-¿Te cobrás, por favor?

-Maestro, ¡usted no!

En el Café Tortoni a Osvaldo Piro no quisieron cobrarle el café que él les había invitado a dos jóvenes cronistas de Página/12. Aunque para entonces el bandoneonista llevaba años instalado en las sierras de Córdoba, en el Tortoni se lo reconocía como siempre y, sobre todo, se lo quería. Con el grabador apagado, el bandoneonista había hablado largo y tendido. No ya sobre su carrera ni sus discos ni los honores recibidos, sino sobre la vida tras bambalinas, lo que las noches de fueye exigían a sus parejas y sobre la necesidad de un refugio tranquilo en las sierras, desde donde hacer lo que más quería: componer y estar cerca de su última compañera, la que lo estimulaba ahora, pero difícilmente hubiera bancado la intensidad de su vida de músico con el tango todavía en pleno auge.

Hoy, que Osvaldo Piro murió en La Falda a los 88 años, se vuelve inevitable recordar esa conversación. Porque el bandoneonista murió haciendo lo que quería. Tocó su música hasta hace poco, enseñó a otros, honró su vida con el bandoneón y se esforzó por ser agradecido con quienes le habían hecho el bien.

Laburó con el fueye más de 60 años. Debutó en una orquesta a los 15 y al año siguiente ya se sumó a las filas de Alfredo Gobbi, uno de los más grandes nombres de la historia del tango. Entre otros, también tocó con Fulvio Salamanca, antes de lanzarse con su propia orquesta. En su extensísima etapa como director hay varios hitos. Uno de los primeros fue su disco Piro ’66, en el sello Alanicky, que muchos de sus colegas recuerdan como una de las joyas del género (está por ahí, digitalizado, y sigue siendo de una belleza conmovedora). Tenía 30 años en ese momento. Aníbal Troilo, Pichuco, primero lo apadrinó musicalmente y luego, directamente, le legó uno de sus bandoneones. Piro lo llevó durante casi medio siglo, antes de ponerlo bajo la custodia de la Academia Nacional de Tango, para disfrute de las generaciones futuras.

“Él no me daba ni cinco de pelota, ¡yo era una pituca!”, reía Susana Rinaldi cuando contaba cómo lo había conocido. Él un director de orquesta ya renombrado, ella una joven actriz todavía no muy conocida, pero que pronto iba a dar el salto al canto, para no dejarlo jamás. Juntos hicieron buena yunta. En el escenario y en la vida. Se acompañaron muchos años, incluso en el exilio. Tuvieron dos hijos que heredaron sus talentos. La vida los alejó, pero los escenarios los mantenían cerca. A las esporádicas apariciones conjuntas en, por ejemplo, el Festival de Tango de Buenos Aires, hay que sumar la última incursión que hicieron juntos a los estudios de grabación, para lanzar el disco Reencuentro, en que recorrieron muchos de sus hitos. Allí Piro también sumó algunas composiciones propias.

Aunque puede parecer que Piro se había retirado en las sierras cordobesas, nada más lejos de ello. Nomás se evitaba las distracciones cotidianas cuando la lapicera y la partitura lo urgían. Cuando no, volvía a Buenos Aires, se encontraba con sus hijos (la enorme Ligia, el gran Alfredo) y se entregaba a la curiosidad. Era octogenario, sí, pero su radar funcionaba bien, y cuando alguien le señalaba algún músico valioso o lugar por conocer, Osvaldo preguntaba, averiguaba. Y si podía, iba a escuchar. Quería saber en qué trabajaban sus colegas más jóvenes.

Porque en eso no paraba. Piro trabajaba mucho. En Córdoba componía, pero también dirigía una orquesta de tango (se preocupaba mucho por su labor docente, celebraba el talento de los jóvenes y lo atribuía a la “capacidad que da la juventud y la ansiedad”) y era un referente cultural de La Falda, donde se había afincado. Aseguraba que la inspiración no alcanzaba. Que puede ofrecerle al artista una melodía de unos cuantos compases, pero para completar el tema había que transpirar y yugar, expandir las ideas, buscar las mejores. ¿La inspiración? “Es un misterio. Una vez le dije a un tipo que me hizo una pregunta parecida que esto llega cuando baja el ángel”. El auténtico trabajo viene después, explicaba. “Después es desarrollo. El tema lo encontrás en pocos compases y ahí es una raíz que vas a desarrollar después. Si tenés capacidad para hacerlo. Si estudiaste para saber la mecánica. Si no, no te va a dar el cuero”.

Otra de las claves que puede explicar su ascendente sobre las siguientes generaciones, o incluso sobre la historia misma del tango, es el no haber grabado cualquier cosa. “Algunos dicen ‘si metes este tema vas a vender’, ¿qué tema es? 'Arrimame la carita', ¡pero andate a la puta que te parió! Eso me lo ofreció a mí el gordo Lipe, que era buen tipo pero en el negocio era gerente de Philips. Era muy divertido el gordo, pero él tenía que responderle a la empresa, cosa que yo puedo entender pero no me lo ofrezcas a mí, ¡elegí a otro!”.

En más de 60 años de carrera, Piro manejó un repertorio de recursos enorme, pero algo que lo distinguía de otros colegas, tanto de su generación como de las siguientes, es que sus orquestaciones recuperaban el rol de la flauta, un instrumento fundacional para el tango pero que eventualmente fue desplazado en el género. Y con él en la batuta sonaba bellamente.

Años después del encuentro en el Tortoni, el mismo cronista lo encontró con otro café mediante. Fue en el piso de Rinaldi, mientras sus hijos circulaban por la casa. Ligia resolviendo trámites, Alfredo saludando a sus padres. El histrionismo de la Tana dominó la tarde, pero la voz calma de Osvaldo lo revelaba. Él y sus ojos atentos, la palabra justa. El interés intacto. Y un apellido que siempre significará tango.