Cuando salió de España, la república derrotada y comenzado el largo exilio, Luis Buñuel ya era Luis Buñuel, no sólo en el mundillo poético y surrealista sino también en el cinematográfico; a la audacia de “Un perro andaluz” se agregaba el documental “Las Hurdes” y entre las dos películas lo que serían las dos tentaciones de todo su cine posterior. Buñuel, cineasta, debe haber pensado, como unos cuantos de su arte u oficio, que los Estados Unidos era el lugar en el que podía continuar lo que había empezado en España y en Francia y ahí fue. Algo hizo pero no gran cosa de modo que gracias a una serie de decisiones recaló en México donde ya habían llegado miles de compatriotas y hasta el Gobierno republicano en el exilio.

Pudo empezar a trabajar en un momento en el que el cine mexicano empezaba a expandirse y a buscar su propio lenguaje, determinado por las prolongaciones y secuelas de la revolución: empezaba un proceso de institucionalización y de modernización con un fuerte sesgo identitario apoyado en políticas socializantes; el cine se hizo eco y brotaron realizadores y técnicos así como actores y demás elementos coadyuvantes que generaron productos de gran valor. En ese clima, Buñuel empezó a trabajar y produjo unas cuantas películas en las que una de sus tendencias, no el surrealismo por entero sino por toques, el documentalismo, predominaba francamente. Lo interesante, lo central de sus proyectos mexicanos consistía, me parece, en que lo documental se apoyaba en una mirada de sorpresa sobre una realidad que le era desconocida y lo genial es que vio una superficie y un fondo mexicano tan certero como lo que los propios mexicanos quizás no veían o no querían ver, tal como ocurrió con Los olvidados. En ese sentido, las películas que filmó en México hasta volver a Europa no están encapsuladas en un estilo sino que forman parte de un acervo nacional en la misma cuerda que las de Fernández, Urueta, de Fuentes y otros, sus contemporáneos y sus seguidores.

El conjunto fílmico del período mexicano suele ser considerado transaccional, en parte hasta concesivo y aun comercial; es cierto que el ciclo de sus grandes películas, que comienza con Nazarín y se afirma en España y Francia, parece muy diferente de las que filmó en México, por su vuelo y calidad, pero volver a ver aquellas permite descubrir momentos y aspectos de gran interés; es lo que pude considerar, sin haberlas visto todas, en esa encantadora Subida al cielo, ya mencioné Los olvidados. Ahora me tocó El bruto, de 1953.

La historia que se relata, como todas las historias, interesa no mucho por su tema pero mucho por cómo es contada y, en el caso, ambientada y actuada; sea como fuere, no pasa de un melodrama en el que un “malo” se convierte en “bueno” por la magia del amor de una “buena” pero, por eso mismo, una “mala” lo destruye: el “bruto” ama a la hija de un hombre que él hizo morir y ella le corresponde ignorante de tan grande culpa; la “mala” se encarga de revelarlo y cuando el ex-bruto le quiere explicar porque no la quiere perder, la “buena”, indignada, le dice “no quiero escuchar” y se va. La consecuencia no se hace esperar, esa frase desencadena la tragedia, todo termina mal; si ella hubiera esperado un poco y no la hubiera pronunciado, el “bien” habría triunfado y la verdad habría coronado la desgraciada historia. Y la película habría sido otra, quizás menos patética.

Varias lecturas podrían hacerse de tan tremenda historia; por ejemplo que un implacable destino acecha a quienes persiguen, aun por tortuosos caminos, el bien y también que se trata de una tragedia de malentendidos, incluso que los ricos, que tampoco se salen con la suya, son los causantes de la tragedia que no es sólo de los pobres sino de una sociedad en la que no hay justicia. Todas son obvias pero todas posibles, todo melodrama las encierra sobre todo en virtud de las contradicciones y bipolaridades que las mantienen como corsets narrativos. Yo, arbitrariamente, las dejo de lado, creo que no valen la pena pese a que simplemente ver la película y disfrutarla sería suficiente como para recordarla, si es por eso un poco, e integrarla en el conjunto mayor, me refiero a la extensa obra de un maestro.

Me quedo con la frase, “No quiero escuchar”: me perturba, me relampaguea, en principio debe ser por la negación, considerando que toda negación desconcierta y angustia, pero, además, por su poder, o sea por lo que desencadena, algo así como las palabras que producen hechos. Y sigo: porque en términos corrientes podría estar en el fundamento de innumerables conflictos, el malentendido, tan frecuente, se nutre de una negación semejante, lo mismo el consejo que no se sigue, la advertencia que se desdeña, la lección que se rechaza.

Y, para aterrizar en lo político, el razonamiento que resbala en oídos sordos: estamos en presencia de una amenaza de tamaño gigantesco, dice con toda claridad la OMS, y los energúmenos que braman en las calles de Buenos Aires no quieren que se lo digan, “no quieren escuchar”. No es nueva esta negativa que ha signado los últimos diecisiete años de la vida política argentina, desde que Néstor Kirchner llegó a una devastada presidencia en un no menos devastado país; en el último período, el de Cristina, adquirió una fisonomía más odiosa y perversa, con tal éxito que se convirtió en política a la cual hay que reconocerle una sabia mezcla de odio y de aprovechamiento cuando todo un sector social incorporó esa fórmula y la apoyó apoyando a Macri, las brigadas anticristina, ahora en el Estado, extrajeron la sangre del país, o sea enormes cantidades de dinero, mientras cerraban todos los oídos posibles a reclamos, necesidades populares, intereses nacionales, no eran palabras o explicaciones lo que no “querían escuchar” sino las voces perentorias de la realidad. Ese sector social, que debía escuchar, se cerró, eligió una tranquilizadora irracionalidad y contribuyó a lo que bien puede ser considerado la derrota de un país.

En ese panorama se abrió, cuatro años después, como se dice en las películas, una posibilidad, la de “los Fernández”, para el país, no para esa especie aunque esa especie siempre cae parada y no es imposible que sigan vampirizando como lo han hecho siempre. Apenas Alberto empezó a abrir las puertas y a enfrentar el desastre, apenas tres meses o un poco menos, se precipitó sobre el mundo la arrolladora catástrofe que nos está quitando el sueño: sus consecuencias están a la vista, no se ha podido empezar a gobernar sino sólo a administrarlas. En ese esquema, como en la película, hay quienes “no quieren escuchar”; que son sordos no cabe duda, tampoco que sean delirantes pero de sordos semejantes y de delirantes como ésos está saturada la historia como una enfermedad sobrepuesta y de la cual, contrariamente a los infectados de coronavirus, tales especímenes no quieren curarse. “No quieren escuchar” lo que se les dice, prefieren caer antes que admitir lo que demasiado buenamente se les está diciendo. Toman la invitación a cuidarse como un atentado a una libertad que no tienen, la sugerencia a protegerse como si fuera una monstruosidad y convierten el bien público en una temible amenaza universal, la feroz palabra comunismo que los despierta en las madrugadas de su rencor con más dramatismo que el riesgo de esa muerte que anda por ahí y que se los puede llevar como a cualquiera.