No recuerdo el partido ni el resultado, pero sí la cancha y a un jugador. Si las estadísticas no mienten, tuvo que ser en 1972 o 1974. El Trinche Carlovich –que en paz descanse– se devora mi memoria, ese disco rígido que empieza a fallar pasados los 60. Aquella tarde en Defensores de Belgrano salió con la camiseta de Central Córdoba, la que más amaba y llevaba afuera del pantalón. El futbolista y el mito que se construyó en torno a su zurda prodigiosa se robaron las miradas de ese juego que seguí desde la tribunita del costado. Cuando defino así a esos diez o doce escalones de cemento, en el Bajo Núñez me entienden. En esa época no estaba la platea nueva y sí la confiteria pegada a ese pedacito del estadio desde el que lo seguí con admiración y concentrado en cada filigrana que hacía sobre el césped.

Carlovich estaba parado en la mitad de la cancha y de ahí casi ni se movía. Parecía no hacerle falta caminar más allá de ese perímetro. No hablemos de correr, ese verbo que no necesitaba conjugar. En unos pocos metros cuadrados llevaba la pelota atada al pie, la pisaba, hacia un regate, amagaba para un lado y salía para el otro con la cabeza levantada. Era imposible que alguien pudiera arrancársela de sus pies, a no ser que le pegara una patada. Como un flash, esas imágenes vuelven a mi memoria entre 45 y 48 años después. Me inclino más porque fue en el 74, aunque dudo porque ese año Defensores le ganó los dos partidos de local a los rosarinos (jugaron cuatro veces entre los llamados torneo Preparatorio y Campeonato). En esa temporada se despidió de Central Córdoba, al que volvió a jugar dos veces más. Porque siempre volvía a su casa, aunque era un jugador de todas las canchas y de los hinchas que lo seguían para verlo sin distinción de camiseta.

El Trinche es un producto del Ascenso, de campos de juego que en su época habían sido arados por el viento, la lluvia y la falta de mantenimiento. Recuerdo todavía la nube de polvo que levantaba en un amague para salir airoso de la marca escalonada. Aunque a decir verdad, me queda una ligera sensación de que no solo lo admirábamos del alambrado para afuera. En aquel partido sin fecha precisa, borroso, del que sólo emerge hoy su figura desgarbada, alta, el pelo largo y su envase no renovable de destreza futbolera sin igual, los rivales parecían quedar paralizados observándolo. Inmóviles, con la vista fija en una pelota que no conseguirían atrapar.

En un audio que recibí por WhatSapp, Salvador Ragusa, uno de sus amigos y entrenador en más de cuarenta equipos, sintetizó la esencia del Trinche en pocas palabras: “Me siento mal. Hemos compartido muchos momentos. Él era un tipo bohemio, de esos bohemios del fútbol al que le ofrecieron cualquier cosa pero él siempre volvía a jugar en Central Córdoba. Era un amor eterno que tenía por el club”.

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