¿Tiene una historia el cine? Nuestra forma de ver películas ¿no estaba ya contenida en las ilusiones creadas por el diorama de Daguerre? Si fuera así, sólo podríamos admitir que el cine tiene una historia a condición de comprenderla como el despliegue de un todo en el que sólo el cine puede superar al cine, negándose y permaneciendo a la vez. No es así en las historias de otras artes que suelen ir desde la época de su función cultural hasta la de su existencia autónoma. Las otras artes cambian junto con el mundo empírico del cual emanan. El cine, al contrario, parece ser siempre el mismo. Y, en efecto, desde sus orígenes hasta hoy, algo se mantiene invariante: la ilusión de un viaje inmóvil. Sin siquiera parpadear podemos movernos entre edificios o montañas, ciudades o desiertos, tierra o cielo. Claro que ni el viaje ni los escenarios son ciertos. Suelen ser decorados. Pero como para el cine sólo él mismo es verdad, fantasía y realidad son momentos que se permean hasta la confusión. Ésta –la que divide fantasía de realidad– y otras barreras son abolidas por el cine. Fue Benjamin quien descubrió que al fundarse de manera inmediata en su técnica de reproducción, el cine borroneaba esencialmente la distancia entre la obra y el espectador: sin el aura de las obras pictóricas, el film nos sale al choque para meterse en nosotros. En cuanto a su historia, lo mismo: no hay distingos entre coyunturas ni procesos, de corta o larga duración. Películas de principio del siglo XX no difieren sustancialmente de las actuales, a pesar de las vanguardistas que pudieran haber puesto entre paréntesis lo que Noël Burch denominó “modo de representación institucional”. Entonces ¿qué historia es la historia del cine? 

Decorados, libro colectivo que veintitrés años después de haber sido escrito vuelven a coeditar los sellos Caterva y Estructura Mental a las Estrellas, hace de ello –de la “historia del cine”– su mismo tema. El propio subtítulo lo indica: Apuntes para una historia social del cine argentino. Pero si lo situamos en la época de su primera edición, Decorados es tanto un conjunto de ensayos que abordan de modo más o menos cronológico una serie de filmes y directores, como un testimonio del propio momento en que un grupo de profesores –David Viñas, Horacio González y Eduardo Rinesi– y estudiantes de la Universidad de Buenos Aires -muchos de ellos son hoy ensayistas ineludibles- se lanzaba a pensar sobre el cine nacional. Habiendo ocurrido la historia, ahora es fácil decirlo: los autores intuían la vacancia que se estaba produciendo en el cine político de nuestro país: justamente, la vacancia de lo político en el cine. Intuido el vacío y habitándolo, el libro demanda –sin decirlo– un nuevo cine. Aunque, más que demandar, estaba a la espera. Una espera caracterizada por la falta de apuro, como corresponde al espectador de cine: ya Roberto Arlt había detectado que fiacunes y cesantes colmaban sus salas. Un libro que nada sabía de Caetanos, Stagnaros ni Traperos pero que sin embargo los aguardaba ¿Y mientras tanto qué? Mientras tanto el repaso crítico de los momentos encumbrados de la experiencia cinematográfica argentina: desde sus cruces con la literatura (vía adaptaciones, vía escritores devenidos guionistas, vía préstamos o robos de recursos narrativos, vía el impacto de una sobre el otro y viceversa) hasta su formulación como praxis revolucionaria, pasando por el cine como testimonio y denuncia social o el cine como reflexión sobre las imágenes metafísicas de la argentinidad, del   desierto al destierro. 

Es probable que un acontecimiento haya obligado a pensar nuevamente una historia del cine, con las dificultades que –como ya apuntamos–  tal actividad supone. Ese acontecimiento es Gatica de  Favio, de 1993 (mismo año de la primera edición de Decorados). Gatica fue un monumento que al mismo tiempo homenajeaba y despedía un ciclo del cine político en la Argentina. Allí hay un pueblo representado en dosis de alto patetismo, tanto que terminó por agotar esa forma de hacerlo. Su correlato en el mundo empírico será la retracción del pueblo como sujeto político y la supervivencia desmesurada de una imagen payasesca e inocua del mismo. Hablamos de los años noventa. Cómo reaparecerá el pueblo en las nuevas estéticas es el motivo que alienta la controversia de las actuales historias del cine. En lo que respecta a la existencia real del pueblo, jornadas dramáticas le aguardaban todavía antes de volver a ser protagonista de la vida política nacional. Pero esa es otra historia que espera la emergencia de un post-nuevo-cine-argentino.