Nunca parece suficiente cuando se intenta describir un libro que supone una serie de manifiestos del presente. Aunque lejos de lo dogmático, en tiempos donde domina la incertidumbre, tal vez asirse a las ideas puede devolver algo reconfortante. El compositor, músico y productor Juan Ibarlucía acaba de publicar Diarios del ruido, por las siempre bellas ediciones platenses de Firpo Casa Editora. El libro es "una provocación a involucrarse con la época, a escucharla, discutirla y escribir".

A lo largo del texto, el fundador de la escuela de artes experimentales Territorio se cuestiona por la sobre intervención en el arte y sobre lo que debería movilizar a quien se sube a un escenario, recuerda esa cara poco feliz de la cultura del sampling (la existencia de Tik Tok) y resume la lógica del capital que digita las plataformas digitales, lógica que consigue engatusar a más de un artista. Por cierto, Territorio tiene un festival este viernes 27/6 en Niceto Club, con shows del propio Ibarlucía, de Francis Amante, El Sofisma del Yo, Tenue Suerte y Pistolera.

Una forma de leer el libro del también fundador de Pommez Internacional y Sudestada X puede ser jugar a ver con cuál de todos los principios te quedás dando vueltas, cuál te resuena. Otra es aportar las teorías que evoca su lectura. Haremos una combinación entre ambas, entonces: un ejercicio lúdico que amplié sus ejercicios poéticos y políticos. Diarios del ruido propone un entusiasmo, aporta otra conversación sobre el propósito del trabajo artístico, que en contemporáneos es cada vez más común escucharle cuestionar a la bestia de lo rentable. Si la contemporaneidad nos vuelve más individualistas, la inmersión sonora nos conduce por la incomprensión de nuestros pares.

Unos años atrás, en varios lugares de Argentina, la figura del ciudadano que escucha música sin auriculares se asemejaba a un sicario de la calma. La molestia venía con un sesgo de clase: molestaba particularmente el tipo de música, que casi siempre era cumbia. Pausado el teclado del transporte público con la pandemia, la orquesta de las grandes ciudades se muteó para volver tiempo más tarde como una cancelación recargada de la conciencia e interés del otro. Se maximizaron los sonidos automáticos mientras las voces humanas fueron apagándose.

Si por entonces los ruidos urbanos eran señalados, hoy la gente se vuelve inimputable: mira redes sociales en el cine, escucha audios en altavoz, grita en cualquier lado. El despertador, la SUBE, el molinete, la caja del supermercado, el cajero automático, las máquinas de las obras en construcción (que en la Ciudad de Buenos Aires son una coreografía perfecta del terrorismo sonoro). Por momentos parece que estuviésemos evadiendo, que la famosa cancelación de ruido de los auriculares es otro recurso para hacer de cuenta que necesitamos más concentración, cuando en realidad trocamos el mapa de voces por interferencias técnicas. La "lluvia" de la tele al finalizar la transmisión.

En su ensayo sobre la existencia de los airpods como dispositivos de realidad aumentada, el crítico sobre tecnología y urbanismo Drew Austin cuenta cómo a medida que cada uno presta atención a su propio entorno auditivo, el paisaje sonoro público estará compuesto cada vez más de menos voces y más relleno ambiental. En el principio de este libro, Ibarlucía se sube a un auto y se asquea de la música de perreo que escucha. Canciones que intentan vender sexo y ostentación pero devuelven distancia y remarcan una realidad: la posibilidad del sonido como un arma de control.

Dentro del capítulo dedicado a las Tecnologías Sonoras, el autor brinda una reflexión cruel pero no menos verdadera: "Hemos perdido la capacidad del olvido". Si el libro se lee en Argentina, hay que admitir un sesgo y decir que la tecnología tal vez editorializa la memoria, y a la hora de registrar historia no sabe pedir refuerzos. Nuestro propio archivo social no sabe cómo contarse. La música mainstream encarna uno de los grandes dispositivos neoliberales, por eso –en contraste– escuchar música nueva puede sentirse como algo disruptivo. Lo diferente (en cuanto a lo que estamos acostumbrados) supone también la posibilidad de conocer otro idioma. Atreverse a salir de la comodidad de lo conocido puede acabar excitando al algoritmo, por más contradictorio que parezca.

En el capítulo "La conquista de lo chill" del libro Mood machine: The Rise of Spotify and the Costs of the Perfect Playlist, Liz Pelly detalla los mecanismos que aplica la plataforma líder de streaming de música para condicionar a las personas a través de las listas basadas en estados de ánimo. Lo que suena nuevo, en realidad tiene más de 90 años. En 1934, Edison vende las patentes para crear un servicio de suscripción musical que terminó siendo Muzak, la marca más famosa del mundo de música genérica: tracks para poner en lugares de trabajo, shoppings y casas. Introdujo la idea de "música de ascensor" pensada para calmar la ansiedad de la gente cuando la tecnología se popularizó. Algunos años más tarde empezó a vender paquetes llamados "Progresión del estímulo", consistentes en secuencias que alternaban música y silencio para lograr la máxima productividad. El amigable compilado para dejar de fondo mientras estudiás o hacés yoga en otro momento fue la cortina para potenciar la docilidad de la mano de obra en las fábricas. La empresa hoy cambió su nombre a Mood Media y sobrevive a playlist por encargo y hasta vende márketing de olores para clientes como Burger King o 7-Eleven.

En la película We Have to Talk About Kevin, Tilda Swinton sale a la calle en busca de algo que aplaque el llanto de su hijo. El retumbe de la excavadora es a sus oídos un oasis contra la incomprensión de un recién nacido. Diez años más tarde, la actriz protagoniza Memoria, del tailandés Apichatpong Weerasethakul. Allí, los ruidos en lugar de venirse encima se les escapan y sale a buscarlos a donde sea. La escena es larga, contemplativa y quieta pues, lo que se persigue no se ve. ¿Tenemos todavía el mismo apego por el sonido que por las palabras?

Nathan Fielder, interpretando a un Nathan Fielder que "está probando algo" en su soberbia serie El ensayo, entra a un local a comprar un Ipod (temporalmente está en el año de su lanzamiento) y le pregunta al vendedor si mucha gente "consume música" por esos días. El chico responde, como diciendo una obviedad: música es todo.

Diarios del ruido es un libro breve, aunque como dato no es más que eso, porque no está pensado para digerir y seguir la ruta. Sus 62 páginas se disponen para el diálogo, la discusión o el simple asentimiento. Es un paréntesis que no cierra, como los surcos irregulares que deja el viento sobre el mar. No correr la lectura en un texto que nos invita a contradecirnos, desarmarnos y regresar a lo fuera de registro puede ser un consenso que abreva a una serenidad como vanguardia. Y al llegar al final algo es seguro: el silencio jamás será la respuesta.


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