En la música argentina ya no quedan ídolos como Rodrigo. O sí.  "Quedan" en el sentido literal de la palabra: permanecen en un estado de veneración que se vincula serenamente con un veredicto popular establecido en el pasado. La de Rodrigo, en cambio, fue una explosión de idolatría. Se produjo y se consumió en unas pocas temporadas. Como si lo hubiesen condenado a ser epígono de una época --el menemismo que estalló con la Alianza-- atravesada por el culto de lo efímero. Un día de junio como hoy, frío y gris, pero veinte años atrás, un accidente automovilístico terminaba con la vida de Rodrigo Bueno y abría un camino fértil para la leyenda. Una leyenda fugaz, que fue languideciendo con la misma ley que gobierna las pasiones adolescentes.       

Un breve ejercicio de memoria y archivo invita a repasar aquel "fenómeno Rodrigo". PáginaI12 venía siguiendo, casi de costado, el ascenso irreversible de ese cordobés aporteñado que expandía los límites y los códigos del género cuartetero. No había modo de encasillarlo: era el "lado malo" de Gilda y prescindía tanto de la estética proletaria de la Mona Jiménez como de la candidez agropecuaria de Soledad. Lucía ropa informal, extrañas tinturas de pelo y poses de boxeador al acecho. La cobertura de uno de sus trece conciertos en el Luna Park dio cuenta de una personalidad artística avasallante, construida sobre la base de un cóctel bien batido: canciones sencillas y pegadizas, estampa de argentino ganador y una energía arrolladora. Una suerte de punk tropical. 

Rodrigo hacía de la productividad un método de superación y supervivencia. Parecía eterno, pero vivía como si sospechara que el éxito se podía terminar mañana mismo. Comentaba con orgullo aquella gira por la costa atlántica con 49 presentaciones en 9 días, rutinas de fin de semana que incluían entre ocho y diez recitales por noche; shows de veinte minutos seguidos y/o precedidos por una vorágine de asedio femenino, custodias bravas y camarines bien provistos. El fantasma de una supuesta "mafia de la bailanta" condimentaría más tarde su breve biografía con una dosis de novela negra. 

Porque esa desmesura, que se alimentaba con la fascinación asfixiante de miles de fans y la pulsión devoradora de la prensa, colapsó la madrugada del 24 de junio: un incidente con otro automovilista en la autopista a La Plata derivó en una persecución a 150 kilómetros por hora; la camioneta 4x4 del cantante perdió el control y chocó contra el guardrrail. Una muerte instantánea y absurda. La adrenalina mediática que ocupó las horas y los días posteriores al accidente superó, con creces, los desbordes que habían acompañado la vida de Rodrigo. El entierro trunco por el carácter "dudoso" de su muerte, una caravana interminable de fans que veló al ídolo en medio de sospechas de asesinato y delirios místicos de su entorno, fueron solo algunos de los pormenores que certificaban que, al menos por unos meses, la Argentina exhausta de mediados de 2000 tenía para mostrar un producto exitoso: Rodrigo muerto.  

Para 2001, el año en que el país quebró, la “marca” Rodrigo generó unos 15 millones de dólares. Tres veces más de lo que el cantante ganó en vida. La industria discográfica rascó la olla y recogió todo lo que pudo. Un puñado de "allegados" desfiló con torpeza sus minutos de fama. Una ex novia encontró en un cajón el casete con una grabación doméstica en la que cantaban juntos el tema "Figúrate tu", lo llevó a una compañía, en los estudios la retocaron un poquito y a los dos días estaba en la calle y en las radios. Los canales de televisión llenaron tardes enteras con la madre de Rodrigo, las mujeres de Rodrigo, los managers de Rodrigo, y con la historia de las dos fotos de Rodrigo que lloraban sangre en un barrio de Florencio Varela. En los trenes, los pibes vendían casetes truchos, CD caseros, posters y llaveros con la figura de “El Potro”.

Rodrigo se resistía a morir en paz. Pero el tiempo fue haciendo su trabajo. El nuevo siglo configuró vínculos menos estridentes entre artistas y público. Menos explosivos, también. Ahora solo cuando se cumple un aniversario "redondo" de su muerte, el cordobés comparte la efeméride con Carlos Gardel, que sí es recordado con escrupulosidad tanguera todos los 24 de junio. Del Morocho del Abasto lo separa, claro está, un abismo de estatura artística. Ambos comparten, a pesar de todo, el privilegio de haber sido un reflejo de su época. 

Hoy casi nadie le pide milagros a la estampita de Rodrigo, evidentemente menos generosa que la de Gilda o el Gauchito Gil. Su santuario en Berazategui luce abandonado, una mueca cruel que no desmerece, de todos modos, lo que el cantante significó en su momento de gloria. Más bien, la postal de 2020 sella provisoriamente la parábola de su carrera musical. Quizás dentro de unos años, la previsible nostalgia de quienes fueron adolescentes a principios de siglo reavive el culto de su figura.