Estábamos los tres en el sótano. Yo disfrutaba contándoles la historia de la rosita blanca que tenía una vaginita mágica que siempre decía la verdad. A Lucifer le encantaba mi historia. A Dios también. Las palabras con las que construía el relato tenían un aura musical, un terciopelo, una música y púas.

Mientras me escuchaba, Dios pasó el dedo por el borde del primer círculo, antes de encender un cigarrillo. De su cerebro salía un olor muy fuerte a humedad que se mezclaba con el olor de las velas que me regaló Eduardo. Con una mano sostenía el cigarrillo, con la otra pintaba el círculo en un color mohoso, imantado.

Lucifer tenía un gran sombrero tremolante que emitía sonidos de aprobación, oes y aes guturales, mientras nos enseñaba cómo dibujar una naranja. Era difícil la redondez, pero seguimos todas las indicaciones del maestro. Dentro del primer círculo hacíamos cosas simples pero necesarias. Una pluma al caer, la cáscara de la naranja sobre el mantel, botoncitos de nácar brillando entre semillas, la punta madura de un seno, las líneas de una mano, el sótano, un sol, la noche.

En el segundo círculo colocamos la rosita blanca, los dientes de amor que mordían el borde de la tierra con tal fruición que estalló un segundo Big Bang medio violín mezclado con ukelele. La rosita blanca provocaba secreciones suculentas, palabras puntiagudas, cierta energía femenina, muy orgásmica, muy sibilante. Dibujamos broza, escribimos establo, amontonamos el dibujo y la palabra. Los astrólogos y los arcángeles acudieron en sus alfombras mágicas para ver el pesebre donde descansaba el Big Bang recién nacido.

En el tercer círculo, la cáscara de naranja, cinta de Moebius, descubría el huevo alquímico que nacía, nacía, nacía. El deseo de nacer nacía y nacía. Naranja redonda con jugo, nacía. Pezón y leche, nacían. Genitales, nacían. El lenguaje nacía. El presente que ya había nacido, nacía. Dios sumaba detalles increíbles. Llamas violetas, aromas de gardenias. El maestro añadía las acelgas de O’Keeffe y yo algo que también nacía.

En el cuarto círculo, el párpado de la noche polifema hacía el día; el hígado de la mañana prometea hacía la noche. El maestro alentaba la inventiva de Dios. Yo aprendía, llenaba las copas de vino, ponía la mano sobre mis genitales y la velocidad necesaria para sobrevivir.

En el quinto círculo los nombres propios en minúscula y los sustantivos concretos en mayúscula. Penes morados, anos oscurísimos, Perlongher embarrado de poesía, sólo poesía en el quinto inferno. Y Perlongher desnudo y embarrado me cepillaba el cabello. Al maestro le gustó y Dios pensó que eso era bueno.

Al sexto círculo lo liberamos de un crónico Virgilio y pusimos a las Erinias a dibujar mandalas. A Dios se le ocurrió una idea brillante, y reversionó todo el Kamasutra con Virgilio y las Erinias en flor de loto, montaña mágica, cascada, candelabro italiano, puente de madera, pino indio, estrella de mar.

En el séptimo círculo rompimos el tiempo narrativo del Dante averno, sabiendo que los infiernos son grandes covachas flotantes cargadas de lenguas proféticas. Dibujamos la medida astrodina de la oruga de rosa que resplandecía en las nueve auras que Dante confundió con los infiernos.

En el octavo círculo, el maestro barajó, con su dedo mágico, los atacires, los eclipses, los armónicos, la palabra leche de la palabra seno, la palabra huevo, la palabra semen, puso nombre a todo lo innombrado, llenó el sótano de astrodinas que iban estallando y embistiendo planetas que se deshacían en espumas rotas.

La geometría de los círculos era más bien mentalista aunque adquirieran cuerpo y sentido cuando rodaban Rodin hacia el sótano Saturno.

Al noveno círculo lo llenamos de letreros luminosos y de lucecitas que respetaban el momento de encenderse y apagarse, una a una, como ángeles encarnados que iluminaban a los vendedores de garrapiñada, a Asterión tejiendo una bufanda con el hilo de Ariadna, a los limpiacoches lustrando el telescopio de Galileo, a la materia oscura revoloteando debajo de las polleras de las gitanas. Y otro Big Bang, y otro y otro durmiendo en el mismo pesebre.

Todo lo dibujamos en una noche de nueve noches. Después nos sentamos a mirar la obra desde el techo. Fumábamos en silencio y usábamos el cubilete de las constelaciones como cenicero.

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