Mientras nos preguntamos sobre la “nueva normalidad” en los distintos órdenes de la vida (las relaciones afectivas, la educación, el trabajo) se nos dibuja un campo mucho más difícil de configurar: ¿es posible una nueva normalidad en la política? ¿admite la política un sentido de normalidad?, ¿qué tendrá de nuevo en ese caso?.

No estoy hablando de las instituciones estatales, que pese a las críticas de la oposición radicalizada se adaptaron a los cambios y están funcionando, como por ejemplo, las sesiones vía remota del Congreso. A lo que me refiero es a la gramática política, la que combina las normas con la narrativa del gobierno, la deliberación pública y la militancia. La normalidad es el sueño eterno de la política argentina, y como tal, es polisémica. Para la derecha la normalidad es statu quo, despolitización de la sociedad y gobierno del mercado; para el campo popular, en cambio, la normalidad es transformación permanente en la persecución de la justicia social. Néstor Kirchner en el 2003 hizo campaña prometiendo un país normal, pero su discurso de asunción develó que esa normalidad era en realidad un sueño.

Si hay algo inesperado, algo anormal, es una pandemia a la vuelta de la esquina de la asunción presidencial; no obstante, la respuesta oficial fue inmediata. El imperativo ético de la gestión consistió en poner la vida como prioridad central de la intervención político-estatal; la solidaridad y el cuidado como los principales vectores narrativos; y la pedagogía como la estrategia retórica de la conducción. ¿Serán estos los valores y formatos de la “normalidad” de esta etapa política bajo la conducción de Alberto Fernández? De algo tenemos seguridad: es deseable que lo sean.

Ningún proceso político se construye o se confirma de un día para el otro, pero los hitos excepcionales refuerzan sus caracteres fundantes. La coyuntura obliga a repensar los enfoques y las prácticas. Durante la pandemia se profundizaron algunos rasgos del discurso presidencial: la apelación afectiva, la movilización de emociones de cuidado a lxs más vulneradxs, de responsabilidad frente al otro, la sensibilidad política y la prioridad por lxs más desprotegidxs: “empezar por los últimos para llegar a los primeros”. Pero ya había antecedentes: la foto con Brian, el joven “de gorrita” amedrentado por ser fiscal del frente de todos en las elecciones, fue inaugural.

La consideración y diálogo genuino con las niñas y niños, la creación del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad y el expreso compromiso del Presidente (“Alberta”) con la legalización del aborto continuaron esa impronta fundacional, a todas luces permeable a las reivindicaciones del feminismo. Podemos suponer que estos valores interpelan a un “todxs” más amplio del que ganó las elecciones y se expresan en los números sin precedentes de aprobación de la figura presidencial que arrojan las encuestas. Sin duda, la pandemia aglutina voluntades que no serán eternas, pero hay algo del estilo de Fernández que precede y sucede esta excepcionalidad.

El escenario que se avecina no será fácil y el desafío es mayúsculo: levantar las banderas de la justicia social sin ser el azuzador de la grieta, consolidar una relación sensata y madura con la oposición sin ceder ante los intereses que perjudican a las mayorías populares. A nivel local, regional y global se destaca la figura del Presidente por su firmeza y su autoridad en la gestión de la crisis multidimensional que atraviesa el país: priorizar la vida, demostrar la insostenibilidad de la deuda externa y renegociar el pago, fomentar la cooperación internacional y fortalecer las instituciones democráticas nacionales y supranacionales. La nueva normalidad de la política de Alberto “viene a proponernos el sueño de tener una Argentina con todos y para todos.

Politóloga - Feminista/Dirigenta de Avanza