda un amplio abanico de temas de manera punzante, provocadora e inteligente.
Gervais es mucho más que un simple humorista que toma el micrófono para ventilar sus miserias y temores. Es alguien interesado en pensar la materia prima de su trabajo, en reflexionar sobre por qué nos permitimos reírnos de algunos temas y no de otros, los mecanismos detrás del humor y la importancia de elevar la apuesta cómica hasta que duela. De allí que uno de sus grandes mantras, dicho aquí, en aquella ceremonia y en sus redes sociales, sea que el humor puede ser malo o bueno, paternalista o hiriente, pero nunca mató ni matará a nadie. “Son solo chistes”, relativiza antes de preguntar a la platea qué recibe el chico sordo y ciego del orfanato para Navidad, y rematar con una patada directo a la canilla de las almitas sensibles: “Cáncer”.

Louis CK.

* Louis CK. “¿Saben cómo es mi forma de pensar?”, pregunta Louis CK, y luego responde: “Es estupidez seguida por autodesprecio y un análisis posterior”. Divorciado y con un par de hijas chicas que lo enloquecen, el pelado de barbita candado desapareció de la vida pública un par de años atrás, cuando durante el #Metoo fue denunciado por varias mujeres por haberse masturbado delante de ellas, y volvió hace unas semanas con un show llamado Sincerely que puede rastrearse en las catacumbas de internet. CK es el rostro emblemático del llamado pos-humor, un tipo de comedia donde la obtención de la gracia ya no es la prioridad máxima y en lugar del humor prima la incomodidad, con el malestar por encima de otras cosas. Sus guiones son cínicos, crueles, nihilistas y provocadores, tanto que muchos los consideran un cúmulo de golpes bajos. 

Es cierto que el pelado parece disfrutar yéndose a la banquina cada cinco minutos, pero también que llevó la idea del stand up como un ámbito sarcásticamente confesional mucho más allá que todos sus colegas y predecesores. Y nada de lavar culpas o de dárselas de progre arrepentido. Por el contrario, Louis es un observador perspicaz del norteamericano promedio, cuyos usos y costumbres son triturados a través de la mirada sarcástica y para nada autocompasiva. De allí que el menú incluya chistes sobre los discapacitados, el Holocausto, la depresión, la soledad y el tedio de una vida aburrida, monótona y célibe. En Netflix pueden verse tres de sus shows: Hilarious, Live at the Comedy Store y 2017.

Hannah Gadsby.

Hannah Gadsby: Nanette. La comediante australiana aborda cómo son tratadas las personas LGBTQ como ella o cualquiera que encarne la tan temida “otredad” norteamericana, en un show abiertamente confesional aunque con un tono más volcado a la deconstrucción que a la explosividad provocadora de Louis CK. Su hipótesis es interesantísima: “Toda mi carrera giró alrededor del humor autocrítico, pero no lo haré más porque la autocrítica, cuando viene de alguien que ya está marginado, no es humildad. Es humillación”, dice en un momento del especial. De allí en adelante, Gadsby revela los traumas sexuales y de género acarreados desde su adolescencia en Tasmania, una isla australiana donde la homosexualidad fue ilegal hasta 1997, haciendo de su micrófono un arma para demoler todos los lugares comunes instalados en el inconsciente colectivo a fuerza de una cultura masiva blanca y heterosexual. El resultado es un show emotivo y profundamente reflexivo, un mensaje al mismo tiempo personal y universal destinado a marcar una bisagra en la historia del género.

John Leguizamo's Latin History for Morons. Seguramente el rostro de este colombiano nacionalizado estadounidense resulte familiar debido a que lleva casi tres décadas poniéndole el cuerpo a papeles secundarios en Hollywood. Papeles que, desde ya, suelen ser el de latino malo o traficante, siempre violento. El actor comienza el show recordando la vez que, con horror, encontró a su hijo matando indios en un juego de Play Station al grito de “mueran rojos, mueran”. “Hijo, nosotros somos los rojos”, dice que le dijo. Leyó el material de la escuela y habló con profesores, y descubrió que lo que los chicos sabían sobre el sur del Río Bravo está peligrosamente ligado a la cosmovisión norteamericana que los hace presumir el destino manifiesto de salvar al mundo de la “barbarie”. Fue así que ideó este monólogo en el que, con un pizarrón que emula una clase, se propone revisitar la historia de Latinoamérica desde la óptica de alguien que ha sufrido en carne propia el menosprecio y la discriminación. El de Leguizamo, entonces, es un show con el que Trump vomitaría a los cinco minutos.

John Leguizamo.