La entrevista comenzó cuando Ariel Dorfman estaba en Chile durante una estadía de casi tres meses, en momentos en que todavía no se había instalado la pandemia. Después el escritor partió junto a su pareja, Angélica, a su país de residencia, EE.UU. donde han tenido que confinarse y aislarse en su hogar de Durham, Carolina del Norte. El autor de Konfidenz y La muerte y la doncella, entre otros textos, analiza la situación actual en el mundo y en su país, a la vez que brinda detalles sobre Allegro, su última novela. 

-Has escrito varios comentarios en estos meses: cómo conociste a Biden y las razones por las que confías en él pese a las diferencias políticas que los separan; un análisis de la maligna cruzada anticientífica de Trump, al que calificas como jinete del apocalipsis; y una meditación sobre las lecciones que ofrecen el exilio y la migración para entender el mundo que hay que construir después del virus. ¿Y el Chile actual?

-De nuevo me toca mirar a Chile desde la distancia. Pensábamos viajar a Santiago a votar en el plebiscito del 26 de abril, lo que no fue posible, por supuesto, ya que la epidemia ha forzado la postergación de ese referéndum para el 25 de octubre (además de hacer inviable los viajes de este tipo). Más grave es que ha forzado a la desmovilización que era el elemento de presión que aseguraba que el gobierno avanzaría (aunque siempre en forma insuficiente) en las reformas imprescindibles en torno a educación, pensiones, salarios, salud, derechos de la mujer y pueblos originarios, además de llevar a cabo un verdadero esfuerzo para combatir los problemas del medioambiente. Siempre los sectores conservadores y los dueños de la economía en todo el mundo y en todas las épocas aprovechan las crisis para echar marcha atrás en las transformaciones que exige la mayoría ciudadana y aumentar su control sobre los sectores díscolos de la sociedad, y Chile no es una excepción. Dos hechos, uno simbólico y el otro de corte político, ilustran esto. 

-¿Cuáles?

El primero: Sebastián Piñera visita la Plaza de la Dignidad en Santiago, se pasea por un lugar donde, hace poco, miles y miles de activistas exigían su renuncia. Es la reconquista arrogante del espacio por parte de quienes de nuevo se sienten impunes e intocables, el olvido del temor que tuvieron cuando el pueblo sacudió los cimentos del poder. El segundo hecho, ligado a este, es la sugerencia de parte del gobierno y de importantes sectores de la derecha más cavernaria e hipócrita, de volver a postergar el plebiscito o simplemente anularlo, ahora por razones de recesión económica, razones, por cierto, falaces y espurias. Disfrazando otro intento de reconquista del status quo. Habría que recordarles lo que ocurrió con la Reconquista anterior, cuando los monarquistas retomaron las riendas de la Capitanía General de Chile en 1814, queriendo liquidar los sueños de Independencia. No pudieron impedir que el Ejército Libertador cruzara los Andes y los expulsara del poder. Nuestros “ejércitos libertadores” no esperan al otro lado de la cordillera: se encuentran adentro de las aspiraciones de millones de chilenos que no van a permitir que este virus bloquee la posibilidad de derrotar la epidemia de la pobreza, de la injusticia, de la mentira, de la represión cotidiana. De hecho, este virus maligno ha desnudado con más nitidez la desigualdad que reina en un país donde algunos toman helicópteros para escapar del confinamiento para visitar sus mansiones en la costa (y siguen ganando plata a raudales) y otros se hacinan en condiciones precarias ( sin obtener la ayuda económica y social que requieren para atravesar la crisis), un país donde los más ricos reciben la mejor atención médica y los menos afortunados sufren de las eternas fallas de un sistema sanitario defectuoso. Un país donde la corrupción sigue y los nostálgicos del pinochetismo trataron de utilizar una ley que soltaba a algunos presos de menor gravedad penal (un modo de aminorar la población carcelaria) para amnistiar a los secuaces de la dictadura que están condenados por crímenes contra la humanidad, tortura, ejecuciones, desapariciones. ¡Quieren abrir los mall ahora mismo pero no los centros de votación en seis meses más! -¿Cuáles son tus expectativas en este aspecto?

-Espero que la indignación no disminuya cuando salgamos de esta emergencia. Pero también espero que los que han protestado con mayor valentía y vehemencia en el pasado reciente reconozcan ahora que existe un rol para el Estado y las instituciones en la gestión de un país y que ese rol va a seguir siendo necesario durante el largo proceso de profundización de nuestra democracia. Chile ha ido demostrando, al confrontar los desafíos que trajo la pandemia, disciplina, solidaridad, madurez, paciencia, tolerancia, que nos van a ayudar mucho en los meses venideros para retomar la lucha por un mundo mejor. No hay, sin embargo, que ignorar que el miedo por el que se ha pasado, la extenuación que resulta de la lucha contra la enfermedad, el deseo de un retorno a la “normalidad”, las urgencias brutales de tantos que han perdido el empleo o sus pequeños negocios, generen aspiraciones regresivas en vastos sectores temerosos de la población. Y como en toda América Latina (véase el éxito de Fernández en Argentina y el descalabro de Bolsonaro en Brasil), mucho depende del liderazgo y la claridad que van a ser indispensables para salir más fuertes de este momento tan duro y letal.

-¿Ninguna posibilidad de instalarte en Chile a mediano plazo?

-Me parece difícil. Tenemos en USA una base muy estable, con hijos y nietas que viven ahí, y con parte de la familia en nuestro barrio. Tenemos, además, un buen plan de salud (lo que a nuestra edad, ¡vaya si importa, como todo Chile sabe y más todavía en estos tiempos de pandemia!), una infraestructura de apoyo en Duke, y contactos y proyectos. Para ser franco, tuve que hacerme una vida profesional por esos lados. Lo logré, se me aprecia, y acá en Chile ya es muy tarde para empezar a construir una vida alternativa. Eso no significa que he dejado de sentirme chileno. Puedo estar físicamente lejos de Chile, pero el país, ahora más que nunca, me sigue entregando inspiración y alegría, nostalgia y esperanza y frustraciones. Aunque creo que mi verdadera identidad es ser latinoamericano, un miembro de “Nuestra América”, de que habló Martí, nombre que acuñó, por lo demás, en Estados Unidos, país que contiene hoy más compatriotas de origen latino entre su población (sobre los 60 millones de personas) que muchas naciones latinoamericanas y más que España misma. 

-¿Cómo nació Allegro, tu última novela? ¿Hubo algún episodio o disparador particular que te motivó a emprender una novela con un jovencísimo Mozart devenido en detective? 

-Hay orígenes lejanos de esta novela y uno, más contemporáneo, que me permitió darle forma. Los lejanos: la presencia constante, desde mis cinco años, de Mozart como mago y acompañante de muchas alegrías y algunas penas; y, ya mayor, la infamante representación en la obra teatral y filme, Amadeus, donde me fascinó la figura de Salieri y me indignó el modo de maltratar a mi compositor favorito como un imbécil e irresponsable. Comencé a pensar que sería una acto de justicia rescatarlo. Lo que se hizo factible cuando hace un par de años supe, para mi estupefacción, de un tal oculista que cegó a Bach y Haendel y me pregunté qué pasaría si a Mozart se le encargara, con los nueve años recién cumplidos en Londres, develar el misterio detrás de la muerte de esos dos gigantes de la música. Era una oportunidad para desplegar a un Wolfgang detectivesco, intrépido, travieso, trabajador, vanidosillo, solitario y ávido de compañía, generoso y compasivo, y de ahí, seguir la aventura en París antes de la revolución y, finalmente, en Leipzig dos años antes de su muerte en un desenlace que espero sea sorprendente y emotivo.

-La voz de Mozart en la novela -maduro, perspicaz, inteligente– recuerda un poco a la de Aniceto Hevia en Hijo de Ladrón. La diferencia, claro, es que Mozart era un genio, entonces que se exprese en esa forma tan analítica, tan “avanzada para su edad”, es adecuada. ¿Hubo algún esfuerzo o desafío en darle voz? Porque es imposible que alguien como él se expresara como un niño, considerando que a los 4 años ya componía obras completas.

-Por mucho que uno sepa hacia dónde va el argumento de una obra de ficción, si no dispones de la voz del narrador (o narradora), es inútil darle comienzo. Hasta que pude oír muy adentro mío a Mozart (o al que inventé) no pude lanzarme a escribir. La dificultad era encontrar palabras que ese genio podría haber pronunciado pero que no parecieran arcaicas o atildadas como tanto castellano de la época decadente de España, y tomando en cuenta que él hubiera contado sus peripecias en su alemán materno (o por ahí en francés o italiano). Había que tramar un Mozart que, a la vez que observador minucioso, fuera capaz de tomar vuelo y distancia, como en… uno de sus divertimentos. Y me encanta la comparación con Aniceto Hevia, uno de mis personajes favoritos, transandino y chileno como soy yo. Y, pensándolo bien, Mozart también tiene una herida en el centro de su alma.

-¡Qué personaje extraño este Taylor! Utilizas hechos reales para ficcionar un caso insólito de la música. Nunca había leído sobre este extraño oculista que dejó ciegos a Bach y Haendel. Eso ya vuelve el libro un material extraordinario...

-Todo lo que escribo sobre Taylor es fehacientemente cierto, apoyado en tres volúmenes de sus memorias semi-picarescas y repletas de mentiras y jactancias eróticas y políticas. Y realicé mucha investigación de archivo. Es una constante en mi literatura, por lo demás, trabajar textos que se apoyan en hechos históricos. En Americanos me centré en los años en que California (donde merodeaba el mítico bandido Murieta) deja de ser una provincia de México y pasa, a la fuerza, a formar parte del creciente imperio norteamericano, un proceso atestiguado por el protagonista que es un ficticio ahijado de O’Higgins que vivió las glorias y terrores de la Independencia en Chile y las consecuencias del uso de la violencia. Y tuve que leer mucho sobre los nazis en París antes y después de la Segunda Guerra Mundial para la novela Konfidenz y una obra teatral, Adiós Picasso (que se centra en el gran pintor durante la ocupación hitleriana de Francia). En Apariciones, una novela que me sacará FCE a fines del 2020, enfoco los zoológicos humanos del siglo XIX, para contar la historia contemporánea de un joven de Boston cuyas fotos son invadidas por un aborigen de incierto origen. Pero Allegro es la primera novela en que todos los personajes son reales y ninguno inventado.

-El libro es entretenido, misterioso, nos sumerge en una época no tan lejana del todo, pero con otros códigos también. Yo creo que encajaría perfecto en el "plan lector", libros que por su valor adquieren bibliotecas escolares de Chile. A partir de lo mismo, ¿cual fue tu principal desafío a la hora de estructurar Allegro?

-Lo más complicado, como en toda novela de detective, era armar la trama de manera que el investigador no supiera hasta el final la respuesta al misterio. Y si la novela vale, el verdadero misterio a descifrar es el alma secreta del detective que, en realidad, se ha estado buscando a sí mismo, estructura de la primera obra de misterio de Occidente, Edipo Rey. Mozart termina descubriendo algo sobre sí mismo (y sobre la amistad y la muerte) que siempre había estado buscando, “algo que me salvara, un signo, una señal, así de perdido estaba” (las palabras iniciales de Allegro). Y me costó darme cuenta (yo también en busca de ese signo) de que sería, como en tantas de mis obras, una mujer olvidada, pisoteada, borrada de la historia, la que entregaría la clave. Es una constante en mi literatura: una mujer marginada que se rebela y nos fuerza a reinterpretar el mundo. Ocurre en Viudas, en Mascara, en Konfidenz, en Terapia, en muchos de mis cuentos y obras teatrales.
-Sos un melómano, has escrito piezas musicales. ¿Tuviste de todos modos que hacer una investigación previa a la hora de “componer” este libro?

-En efecto, llevo escritas dos óperas (una adaptación en verso de La Muerte y la Doncella, ya estrenada en Suecia, y Naciketa, basada en un cuento de las Upanishads, que abriremos en junio del 2021 en el Queen Elizabeth Hall en el Southbank de Londres y finalista para el prestigioso premio Fedora) y una musical ecológica, Dancing Shadows, con Eric Woolfson del Alan Parsons Project (ya estrenada en Corea del Sur, ganadora de seis premios allá equivalentes al Tony), de manera que ya me había adentrado en la colaboración con compositores, ¡tal vez preparándome para hacerlo con uno muerto! Uno de los placeres de escribir este libro fue escuchar, junto a mi mujer y perenne compañera Angélica, cantidad de obras desconocidas de estos grandes, incluido el descubrimiento del excepcional Abel, al que casi nadie conoce. Yo ponía un CD y le preguntaba a Angélica, ¿te parece para tal pasaje? Y ella decía que sí o que no, y seguíamos en las ofrendas musicales. Lo que se hizo más interesante cuando decidí convertir la novela en obra teatral (todavía no se estrena), donde la música es un elemento escénico esencial.
-Llama la atención tu amor incondicional por Chile, pudiendo haberte asumido como argentino o estadounidense y olvidarte de este país, tan esquivo, tan difícil, casi como un amor no completamente correspondido. ¿Qué es lo que ves en Chile que siempre estás pensando en él?

-Cuando llegué a Chile en 1954, era yo un niño argentino de doce años enamorado de los EE.UU. donde había pasado la mayor parte de mi vida. Hablaba solamente ingles y poco sabía de América Latina. Chile me convirtió en otro, en la persona que hoy responde estas preguntas. Gracias a Chile tengo una extraordinaria compañera, Angélica, con quien estoy casado hace más de cinco décadas. Gracias a Chile tengo este idioma, y familia y amigos entrañables y recuerdos imperecederos y un ancla dentro de mis múltiples y sobrepuestas identidades. Pero lo que me dio Chile fue, principalmente, la revolución de Allende y la esperanza de que un pueblo puede enfrentar y cambiar la injusticia por medios pacíficos, la certeza de que el mundo no tiene por qué seguir siempre de la manera en que lo encontramos al nacer. Esta certeza se mantuvo y ahondó durante la lucha contra la dictadura y no la perdí por mucho que la transición a la democracia me produjera un desencanto que terminó alejándome a mi y a mi familia de Chile. Pese a la distancia física, el país y su destino me siguen fascinando. No creo, sin embargo, que sea un amor incondicional, al menos que entendamos (como yo a veces lo hago) que el amor no excluye la posibilidad de ser altamente crítico con las imperfecciones de la nación amada. Basta con leer La Nana y el Iceberg, mi novela picaresca-erótica-detectivesca, donde, a partir de una amenaza (ficticia) de que alguien quiere hacer explotar el iceberg llevado a Sevilla por un Chile supuestamente ultra-moderno (aunque preso de subdesarrollos múltiples), no dejé títere con cabeza. Nadie es profeta en su tierra pero es la obra mía que más lamento que no haya tenido resonancia alguna en el país, ya que ahí se encuentran las claves de lo que iba a llevar al estallido social del 2019. Lo que sí es destacable es que en Argentina, la tierra de mi nacimiento, se me trata con un cariño y un respeto que me conmocionan. En los momentos en que la crítica en Chile me ignoraba, Página/12 sacaba cinco libros míos para venta masiva en la calle como parte de la “Biblioteca Dorfman”. Esta misma entrevista encuentra una acogida en Buenos Aires que no tuvo en Santiago.