¿Por qué será que los humanos luchan por su esclavitud como si fuera por su salvación?, se preguntaba Spinoza en la alborada de la modernidad. En este estrepitoso crepúsculo pandémico la pregunta es otra. ¿Por qué será que se anhela una nueva normalidad como si fuera la libertad?

Ya no podemos amar sin presentir, hemos ingresado en la postumidad. Nuestro presente es el fin de las utopías. Nuestra herida narcisista, comprobar que la historia no disponía ni la emancipación, ni la igualdad, ni la paz perpetua que los modernos habían diagnosticado. La antigüedad se había regido por el pasado. La modernidad apostó al futuro. La posmodernidad a los tiempos simultáneos. ¿Y los contemporáneos del Covid-19? Con síndrome de obsesión futurista, como negando el presente.

Desde comienzos de 2020 habitamos un acontecimiento inédito. Interpela demasiado, se prefiere pensar el futuro. Pero la filosofía no es futurología. El buho de Minerva levanta vuelo al caer el día, decía Hegel. Una vez que suceden los acontecimientos la filosofía construye conceptos. Carece de capacidad profética. Wittgenstein lo resumió así: de lo que no se puede hablar, mejor callar.

La modernidad había sido hipócrita, prometía imposibles. Justicia universal, conocimiento absoluto, arte como forma de vida total. La posmodernidad fue cínica, no disimuló oportunismos, pastiches ni ambigüedad moral. Pero ¿ambas subsisten?, ¿o deambulamos sobre cadáveres que emiten señales de vida? ¿Somos modernos o posmodernos? Ni lo uno ni lo otro y a la vez ambos. Nuestra época es póstuma, se desliza y tropieza entre la agonía de las prácticas desde las que nos subjetivamos y el fracaso de las promesas de un mañana mejor. La caída de las Torres Gemelas, símbolo de un cambio de paradigma geopolítico, empoderó a los represores. Estado de excepción, terror al terrorismo, estallidos financieros, rescates para los ricos, niñez migrante enjaulada, muros dividiendo países, recrudecimiento de machismos, xenofobias y exclusiones. Tiempos póstumos.

Asistimos a la perversión de los ideales modernos. He ahí nuestro nihilismo. Atravesamos ese medio siglo al que llamamos posmodernidad -mediados de 1950 hasta 2001- casi sin darnos cuenta. Guerras imperiales la antecedieron y precedieron. Hasta que apareció un migrante que se burla en la cara de los hacedores de Brexit y de muros supulcrales. Covid -el enemigo invisible- atravesó todas las fronteras sin pasaporte y se aloja donde quiere, hasta en el número 10 de Downing Street y en el palacio de Buckingham.

Daños colaterales de la pandemia: intelectuales hostigando a quienes cuidan; investigadores rechazando protocolos validados por la comunidad científica, divas despectivas del dolor ajeno y huyendo ¿para evadir impuestos? Propietarios de countries a favor de la economía, porque son sus servidores quienes ponen el cuerpo. La falange del tercer milenio grita ¡viva la muerte!, de los demás, ¡viva la economía!, propia. Esta avanzada derechista y bizarra tuvo un preludio profético: se escaparon de sus corrales vetustos y avanzaron sobre barrio norte los gansos de Buenos Aires.

Para Judiht Butler, lo más preocupante en esta crisis es que las demandas neocapitalistas por abrir la economía aceptan que significará la muerte para las personas más vulnerables de nuestras comunidades. Pero no les importa. Estos rancios -algunos brillantes en otras épocas- olvidan que los límites de la libertad de expresión es la propagación del odio y la violación de la dignidad de otras personas.

Necrofílicos trasnochados que recuerdan a los Muselmänner, tal como denominaban a los muertos vivos en los campos nazis. Apáticos, egoístas, sin fuerzas se arrodillaban y balanceaban su torso como un islamita orando (de ahí el apelativo musulmán). La perversión fascista los descerebró. Primo Levi los llama ineptos, Viktor Frankl, deshumanizados. En lenguaje coloquial les decían podridos. Eran tan repelentes que las cámaras testimoniales de los aliados apenas los muestran unos segundos. Pudor ante humanos devenidos zombis.

La guerra mundial acabó con los musulmanes, pero el virus los exhumó. No existen barbijos para protegerse de los anticuarentena. En cada negacionista de los crímenes de la dictadura o del virus se revela un Mulsemann que, desde su levedad ontológica y su discutible ética, reclama con urgencia una nueva normalidad. ¿Normalidad? Vivir en sociedad -con o sin cuarentena- es cumplir normas. ¿Nueva? No existen síntomas de cambios estructurales. Solo trasmutan hábitos y costumbres. Los límites de mi espacialidad son límites de mi tapaboca. La existencia mediatizada por lo virtual. Es la estrategia urgente de Silicon Valley. No hay virus que pueda contra el neocapitalismo.

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Las estructuras disipativas de Ilya Prigogine son marco teórico apropiado para pensar la pandemia. De situaciones caóticas pueden surgir nuevos equilibrios. Por ejemplo, existen amebas que sólo viven en comunidad. Si la colonia es intrusada, se disipan y mueren. Aunque en circunstancias turbulentas muy alejadas del equilibrio, el accionar de un elemento del sistema puede atraer a sus pares y formar un agregado móvil. Buscan una fuente nutricia y forman una nueva colonia. La pospandemia ya encontró fuentes nutricias. Teletrabajo, salud, compras, gimnasia, diversión, educación, relaciones sociales y sexuales, todo virtual. Pero real, produce efectos empíricos.

Hace unos años, finalizada una clase sobre relaciones sexoafectivas remotas, una alumna me contó que, con su pareja, se habían conocido por una llamada equivocada. Meses de telesexo. Finalmente se encontraron. Ahora conviven, se aman, pero de vez en cuando el estímulo se agota. Renuevan la pasión cachondeándose virtualmente. Otra vuelta de tuerca de la evolución biológica, cada vez menos cuerpo, cada vez más voz e imagen. Marosa di Giorgio previó la desaparición del cuerpo en las relaciones amorosas: No se tocaban ni las manos. Conversaban, eso sí. Una conversación cuidada, delicada, brutal, en voz baja, a ratos bajaba a ratos había cumbres, clímax y descendía y se erguía pecando en extremo, pero llena de sorpresas y de escándalos. ¡Lo que se oyó! Al fin hubo un corcovo y un grito. Siempre de lejos, sin tocarse. Los fabricantes de las otrora camas “matrimoniales”, ofrecen ahora un biombo separador y dos lechos individuales munidos, cada uno, de notebook, auriculares, dildos y pañuelitos descartables. Sexualidades póstumas.