Compañeros de pandemia; coprotagonistas de esta nueva temporada de “Cuarentena, la leyenda continúa”; comirantes y comirantas de series y películas que tanto nos ayudan a superar el vacío de la soledad sin para qué o el lleno de la compañía sin pausa ni respiro, según le toque a cado quien o a cada quiena. Es con vosotros que escribo estas líneas.

Por favor: lávense las manos con jabón blanco, tómense la temperatura, pónganse alcohol en gel, asegúrense de que el piso esté lavandinado, cerciórense de que no haya ser humano alguno a menos de dos metros, colóquense barbijo y máscara, cámbiense el calzado, pónganse guantes (o un preservativo en cada dedo), tósanse el codo, estornúdense la rodilla, canten la marcha peronista (como manera de asegurar el buen estado de las cuerdas vocales y de la memoria), tiren tres codazos al aire por si alguien pasa cerca, díganles a sus hijes/padres/hermanes/cónyuges/sínyuges/mascotes que eviten interpelarles, y estaréis listos para la lectura. ¡Gracias por acompañarme a lo largo de estos párrafos!

Cuéntoles que la semana que anda terminando fue extraña para mí. Me sentí como parte de un mundo de ciencia ficción. Sé que Ray Bradbury sería un desocupado en estos días coronavirales, pero no es eso.

Porque don Ray, don Asimov, Julio Verne, Arthur Clarke, Sheckley, Philip Dick, Ursula K Le Guin, Kurt Vonnegut y otros grandes de la ciencia ficción imaginaban, inventaban, soñaban... pero no mentían. Y, además, hablaban de un futuro.

En cambio, esta semana apareció una nueva creadora, de apellido famoso (quizá no muy festejado a nivel popular), que, al parecer, recauda un interesante salario que le abona la Provincia de Buenos Aires por su rol legislativo (electo, eso sí), que evidentemente cobra también derechos de autor por sus novelas de maledicencia-ficción. Pero tiene buena prensa. La autora en cuestión, intentando ser una Orson Wells clase Z, nos advirtió de una tremenda invasión de la que estamos siendo víctimas. Pero no se trata de marcianos, sino de cubanos. No es el Planeta Rojo, sino el comunismo, el que, a través de espías disfrazados de médicos, viene a curarnos, para, cuando estemos todos más sanos, instaurar el comunismo. Extraño camino, nunca imaginado por Marx ni por Lenin, una especie de “Proletarios del mundo, curaos”.

Uno diría: “Bueno, una mala novela, pero pronto pasará la cuarentena o se flexibilizará, y la autora podrá consultar a algún facultativo que la equilibre”.

Pero no. No solo fue exitoso su intento, sino que, cual Alien 1, tuvo cría. Una nueva idea conspiranoide: “El gobierno va a largar a todos los presos a la calle”, para que, al mejor estilo de Dead man walking o Soy leyenda, conquisten la ciudad, el país, o por qué no, el planeta.

Y la teoría avanzó por los medios hegemonónicos, se trolizó en las redes, y logró que su público, sus lectores dilectos, impedidos, por la cuarentena, de llevarle ejemplares para que los firmara, la homenajearan vivazmente golpeando sus cacerolas por la ventana.

Grave cuestión, porque en estos días –y en otros, aunque se note menos– el límite entre la ficción sensata y la realidad delirante anda flojo de papeles.

¿No se preguntaron cómo haría un gobierno para liberar presos sin tener esa facultad/poder, que le compete solo al Poder Judicial? No, no lo hicieron: parece que es más fácil preguntarle a la cacerola que a la propia cabeza.

¿Será que el gobierno que muchos de ellos elegirían sí podría tener ese poder, aunque la Constitución se lo negase? La doctrina “hagoloquesemecanta”, que tanto se aplicó en los tiempos maurificiales, lo autorizaba, siempre y cuando la reposera diera el visto bueno.

Ahora, protestan contra esa misma doctrina que tanto disfrutaban... aunque ya no rija más.

Me pregunté cómo aceptaban este concepto tan fuera de toda lógica. Y allí… allí…, me vino a la memoria una jornada de hace casi 50 años. Fría mañana de ¿abril? Colegio secundario. Clase de Lógica (parte del programa de Matemática). La profesora Pedreira explicó un concepto, sin imaginar que sería la base de esta columna, 50 años después.

Ante sus atribulados y adolescentes alumnes, explicó que había dos clases de premisas: las verdaderas y las falsas. Hasta allí, todo bien, el problema era cuando dos de ellas se vinculaban y daban origen a una tercera, que incluía a ambas.

· Si, partiendo de una premisa verdadera, llegamos a otra, verdadera, la que las incluya probablemente también sea verdadera.

· Si, partiendo de una premisa falsa, llegamos a otra, verdadera, la premisa que las incluya es falsa.

· Si, partiendo de una premisa verdadera, llegamos a otra, falsa, la que las incluye es falsa.

· Pero… ¡pero! Si, partiendo de una premisa falsa, llegamos a otra, también falsa, ¡el total puede ser verdadero! Por ejemplo: “Si 5=4, yo soy el Papa”. Dos falsedades. Peeero, si consigo que me crean que 5=4; entonces le resto 3 a cada parte, y 5­−3=4−3. O sea que si 5=4, entonces 2=1. El Papa y yo somos dos personas, pero si 2=1, somos una sola persona. ¡Soy el Papa!

¡Ajá! ¡De modo que si te hago creer que 5=4, luego no me va a ser difícil convencerte de que soy el Papa! Y ahí entendí la loca lógica imperante: solo necesito que me creas que 5=4. Por las buenas, por las malas o por las mediáticas. Si me creés que el Presidente puede largar a los presos porque se le canta, o que el corona es una gripecita, o que la meritocracia es cierta, o que los ricos tienen lo que tienen porque lo ganaron en buena ley, o que los que ya tienen mucho dinero no roban, o que la economía es más importante que la salud…, entonces te vendo fácilmente una invasión cubana, marciana, mapuche o alfacentáurica…

¿Está claro o me creés que soy el Papa?

Y, como postre, una escena breve, doblada, subtitulada y actualizada por RS Positivo, de una película tan famosa como larguííísima: “Lo que el virus nos dejó, parte 1”, y la invitación a suscribirte a ese canal, si te gustó… o no.

 Hasta la que viene.