Trescientos.

El número no remite, en este caso, a los 300 espartanos de la película de Zack Snyder; tampoco a los 300 milicianos que apoyan a Bolsonaro. En estos días, en Argentina el número refiere a 300 “intelectuales” que titularon una carta con el neologismo Infectadura. Una carta que armó algo de revuelo, con algunos periodistas-opinadores saliendo a confrontar con acusaciones ideológico-políticas y más de 10.000 científicos que redactaron una carta con estadísticas y cifras que ponían de relieve los beneficios de la cuarentena (la que, además, impacta de modos diversos en el AMBA y Chaco respecto del resto del país donde se han habilitado un 80% de actividades económicas. El porteñocentrismo es feroz y se pretende nacional).

Pero lo que me interesa enfatizar es que, en las respuestas a la carta, poco se dijo sobre el lenguaje y menos sobre la tensión que se instala en su relación con lo político. El “problema” no son Sebrelli,Tonelli, u otros firmantes de la infectadura, sino más bien que ese tipo de cartas públicas abre brechas en el lenguaje, habilita carriles de asociación, provee de un “colchón” a los que están incómodos con la cuarentena (¿pero quién no lo está?) y faculta a comprimir bajo un mismo y único rótulo una serie de articulaciones semánticas y desplazamientos ideológicos peligrosos para la vida democrática.

El lenguaje es el primer articulador de la vida social. Y el nudo del problema de este tipo de rotulaciones es que algo se agarra con fuerza al sentido común. Porque lo que sucedió, en este caso, es que detrás de la palabra libertad quedó escondido el egoísmo. Y estaoperación de clausuraes peligrosa no por maldad ni por ignorancia, sino porque cierra el lenguaje. Y entonces cuesta desarmarlo. Así funciona el sentido común. Sin apertura del lenguaje es difícil intercambiar ideas y opiniones, que es un rasgo fuerte de la democracia.

Infectadura es peligrosa porque implica haber abierto una puerta para meter adentro todo lo que a algunes les incomoda bajo una misma palabra: Venezuela, libertad, comunismo. Y luego, claro, cerrarla bajo cuatro llaves. Así funcionan algunas ideologías. 

Primero se colonizan elementos simbólicos inorgánicos y asistemáticos que circulan desamarrados y huérfanos, para luego articularlos con otros significantes totalizadores sin asidero empírico (¿cuál es el suelo empírico de libertad?). Infectadura opera en esa dimensión compleja, la del sentido común, que es aquella que articula,nada más y nada menos, política y cultura en la vida cotidiana. Y que tiene efectos poderosos, tanto en el discurso de los lenguajes morales, como en la disputa económica y la del espacio político.

Parece insuficiente entonces quedarse rumiando enojos y fastidios por la carta, cuando en realidad habría que intentar des-articular los significantes que sacuden la vida en democracia. Es necesario instalar debates y reflexiones que apunten a estos núcleos del sentido común. De otro modo, las posiciones de los intercambios se tornarán estériles y arduos los esfuerzos. Intervenir en la dimensión política-cultural consiste en proveer insumos que permitan otorgar un nuevo sentido al sentido común, valga la redundancia. Hacer circular nuevos significados; desafiar lo naturalizado; multiplicar los lugares de enunciación; dislocar lo que se da por hecho; poner de manifiesto los “ruidos” y los “hiatos” existentes en el ordenamiento social; operar sobre las cadenas significantes; desconectar los anclajes con los que se legitima la desigualdad; intervenir, en fin, sobre aquello que quedó amarrado, precisamente, en el sentido común.

* María Graciela Rodríguez es doctora en Ciencias Sociales, docente UNSAM-UBA.