¿Qué hay en los días de las personas que pasan la barrera de los setenta años? ¿Por qué se sabe menos de estos tiempos que de la vida después de la muerte? ¿Qué pasa con el cuerpo, sus dimensiones y el goce erótico –que siempre incomodan-- en la etapa de la vejez? Algunas de estas respuestas se encuentran en el interior de Baño de damas, que mira desde el cuerpo de estas edades y sus derechos --discusión muy actual en este contexto de pandemia, cuidados y covid--, qué le pasa a una mujer y sus deseos. “El cuerpo no es una cosa, es una situación: es nuestra comprensión del mundo y el esbozo de nuestro proyecto.” La frase es conocida, corresponde a Devenir mujer de Simone De Beauvoir y se presta para pensar la segunda novela de Natalia Rozenblum.

La escritora es librera puertas adentro desde La vecina libros, tallerista –coordina grupos de narrativa para adultos mayores-- en el barrio de Olivos. Autora de dos cuadernos sobre escritura –Cuaderno de escritura (2018) y Cuaderno de creatividad (2019) y Alto Pogo le publicó su primera novela Enfermos en 2016. Pero Baño de damas, uno de los títulos de Tusquets de este año, se encuentra en los inicios y es anterior a todo este recorrido en torno a la literatura. Rozenblum cuenta en más de una entrevista que tendría unos veinte años cuando se le descorrió un mundo detrás de una cortina de ducha de su club al que iba a nadar al toparse de frente con un cuerpo entero de mujer con muchas más años que el de ella. No lo sintió distante. Y se sorprendió.

La novela abre con Ana Inés que decide salir unos minutos antes de su clase de acuagym para disfrutar de la soledad del baño de damas del club de la que es socia hace muchos años, su hogar a las anchas. Se toma el tiempo para que el cuerpo tome contacto con la ducha, sacarse la malla entera que está pegada por el agua de pileta y traspiración oculta, recorrer su cuerpo a ojos cerrados: “Agarró el jabón y se levantó el rollo de la panza, se limpió bien y después se pasó una esponja por los brazos. Los husmeó: podía oler el cloro de todos los años que llevaba en la pileta. Eran capas y capas que se habían transformado en piel. Bajó despacio las manos y dejó que los dedos se hundieran en la entrepierna. Cerró los ojos; las yemas recorrieron los pliegues mientras el calor inundaba la zona.” Así abre la novela, con el cuerpo de esta mujer con edad de ser abuela pero sin nietos, que más allá de la trama en donde incluso se pone en juego una inesperada candidatura, vive su lugar marcado por el paso del tiempo presente, no sin inseguridades, con líneas que dibujan nuevos horizontes de un futuro cercano.

Ana Inés va de su casa al club, que conoce al detalle, y de la pileta a su edificio donde tiene un mundo armado con sus vecinas y un registro íntimo de vicios, manías y rutinas en el aire privado de su departamento. Tiene un grupo de amigas, del club, que define personajes entrañables y con las que construye una red sostén. Una red donde cada una tiene su rol definido, con secretos compartidos, risas y los defectos que el amor siempre termina por aceptar.

Entre los aciertos resalta el tratamiento, la mirada sobre cómo se vive la vejez en contraste con el imaginario que cae en adjetivos que hablan de dependencia, pasividad o asexualidad. Y en esta misma línea de análisis, un punto revelador que construye la trama como marca disruptiva, es la relación con su única hija de cincuenta años. Lejos de convertirse en una sombra de ella, para Ana Inés Marisa es un fantasma en la casa del que quiere deshacerse, reclama su intimidad en el hastío que le provoca que se le aparezca en forma de ruidos en el baño, entrometiéndose con una torta que no pidió en un prolijo tupper en su bolso del club. Un rasgo que termina por armar un personaje que no se instala en los costados de la nostalgia o en la dureza de las conductas aprendidas. Un personaje que pareciera seguir al pie de la letra lo que desea otro del Nervio óptico de María Gainza: “Envejecer es una fiaca pero aun así me da curiosidad (…) Ahora que he visto lo que fui, quiero ver lo que seré. Sólo espero que cuando llegue el momento de dar el gran salto, me encuentre en forma para hacerlo”

Aunque la vejez y sus dimensiones no sea recurrente en la literatura en general, un tema que pareciera tener fama de poco atractivo o sin particularidades, Griselda Gambaro salda esa falta en la tradición argentina –“La soledad”, “Fraternidad”, por ejemplo, que se encuentran en sus Relatos reunidos–, junto a Sylvia Molloy y su agudeza para ponerle palabras al olvido, ambas en la autoría de pensar a protagonistas lejos de los roles habituales, explotar los vínculos y las subjetividades de personas mayores, desafiando la tendencia a invisibilizar sus cuerpos y vivencias. También, en la búsqueda de un costado más romántico, el hilo nos puede dejar en esa relación que protagonizan Florentino y Fermina en El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez y la libertad del reencuentro pasados acontecimientos y años.

La novela de Rozenblum es atractiva, con una escritura ligera, audaz y un tono liviano con atinado sentido del humor, pero no por todo esto menos profuso en el tratamiento del tema: la relación que se construye con el cuerpo y las distancias no siempre conciliatorias entre el mapa que se percibe desde el placer y aquel que construye la mirada ajena, disfrazada como propia. La voz narradora logra llevar un recorrido íntimo que transita tanto los costados de un cuerpo y su sexo, como el de sus sentimientos, celos, rechazos, y el de cierta configuración del deseo. Una mujer con la capacidad de generar empatía, como buena protagonista, con todas sus zonas erróneas a cuestas.

En Camino Hecho (1991), la poeta entrerriana Emma Barrandeguy lo dice muy bien en estos versos centrales de “El cuerpo”: pienso que los viejos son como todos/y apetecen sin pausa/si no han sido saciados./ El cuerpo gira ante sus ojos./Se los instala en la sabiduría/y no la tienen./Codician como jóvenes/tienen pequeñas ternuras/como mi amigo,/tiene lascivas preferencias, que no le cuentan a los otros/tienen derecho al amor/ aun a costa del ridículo.”