Una adolescente de trece años toca la batería que le regaló su abuelo en un rincón de su cuarto en Long Beach, California, esa noche habrá una fiesta y ella es la única chica de la banda. Muchas olas surfeadas y dos años después, esa chica será una de las fundadoras de The Runaways, el primer grupo de rock femenino que le cerró la boca a la monotonía masculina cantando “Cherry Bomb”, la bomba de cereza que no puede quedarse en casa ni en la escuela, la bomba salvaje que le promete darle al chico de sueños sucios algo por lo que vale la pena vivir. 

Hubo álbum internacional, gira japonesa con estadio lleno, disco de oro y camas compartidas. Las cinco adolescentes que apestaban según la crítica misógina de las radios norteamericanas, eran furor femenino en guaridas europeas que celebraban su estilo proto-punk con foto playera, bikinis y tabla de surf. Tenían dieciséis años. La historia de la banda se inventa con apellido Fowley, porque así se llamaba el productor abusivo, Jackie Fox dijo en una entrevista que fue violada por Fowley en la Nochebuena de 1975, farsante o Don Juan (según la protección de la época lo nombre) que reunió a las adolescentes y se convirtió en su manager. Sandy cuenta que vio a un hombre con traje naranja en el estacionamiento de un bar y que cuando su novia le dijo que ese tipo conocía a Alice Cooper, se presentó y le dijo que era baterista. El hombre naranja era Kim Fowley, a quien Zappa quiso convertir en el Brian Jones de The Mothers of invention, y el encargado de repartir los números de teléfono. 

Unos días después “la baterista de rock pionera, exuberante y poderosa”, como llaman a Sandy en los homenajes, y la guitarrista Joan Jett se reunieron en la casa de Sandy a tocar y componer. Esa tarde nació The Runaways. Se sumaron después Lita Ford (guitarra), Jackie Fox (bajo) y Cherie Currie (voz) y juntas firmaron en febrero de 1976 un contrato con Mercury Records. Con desencuentros y abandonos escalonados el grupo se disolvió en 1979. 

 Con mejor suerte para Joan que se convirtió en una gran estrella del pop-rock (con charla acústica con Julian Cope incluida) y para Lita con Sharon Osbourne, los proyectos solistas destrozaron el corazón de Sandy. En Edgeplay: A Film about The Runaways, el documental sobre la banda (hay además una película con Kristen Stewart y Dakota Fanning), Sandy culpa a mediadores e intrusos, habla de celos, de avaricia y de alientos destructivos: “no había razones para que la banda se separara, ninguna razón, no puedo superarlo.” 

Verla llorar refuerza la idea de la maldición del baterista que aparece en This is Spinal Tap, un viejo film sobre un grupo de rock (lo estereotipado del rock impide mentir más que la ficción) en el que los bateristas explotan en combustión interna como las condesas balzacianas o los personajes de Dickens. West (se llamaba Sandy Pasavento) tenía diecinueve años y había perdido el sueño alimentado durante diez, cuando dejó el violín, empezó a tocar la batería y descubrió que esa roca era el Edén donde quería naufragar. En el desconcierto de las imprecisiones, en retrospectiva confusa, como ese chisme francés que dice que fue el amor oculto de Cherie Curie y que alejada de una de sus novias fue amante de Alain Delon, Sandy aparece involucrada en actividades delictivas que incluyen el brazo roto que tuvo que romperle a alguien por una deuda impaga y la cárcel, donde dicen que le diagnosticaron el cáncer de pulmón. En la noche de enmienda, los recuerdos penosos ya fueron reemplazados por los fatales, se hermetiza la tristeza sin promesa. A la espera de mejores huellas, suena el bordoneo ilusionado y redoblante de la caja de sonidos de Sandy. Ruge la carne de las almas.