Producción: Tomás Lukin

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Fiscalistas al acecho

Por Germán Herrera Bartis  *

Dos semanas atrás, junto a las marchas que cuestionaron la política económica, se desarrollaron dos cónclaves del pensamiento neoliberal: ExpoEFI y The Economist Summit. También allí se cuestionó al Gobierno. Sin embargo, la crítica no fue por exceso sino por defecto: no se le reprochó haber aplicado una dosis desmedida del recetario ortodoxo en estos 15 meses sino haberse quedado corto. El acento se puso en la necesidad de reducir el déficit fiscal.

El cuestionamiento ortodoxo-fiscalista tiene historia. En su momento se usó para justificar por qué explotó la convertibilidad (“las Provincias no hicieron el ajuste”). En 2015, los fiscalistas objetaban el gasto público: para sostenerlo el Estado emitía dinero, lo que generaba inflación y dificultaba el crecimiento. Ya en el Gobierno, el discurso fiscalista se modificó, dando lugar a un “fiscalismo blando”: el problema no era el déficit, sino la forma de financiarlo. El rojo fiscal no debía ser monetizado sino cubierto con crédito externo hasta alcanzar el equilibrio. Dado el shock de confianza que generaría el mejor equipo en los últimos 50 años, la economía no tardaría en crecer y tanto el déficit como la nueva deuda pública se licuarían en relación al PIB. 

Pero bajo la difícil coyuntura, dentro del arco ortodoxo los fiscalistas duros se imponen frente a los fiscalistas blandos y señalan la “inconsistencia” de la política económica. Según esta crítica –a la que el gobierno es permeable, ya que proviene de un espacio afín– el Banco Central estaría haciendo las cosas bien (política monetaria restrictiva sujeta a metas de inflación) mientras que Hacienda estaría manteniendo un gasto excesivo. El fiscalista duro es taxativo: el déficit fiscal es malo siempre. Financiarlo con deuda induce una entrada de dólares que aprecia el tipo de cambio real y afecta la actividad y los ingresos fiscales. Por eso, una gestión profesional debería apegarse a metas fiscales rigurosas. No lo verbaliza pero el fiscalista duro tiene un sueño: ¿por qué no alcanzar un día, como ocurre con el Banco Central, la plena autonomía del Ministerio de Hacienda? Así, las metas fiscales podrían ser cumplidas sin interferencia de “la política”.

Sin embargo, lo que ningún fiscalista –duro o blando– explica es por qué asumir el equilibrio fiscal como resultado normal y necesario para el crecimiento. Pese a lo que se divulga desde un falso sentido común (“el Estado es como cualquier familia, no puede gastar más de lo que gana”), el déficit público no es una rareza local sino el resultado habitual en la mayoría de las economías. En los últimos 5 años, según el FMI, 161 países de 190 (el 85 por ciento del total) tuvieron déficit fiscal. Pocos (en general, potencias petroleras) exhiben superávits. No es un resultado coyuntural: desde 1990 hasta hoy las proporciones son similares. 

Además de ser normal, el déficit público no impide el crecimiento. China e India, las economías del G20 más dinámicas desde 1990, tuvieron en los últimos 25 años un rojo fiscal anual medio de -1,3 y -7,5 por ciento en relación al PIB, respectivamente. Otros dos BRICS también mostraron balances fiscales deficitarios: Sudáfrica (-2,2 anual promedio) y Brasil (-4,5). Lo mismo sucedió con los desarrollados; en los últimos 25 años todos los países del G7 presentaron rojos fiscales: EEUU (-5,4 por ciento del PIB, en promedio por año), Japón (-5,2), Italia (-4,7), Reino Unido (-4), Francia (-3,7), Alemania (-2,2) y Canadá (-2,1). Tampoco se observa, en esa mirada de mediano plazo, una especial intensidad en el déficit fiscal argentino: en promedio fue del -1,9 por ciento por año, frente al -2,8 de los miembros del G20 y el -2,1 del resto del mundo. 

¿Será que el déficit público no es –a diferencia de lo que reza la superstición fiscalista– el peor de los males? En la consideración de este interrogante jugarán su partida la ideología y el pragmatismo del Gobierno. La ideología le sugerirá acelerar los recortes de subsidios y licuar los gastos con subas nominales de salarios públicos, jubilaciones y asignaciones por debajo de la inflación esperada. El pragmatismo, en cambio, le aconsejará tener en cuenta el impacto ruinoso que la estrategia anterior podría tener en el consumo, principal componente de la demanda agregada, durante un año electoral.

* Docente e investigador de la UNQ.


Sequía de inversiones

Por Leandro Martín Ottone *

La inversión está determinada o influenciada por diversas variables. La primera, es la capacidad de ventas actuales que tiene la empresa y esto depende del nivel de la actividad económica, o sea, del consumo. El nivel de Utilización de la Capacidad Instalada (UCI) permite evaluarlo rápidamente, así cuando el indicador es alto muestra que la actividad económica está en niveles elevados y por lo tanto las ventas están creciendo. A esto se le suma el concepto de acelerador y las expectativas. Cuando una empresa produce por encima de la utilización de la capacidad instalada “normal” (promedio cercano a 75-80 por ciento) y hay expectativas de que la economía mantenga ese sendero, se activa el acelerador. Las expectativas son fundamentales para la inversión porque dependen de la trayectoria futura de la economía. Una segunda variable es la tasa de ganancia, la cual va a determinar si el proyecto de inversión es rentable o no. Cuando toma decisiones de inversión, un empresario no solo mira el nivel de ventas actuales y las expectativas futuras sino también si el nivel de tasa de ganancia es el adecuado para su actividad. Este determinante está íntimamente ligado tanto al precio de venta como a los costos del proyecto de inversión. La otra variable que entra aquí en juego es la tasa de interés de mercado. Cuanto más baja sea la tasa de interés, mayor será la cantidad de proyectos de inversión que se puedan llevar a cabo, y cuando aumenta sucede lo contrario.

El 2016 fue un año de contracción económica con una caída de 3 por ciento del producto que afectó al mercado de trabajo y, por lo tanto, al consumo. Desde el punto de vista productivo, la industria tampoco tuvo un buen año mientras que el sector agropecuario tuvo una dinámica distinta con un incremento de la cosecha respecto al año anterior. Este último sector fue beneficiado con la masiva transferencia de recursos provenientes de la baja en las retenciones y la devaluación. Por su parte, como aproximación al funcionamiento del sector industrial, vale señalar que la utilización de la capacidad instalada estuvo en torno al 63 por ciento, muy por debajo de lo observado los últimos años y, por ende, eso significa un fuerte desaliento a las inversiones.

Asimismo, el año pasado el BCRA se propuso como principal objetivo controlar la inflación instaurando un sistema de metas de inflación que tiene como único instrumento el ajuste en las tasas de interés. El aumento en el valor del dólar  en simultáneo con la suba de las tarifas públicas generó una inflación de costos que se trasladó a toda la economía. El BCRA decidió combatirla con una suba abrupta de las tasas que afectó directamente los proyectos de inversión por un canal diverso al de las ventas.

De acuerdo al Indicador Mensual de la Inversión del ITE, en 2016 hubo una caída del 6,1 por ciento, explicada principalmente por un derrumbe de la construcción (-12,7 por ciento) frente a la inversión en Equipo Durable de Producción (EDP) que tuvo un leve aumento (2,3). Dentro del EDP, el Equipo Durable de Producción Nacional (EDPN) tuvo un incremento nulo y el Equipo Durable de Producción Importado (EDPI) aumentó 3,6 por ciento. La caída en la demanda de cemento y los principales insumos en la construcción respondió al comportamiento contractivo en el sector privado pero el fenomenal ajuste experimentado por la obra pública fue el sector que más afectó a la construcción, incluso superando la merma en de las inversiones en actividad petrolera. Por el lado de la EDP, si bien no se observaron caídas a nivel global, los desembolsos en aumento -importados y locales- estuvieron concentrados en equipos de transporte y maquinaria agrícola, mientras que la inversión asociada a sectores como metalmecánica, automotriz, refinación de petróleo y metálicas básicas tuvieron un mal desempeño propio de la dinámica industrial.

En el año 2016 la Inversión Extranjera Directa fue de 2.523 millones de dólares, frente al promedio de 2010-15 que fue de 2.533 de acuerdo al BCRA. Por ende, en el primer año de gestión del nuevo gobierno la IED no tuvo ningún cambio respecto al modelo anterior, a pesar de todas las medidas de liberalización del mercado de cambios y del sector financiero. 

* Docente de Unpaz y UNAJ y economista de ITE - FGA.