El lunes por la mañana, en el Hospital Finochietto donde desde estaba internado desde hacía varios días, murió Horacio Fontova. Tenía 73 años. A su lado estaba, como estuvo siempre en los últimos quince años, su compañera Gabriela Martínez Campos, Gabi. Aunque desde hacía tiempo Fontova luchaba contra el cáncer, la noticia, además de entristecer, sorprendió a muchos y muchas. Hay tipos a los que cuesta imaginarlos muertos. Las muestras de afecto que durante la mañana y durante todo el día se multiplicaron por las redes sociales –único lugar para despedidas en estos tiempos de pandemia– dan cuenta de lo que el “Negro” significó en la cultura argentina y revelan los alcances genuinos del tan manoseado apelativo “popular” aplicado al arte y los artistas.

Músico, actor, escritor, dibujante, Fontova fue por sobre todo eso un tipo ocurrente en el sentido más alto y complejo del término. El suyo era un talento raro, multifacético, que manejó con la combinación justa entre espontaneidad y sentido del tiempo, de osadía y ubicuidad, don del humor y ternura. En esos equilibrios fue capaz de hacer de los lugares marginales espacios centrales. Esa forma de irreverencia y versatilidad podría resumirse señalándolo como el tipo que alguna vez fue capaz de reemplazar al Indio Solari en algún show de los Redonditos de Ricota, en los albores de la banda, y alguna otra vez a Daniel Rabinovich en Les Luthiers, en los ’90 durante una gira por España.

Pero Fontova fue mucho más aún. Su paso por el teatro musical en los ’70 en las puestas en escena de Hair y poco después de Jesucristo Superstar, su rock mezclando folklore, blues y reggae en los ’80, los dos Martín Fierro que en los ’90 ganó con su personaje de Sonia Braguetti –lo hacía en el programa de televisión Peor es nada, con Jorge Guinzburg–, entre muchísimas otras cosas, lo acreditan para un lugar entre los inolvidables. Haber sido distinguido en 1995 con el Premio Konex en la disciplina “Grupo de bailanta/cuarteto de la década” y poco después protagonizar el programa de humor Delicatessen en un elenco del que formaban parte también Diego Capusotto y Fabio Alberti, antes de participar en películas como La peste (1992) Aballay (2011) y Metegol (2013), hacer teatro en Malos hábitos (1996), Porteños (2000) y Orquesta de señoritas (2001) y ser nominado a un premio ACE por el papel de “el casto José” en la zarzuela La corte del Faraón (2004), son algunos de los hitos que lo colocan entre los saludablemente inclasificables.

Cuando Horacio nació en Buenos Aires, en octubre de 1946, su padre, Horacio González Alisedo, cantante lírico y productor de películas destinadas al olvido, era director general del Teatro Argentino de La Plata. Su madre, María Fontova, era pianista y giraba por el país en dúo con su padre León Fontova, violinista y a su vez hijo de Lleó Fontova, actor y dramaturgo catalán que brilló en los albores del siglo XX en Barcelona, ciudad que lo recuerda con un monumento en el Parque de la Ciudadela. Descendiente de esa genealogía, el pequeño Horacio, a quien ya de niño le decían “el Negro”, parecía “predestinado”. Pero lo primero no fue ni la música ni la actuación, que llegarían más tarde, sino el dibujo y un natural inconformismo que lo llevó enseguida en busca de lo distinto. Después de cursar en la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, Fontova siguió en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano y desde muy joven imaginó paisajes imposibles, retrató a sus amigos y publicó sus ilustraciones en medios de los que por entonces se catalogaban como “subterráneos”.

En aquella Buenos Aires de fines de los ’60, el joven Fontova saciaba sus ansias de contracultura curtiendo tiempo y espacio con los hippies en Plaza Francia. En los verdes prados de la Recoleta se encontraba entre otros con Miguel Abuelo, Tanguito y Pipo Lernoud. Con este último confluyó en 1976, junto Alfredo Rosso, Fernando Basabru, Claudio Kleiman y otros valores reclutados por Jorge Pistocchi, en Expreso Imaginario. En esa revista, que fue un hito cultural de ruptura y consuelo en aquel país amordazado y con las ideas a media asta, Fontova fue director de arte, diseñador gráfico e ilustrador. Ahí también resultó inclasificable e inolvidable. Puso originalidad inquietante e ideas cargadas de futuro para trastocar las coordenadas del diseño gráfico.

Hacía poco el dibujante había pasado como actor y cantante por el teatro, como parte de los musicales Hair y Jesuscristo Superstar. Sin terminar todavía de definir un estilo, probaba bandas como Patada de Mosca, el Dúo Nagual –con el multinstrumentista Alejandro de Raco– y el trío Expreso Zambomba, antes de encabezar sus propios proyectos. Entre ellos Fontova y la Foca, Fontova Trío, Fontova y sus Sobrinos, Fontova y los Tíos, Fontovarios, otra versión de Fontova Trío (con José Ríos y Puki Maida), y en la última década una especie de “Fontova en estado puro”, en el que solito con su guitarra –a la que llamaba Clarita–, proponía canciones que lograba mantener frescas con sus interpretaciones siempre distintas, atentas a cada contexto, a cada ocasión. De esta etapa son espectáculos como Cantos de aquí y de allá, Noches negras –con Daniel Maza– y Variaciones Nigger.

Mucho de la actividad musical de Fontova quedó plasmada en una discografía que comenzó en 1982 con Fontova Trío, junto a Carlos Mazzanti, Fena Della Maggiora y músicos invitados. Con la misma formación y otros invitados al año siguiente grabó Rosita. Sospechado de latinoamericanista por los rockeros, de blusero por los folkloristas, de zurdo por los peronistas y de todo junto por los troskistas, el cantautor tardó en hacer entender el blend de su sonido, en el que se escuchaban ecos de jazz, rumores de milonga, rasgos de balada country, homenajes a Pink Floyd y letras al borde del surrealismo.

El tiempo le empezó a dar le razón en la etapa de Fontova y sus Sobrinos, que produjo dos discos homónimos (en 1985 el volumen uno y en 1986 el dos) y el que posiblemente fue el más exitoso: Me siento bien (1990). Más tarde llegaron Fontova presidente (1988) –el registro en vivo del show en Obras, con Fito Páez, Alejandro Lerner y Leo Masliah como invitados–, A bailar el Fontomán (1990), Brotes del Olimpo (1991) y Fontova (1997). Después de un silencio discográfico, volvió en 2004 con Negro, un disco de creaciones propias y ajenas. Un regreso a la materia y al espíritu puro de las canciones. Temas cuyas versiones están marcadas por la perfección de la experiencia. Ahí estaba todo en su lugar: el humor, la ternura, la pasión, el compromiso y la generosidad de compartir con Skay Beilinson, Daniel Melingo, Liliana Herrero, Léon Gieco, Liliana y Lito Vitale, Peteco Carabajal y Esteban Morgado, entre otros. Ese disco al año siguiente ganó un Premio Gardel en la categoría “Canción testimonial”. Por esa época editó Témpera Mental, el primero de un notable libro de cuentos que tiene su secuencia en Humano – Cero Humano, todavía inédito.

“No soy un cronista de la actualidad política, pero en la música mi opinión está siempre presente. Es momento de definiciones”, decía Fontova en la última entrevista a Página/12, hace poco menos de dos años, antes de presentar Variaciones Nigger. Es ese espectáculo el Negro había reanudado algunas de las canciones que lo marcaron en su vida personal y profesional. “Además, me gusta delirar, contar historias y que la gente se entretenga”, comentaba en esa misma entrevista. Como hizo toda su vida, casi con desesperación y con las herramientas que tuvo a mano, desde la música, hasta la actuación, el dibujo o la prosa. Con la manera frontal de los sinceros. Sin trucos ni engaños, el “Negro” hasta podía no gustar, pero nunca no sorprender. Eso, Fontova era de los tipos que nunca pasaba desapercibido. Con él se va un personaje irrepetible, un reflejo prodigioso, tierno y rabioso de la ciudad y la época que le tocó vivir.