En este contexto de pandemia mundial y aislamiento obligatorio en todo el territorio nacional, no faltan hechos que convocan a la reflexión, sobre el Estado, sus capacidades, el vínculo con el sector privado y con la población objeto de las políticas. En estos últimos días, dos noticias resonantes concentran la atención.

La primera de ellas, el día en que cientos de jubiladxs y pensionadxs se vieron obligadxs a romper la cuarenta por la necesidad de concurrir a los bancos para hacer efectivos sus haberes. Muchxs de ellxs, no habían podido cobrar los correspondientes al mes de marzo por el inicio de la cuarentena, por lo que la necesidad de hacerse de ingresos era imperiosa. Y si bien, algunxs tienen tarjeta de débito y no la usan, lo que encontraría explicación en cuestiones “culturales”, de resistencia y otros matices, lo cierto es que desde hace décadas lxs jubiladxs y pensionadxs hacen importantes colas para cobrar cada mes. Es un hecho que suele pasar desapercibido, no gana titulares en los periódicos, pero cualquiera que tenga padres, madres, abuelos o camine las calles lo sabe.

Desde hace décadas esa población viene siendo maltratada como resultado de decisiones políticas/económicas/sociales que han dejado de lado que se trata de una población vulnerable, en muchos casos (sino en todos) con algún tema de salud que atender; por lo que tendría que ser considerada de otro modo. No sólo en términos del dinero que efectivamente perciben, sino también en el trato que acompaña el cara a cara con la ventanilla de cobro. 

Los bancos estatales principalmente, y unos pocos privados, concentran el pago de ese servicio público que no es considerado como tal por el resto de los bancos privados que, desde por lo menos hace cuatro décadas, tienen ganancias muy elevadas. Y tal como sucede con otras actividades, los bancos privados se desentienden de contribuir a garantizar ese servicio público, porque la actividad de abonar a jubiladxs y pensionadxs no deja ganancias materiales; exhibe escaso glamour una sala llena de gente esperando, resta minimalismo a la estética privada tan primorosamente cuidada.

En contraposición, el Estado ha ido dejando hacer a ese sector sin exigirle aportar un mínimo servicio básico esencial, que contribuiría con un granito de arena a hacerle la vida más fácil a lxs adultxs mayores. Los bancos privados no quisieron, no aceptaron, se desentendieron de ese servicio, y desde el Estado se posibilitó tal situación absorbiendo el grueso del caudal de pagos.

En el marco de la pandemia, es casi una obviedad que habría que haber organizado el pago de haberes de otro modo (como rápidamente fue corregido), articulando esfuerzos entre distintas áreas del Estado (Anses y Banco Central), aprovechando este momento para reencausar prácticas y acuerdos sociales (con todos los bancos).

La segunda cuestión que llamó la atención es la denuncia de sobreprecios en compras realizadas por el Estado en un área social. Se podría decir: 'eso sucede hace décadas'. Todxs lo sabemos: los privados suelen cobrar sobreprecios al Estado porque éste no paga en tiempo y forma, entonces aplican lo que en un texto que ya tiene sus años Llach denominaba agio institucional (para referir a un tipo de especulación que consiste en sobrecargar un precio por la expectativa de ganarle a la inflación o a la demora en el cobro).

Más allá de dónde provino la información, y quiénes se aprovechan para horadar la legitimidad de la gestión del presidente Fernández que viene manejando con sapiencia, tranquilidad y de modo consensuado la pandemia, cabe no esquivar el bulto respecto de la discusión que abre esa denuncia.

Las áreas estatales no pueden, no deben, legitimar una acostumbrada estrategia del sector privado cuando se relaciona con el Estado que es, efectivamente, la de “elevar los precios”. Este hecho socava las declaraciones y decisiones políticas que el gobierno viene tomando en relación a la suba indiscriminada y absolutamente injustificada de precios. ¿De qué modo o con qué legitimidad se va a sancionar a los empresarios y comerciantes que tienen ese tipo de prácticas cuando desde el propio Estado se deja pasar semejante hecho? ¿Cómo generar conciencia ciudadana sobre el tema, cuándo el propio aparato estatal -que se supone tiene la capacidad de interceder en ese tema tan caro al bolsillo- no lo puede frenar en una licitación?

Ambos hechos conducen a la necesaria reflexión de que éste sea, quizás, un momento de inflexión, que permita revisar profunda y estructuralmente las prácticas que se ensayan históricamente desde el aparato estatal en relación a los privados. 

Un primer elemento en ese sentido, es tener la capacidad de tomar la iniciativa, ser autocríticxs, revisar prácticas repetidas, para mejorar las capacidades estatales no sólo diseñando políticas públicas que atiendan las necesidades de la población de un modo integral y garantizando derechos, sino también buscando que las políticas que se piensan en el máximo nivel de gobierno se materialicen del modo en que se las piensa.

Reconsiderar los modos de pensar las intervenciones públicas, teniendo en cuenta que no sólo es importante el contenido de las políticas, sino el modo en que las mismas se instrumentan (con quiénes, a través de qué canales) y el cómo en el cara a cara de la vida cotidiana les llega a la población. 

Es un proceso complejo en el que participan muchxs actores, pero hay que poder problematizarlo para ejercer acciones, provocar cambios, mejorar intervenciones. Para ello, es aconsejable no encerrase en la sapiencia de consultar sólo lxs especialistas, que por supuesto son necesarixs y un canal obligado, sino también en la expertise y sabiduría que distintos actores pueden aportar; entre otrxs, lxs trabajadores estatales que todos los días durante años y años se desempeñan en el Estado, conocen los dispositivos, tienen contacto con la población, tienen una voz y elaboraciones al respecto.

Pero además, y tan importante que lo anterior, es la urgente necesidad de repactar los contratos sociales con los sectores económicos privados que, desde la dictadura militar, quedan inmunes de las denuncias de corrupción y malas prácticas. 

El Estado, sus representantes, son señalados por la sociedad y pagan/asumen los costos de las denuncias, y entonces las cacerolas y sus operadores toman la senda fácil: el costo de la política. El sector privado permanece impoluto en la consideración pública. Por lo que debe ser interpelado en términos de la responsabilidad social, económica y política que le cabe para contribuir al sostenimiento de servicios públicos esenciales. No sólo responsabilidad, sino también obligación y necesidad de supervivencia. El sector privado no está por fuera de la sociedad, su lógica implica a la sociedad, es parte y cuando a la sociedad en su conjunto le va bien al sector privado le va mejor. Es entonces, una responsabilidad y también una obligación.

Es un momento difícil el que atravesamos como sociedad. No estaría en condiciones de aventurar hacia dónde va el mundo el día después de que el temor a la pandemia desaparezca. Lo que sí creo es que este hecho totalmente externo a nuestras voluntades, trae una oportunidad que es la de visibilizar estas discusiones, poner todas las cartas sobre la mesa sin remilgos y provocar la construcción de un renovado contrato social entre el Estado y el sector privado que sea beneficioso para todxs y no sólo para unxs pocxs.

* Doctora en Ciencias Sociales y Magister en Políticas Sociales. Docente-Investigadora UNPAZ-UBA.