Del texto al mundo, y del mundo a la imagen. Extenso, prolífico, el itinerario intelectual de Todorov dibuja un zigzag académico que va del análisis lingüístico estructural (Los géneros del discurso, 1978) al estudio de las alteridades desde la antropología y la historia (La conquista de América, 1982), para arribar a sus estudios centrados en la historia del arte, puntualmente sus ensayos sobre la pintura holandesa del siglo XVII y la pintura flamenca del Renacimiento (Elogio de lo cotidiano, 1998; Elogio del individuo, 2000). El caso Rembrandt es un ensayo breve de reciente publicación en español que se articula con sus estudios sobre la historia de la pintura a partir del siglo XV y uno de sus principales coletazos ideológicos y germen de la modernidad, que es donde finalmente hace foco el análisis de Todorov: la invención del sujeto. La parábola intelectual del pensador búlgaro-francés va del análisis sobre la formalización discursiva al estudio de los primeros rastros de aquella ficción ideológica que el análisis estructural buscaba escamotear: el hombre. Su incesante búsqueda, humanista e ilustrada, lo depositó justo en el comienzo de la paradoja, en el siglo que inventó ese dispositivo inagotable que es el hombre, ese “desgarrón en el orden de la cosas”, ese “simple pliegue en nuestro saber”, a decir de Michel Foucault.

En los Países Bajos, durante el siglo XVII, bajo los efectos de la Reforma Protestante,  se estabilizó un nuevo tipo de manifestación artística bajo el rótulo de “pintura de género”. La pintura, que hasta entonces se centraba en escenas históricas, míticas o religiosas y era ajena a cualquier búsqueda secular, recibió en su sacro recinto, de manera incipiente, la representación de toda una serie de actividades y gestos mínimos, profanos, humanos, que le eran indiferentes: aquellos que provenían de la vida más cotidiana, mundana y terrenal. El individuo, que hasta entonces no era más que el reflejo inestable de una insignificancia frente a la Creación, el resto pálido de un obra mayor e inalcanzable, comenzaba a insinuarse de forma premonitoria en la pintura, que hastiada de ídolos, mitos y ceremonias de a poco dirigiría su mirada hacia abajo, hacia los hombres de carne y hueso que bregaban por ascender al rango de individuo, esa invención posterior, frágil y duradera, de los modernos.

Junto a Pablo Picasso, Rembrandt es uno de los artistas que mayor cantidad de autorretratos pintó a lo largo de su vida. Esa serie, que constituye una verdadera autobiografía visual, comienza con un Rembrandt joven, feliz, de mirada cómplice, pícara; luego, maduro y exitoso, como gran burgués y hombre destacado, vistiendo atuendos onerosos y artículos exóticos; y, al final, viejo, solo y pobre, nos observa con una mirada desengañada que esconde los percances que atravesó a lo largo de su vida. Todorov señala que esa serie “significa menos una fijación del pintor sobre su yo que la disolución de ese yo en la humanidad universal: convertido en todo el mundo, no es más persona”. El procedimiento, íntimo y a la vez impersonal, se extiende al resto de sus dibujos y grabados. 

Todorov advierte que si bien el artista holandés no pintó escenas de las vida cotidiana en los grandes cuadros al óleo que lo hicieron famoso para siempre (La lección de anatomía, Ronda Nocturna), sí lo hizo, y de forma abundante, en sus grabados y dibujos. Rembrandt depositó allí sus observaciones terrenales mientras que en las pinturas se consagró a los retratos grupales y las escenas bíblicas. Siguiendo ese rastro, el de los pequeños dibujos hechos al pasar, Todorov busca descifrar los vínculos, a veces contradictorios, a veces concordantes, entre la biografía del artista y su producción, y también la insinuación de su trazo, que capta la profundidad del gesto humano para luego ponerlo al servicio de sus grandes cuadros.

“Es la primera vez en la historia de la pintura que el mundo de las mujeres y los niños, mundo cotidiano por excelencia, está representado de manera tan rica y variada”, apunta Todorov, que al sincronizar el fechado de los dibujos con la biografía de Rembrandt descubre que las escenas de bebes y niños que son representados creciendo y jugando corresponden a la etapa familiar del artista, a su convivencia con Saskia, su esposa, con quien tuvo cuatro hijos, tres de los cuales fallecieron poco tiempo después de nacer. “Los niños del pintor mueren uno tras otro, en un ambiente familiar que imaginamos de buen grado sombrío, mientras que los niños de los dibujos prosperan, se multiplican, crecen”. Todorov insinúa cierta crueldad en Rembrandt (pero también en cualquier otro gran artista) al percatarse de que Saskia y los niños aparecen representados más como modelos que como individualidades. A contramano de las interpretaciones más extendidas, Rembrandt representa el mundo en general y no su mundo íntimo.

Durante la convalecencia de Saskia, que muere de tuberculosis en 1642, Rembrandt comienza a dibujar una serie de mujeres enfermas en su lecho. Todorov dirá que no se trata de retratos, que los rasgos individuales no interesan al artista. Su búsqueda intenta develar “la verdad de los gestos y de las situaciones” más que la individualidad de los rasgos y la personalidad del representado, algo que Rembrandt logró de manera fabulosa en cada uno de los encargos que realizó para los nobles de su época. En los dibujos y grabados buscó atesorar la universalidad de un gesto, un espacio común en donde podían ser representados, a la vez, lo individual y lo general. En Rembrandt hay “una búsqueda de comprender la interioridad de cada acción”, su principal aporte consiste en “cuestionar la frontera misma entre la pintura histórica y la pintura de la vida cotidiana”. En sus grandes óleos el artista se inclinará por humanizar lo divino (o divinizar lo humano) colocando las situaciones históricas (bíblicas) en un plano de acercamiento con sus contemporáneos, promoviendo algo novedoso para la época: la proximidad entre los santos y los individuos comunes. “En ese sentido, la obra de Rembrandt sobre los sujetos religiosos puede considerarse como una encarnación elocuente de la doctrina protestante”, apunta Todorov, para quien aquellos dibujos hechos al pasar, en la cotidianeidad de su hogar, “forman una suerte de reservorio de poses, gestos y expresiones disponibles para un uso ulterior en un cuadro histórico”. 

Todorov concluye que Rembrandt “más que poner en valor la superficie de los objetos, insistiendo en las fronteras que los separan, más que glorificar la vista, busca mostrar la superioridad de la visión interior por sobre la de los ojos, de la interpretación por sobre la percepción”. Se trata de “una verdad de sentimiento más que de forma”. Algo similar a lo que escribió John Berger sobre la fuerza narrativa que adquiría el cuerpo en sus pinturas: “Frente a sus obras, el cuerpo del espectador recuerda su propia experiencia interior”.

¡El arte o la vida! Tzvetan Todorov Edhasa 125 páginas