Desde París

El presente se reescribe a orillas del río. El tiempo parece haber desenvuelto sus mejores signos, sus cadencias despreocupadas. París no parece París. La ciudad antaño nerviosa, con dejos de malhumor, apurada, de golpe frenética, neurótica e indiferente, de a ratos cerrada como una fortaleza, respira de pronto con el andar de una melodía, se mueve como si sus selvas de asfalto y edificios y autos fueran un jardín suspendido. Hay, así, con solo mirar distraídamente, un humanismo familiar que se instaló en la capital de Francia. Como si, como si, sí, sí; si esa esperanza, esa promesa de un cambio radical de nuestro mundo, hubiese comenzado con ese peatón meditativo, instalado en el instante que vive, caminando con una despreocupación y una conciencia de lo inmediato nada común en las metrópolis liberales. El desconfinamiento liberó un ser renovado, más paciente e interior, lento, sensible a la frescura de la primavera, a quienes lo acompañan. Está en el momento y no con la cabeza puesta en la agenda. La tragedia de la pandemia modeló, en estas primeras semanas de libertad, un peatón urbano que se pasea por París como si lo hiciera por una colina de Borgoña. Las plazas y los parques siguen cerrados, no así los centros comerciales. A la burrada del liberalismo no la curan ni 30 mil muertos. El único lugar con espacios abiertos es el Sena y sus orillas. Entonces la ciudad se acerca a ese horizonte de agua, reconciliación y paz. No pasan autos sino pájaros. Corre la brisa y corren los niños. Miles y miles de personas ocupan las orillas del Sena. No hay bares ni restaurantes, los comercios funcionan a marcha forzada y los cines no difunden la ya indigerible idiotez de las grandes producciones norteamericanas.

La única gran pantalla es el Sena. El río es también la orilla de la responsabilidad. Nadie lleva máscaras. Es un espacio de juego, como buena parte de la ciudad. El desconfinamiento se va llenando de una subjetividad corpórea. Antes, cuando había sol, el Sena era el lugar de la exposición individual. La gente tomaba sol, los hombres y las mujeres ostentaban sus atributos. La gran mayoría estaba solo, desconectado del prójimo. En estos días ya no están solos, exponiendo el yo imperial como un desafío, sino en grupos de amigos, en familia, en pareja. París se va diseñando como una ciudad acompañada. Las parejas parecen más enamoradas, las familias más unidas, los amigos más cercanos. El peatón ha puesto distancias entre él y la propuesta consumista de la ciudad. La restauración liberal aun no encontró la punta del ovillo para recomponerse. La indiferencia al hiperactivo consumo es notable. No hay turistas y París está consigo misma. El París de esos dos meses de aislamiento era un paisaje post apocalíptico, pero sin la destrucción que le sirve de escenario. Tal vez el de hoy sea el post París del post confinamiento. Una transición entre un pasado de ciencia ficción y un futuro que ni siquiera se balbucea. De allí esa sensación de que todo es instante, como si un hueco temporal, una anomalía colectiva se hubiera expandido entre la gente y sus relaciones con el entorno. El care, la atención al otro es un gesto expandido. Sin dudas, lo facilita la disipación de la presión del consumo como catalizador del movimiento humano. Vivimos asediados por la batuta de alguna industria: el turismo, la tecnología, la moda. Cuando esa orquesta deja de ensordercenos con su fuga hacia un futuro privado, entonces se delinea lo esencial, lo cercano, el amor o la indulgencia. El tiempo nos incluye sin empujarnos hacia la compulsión del consumo. París es amable, cercana y humana como lo serán otras ciudades. Somos ramas de la comunidad humana y no un excitado ejercito de consumidores.

Las semillas contaminantes del pasado no han desaparecido, y surgen otras nuevas. Las calles de París están invadidas por máscaras que la gente arroja por todas partes, sin cuidado del altísimo grado de gérmenes que contienen. ”HOPE” (esperanza) dice en letras blancas la máscara negra que lleva puesta una rubia en minifaldas sobre el Pont Louis Phillippe. No hay que desesperarse. Hay pocas esperanzas, y las pocas nos señalan la necesidad de hacerlas fructificar. La utopía de una ciudad democrática, salvada de la globalización por la irrupción de la bicicleta como medio de transporte masivo y la buena educación de los usuarios habrá durado muy poco. El ser humano recurre a lo peor de si mismo para estropear lo mejor que creó. El ciclista y el monopatinero forman la nueva figura detestable. El eje que va de la Place de la Bastille à la Place de la Concorde (Rue Saint Antoine y luego Rue de Rivoli) está vedado a la circulación de los autos. Más del noventa por ciento de las bicicletas que lo transitan no respetan los semáforos. Cuerpos, espacios y máquinas sin motor confrontados. La moda desconfinada es la bicicleta revisitada a partir de una de las ideas fuertes del pensamiento alternativo: «el urbanismo táctico”. Se trataba de delinear al azar, con pintura y sin permiso alguno, pistas ciclables espontáneas. En Francia hoy hay más de 1.000 kilómetros de esas pistas ciclables a las que se llama “coronapistas”. La idea proviene del urbanista norteamericano Mike Lydon. En 2010, Lydon conceptualizó el urbanismo táctico (Tactical Urbanism : Short-term Action for Long-term Change) como un método de intervención urbana a corto plazo que debería transformar las cosas a largo plazo con la demostración de que es perfectamente posible trastornar suavemente los dispositivos de desplazamiento. Ya antes, en 2005, el colectivo californiano Park(ing) Day había llevado a la práctica ese principio en San Francisco. Combinadas, ambas ideas se plasmaron en 2011 con la reapropiación de las calles en 162 ciudades a través del mundo.

En 2020, el urbanismo táctico paso de lo alternativo a lo oficial. Los políticos se apropiaron del símbolo, lo extienden por las ciudades y dejaron afuera las contribuciones ciudadanas cuya moral se base en el interés colectivo. La oficialización del urbanismo táctico es ahora el corazón de la ciudad eco-liberal moderna. Los poderes públicos pueden transformar sin la necesidad de hacer inversiones gigantescas. Pintar una línea en las calles no cuesta nada. El resto es una historia de disciplina, hoy ausente. El otro lado escuro radica en que ese urbanismo táctico está mayoritariamente reservado a las ciudades y no a los suburbios. Una distinción de clase radical penetra la idea inicial, festiva y artística, a la que se suman otras exclusiones: las personas de edad muy avanzada, los enfermos, los minusválidos y quienes sufren durante años las consecuencias de un accidente. En 2008, el antropólogo francés Mar Augé público un breve y hermoso ensayo sobre la Reina de dos ruedas: «elogio de la bicicleta” (editorial Gedisa para la versión en español). Augé veía en la bici un retorno a lo real y un vehículo de igualdad social porque cada persona, rica o pobre, tenía que pedalear.

Habría que trabajar juntos para que predomine ese sueño. Por ahora todo va lento.

Peatonar por París es un movimiento que mezcla la necesidad del desplazamiento y lo lúdico. La modestia del peatón, su vulnerabilidad fundamental, la forma feliz con que se mueve, sin acelerar tiempos, son, juntos, el ingrediente del desconfinamiento. No hay muchos lugares a donde ir apurados, ni demasiado dinero para gastar porque nadie sabe lo que vendrá, ni si conservará su trabajo. El peatón reescribe el presente y en su lento andar traza un surco, mezcla de los romanticismos activos de los años 70 y de las necesidades del ahora. El liberalismo y sus canales no pueden vendernos porquerías estrafalarias ni excitación. El peatón es el primer insurgente de un mundo cuya transformación será lenta y minoritaria. Solitarios o acompañados, los peatones se acercan a las orillas del Sena para contemplar el flujo hipnotizador del río como si fueran, en pleno Siglo XXI, los recién nacidos de un planeta navegando a tientas en busca de su salvación.

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