¿Cómo se habrá escuchado ese silencio penetrante en aquel departamento del barrio de Once después de que los milicos entraran a las patadas y se llevaran a los cuatro? Tocaron el timbre una y otra vez. Nunca entendí por qué, si iban a entrar igual sin pedir permiso después de cortar la calle con los camiones del ejército. Quedaron los muebles dados vuelta, los armarios abiertos, la ropa en el piso y una cajita de zapatos.  Me contaron que durante un tiempo me asustaba mucho cuando escuchaba un timbre y que decía “saltaron por la ventana, saltaron por la ventana”. No lo recuerdo. Como nada de lo que sucedió ese día ni ninguno de los que compartí con mis viejos. Como nada de lo vivido con ellos: ni sus caras, ni sus voces, nada.  Y lo que siguió fue el silencio profundo del que no quiere (o no puede) hablar. Ese silencio del que no puede (o no quiere) escuchar. 

Se llevaron a los cuatro. Nos dejaron a los tres chicos en el departamento. Gustavo Rojas, el hijo de Mirta, tenía cinco años y esperaba una hermana. Yo, dos y medio. Mi hermano Manuel, casi nueve meses. ¿Dónde se queda un bebé que se despierta de noche sin su mamá ni ningún brazo que lo acune? Eso no lo sé. Eso no me lo contaron. Quizás llegó el encargado del edificio. Él narra los hechos que se describen en el legajo que tantas y tantas veces leí  “Circunstancias del secuestro: a las 12 de ese día el portero manifestó a las 5 de la mañana se los llevaron a todos, y a los chicos los vino a buscar la policía a las 8”. Así fue que llegamos a la comisaría 7ma de la calle Lavalle. 

En el departamento vivían mis papás Ana María Bonatto y Emilio Azurmendi, junto a Mirta Barragán y Leonardo Sampallo, compañeros del movimiento obrero. Mis viejos habían comenzado su participación política en la Universidad y se incorporaron al Partido Comunista Marxista-Leninista. En la comisaría quedamos los tres. Una asistente social localizó a mi tía Mirta que nos fue a buscar. Gustavo quedó allí varios días más hasta que encontraron a su familia paterna. El bebé que crecía en la panza de su mamá iba a nacer en cautiverio algún día del mes de febrero. Iba a criarse lejos de su hermano y de la verdad.

Me cuesta imaginarme ese diciembre. Sé de fiestas y celebraciones teñidas de dolor. Sé de la búsqueda desesperada de mis abuelas. Pero todo eso lo supe después. Porque en esos primeros meses no pudieron decirnos nada. Y qué nos iban a decir si estaban buscando todavía con alguna esperanza. No sé muy bien cómo, pero me fui haciendo a la idea de que iban a volver y empecé a esperarlos. A mirar por la ventana soñando el día en que los viera entrar por el portón blanco de la casa de Gonnet. O imaginaba encontrarlos en la calle. ¿Me reconocerían después de tantos años? El silencio produce estas cosas porque con algo hay que llenar la ausencia si no pudiste saber que allí habitaba la muerte.  

(*) Hija de desaparecidos, autora de uno de los cinco relatos que forman parte del libro Huellas. Voces y trazos de nuestra memoria, de la Cooperativa de trabajo El Zócalo. La presentación del libro es el jueves 30 de marzo, a las 20, en el bar de FM La Tribu, Lambaré 873.