Esta semana se conocieron los datos de la caída de la actividad del mes de abril. La economía se desplomó un 26,4% comparado con el mismo mes del año pasado. Para dar cuenta de la magnitud, es más que lo que cayó en diciembre de 2001. Las diferencias con aquella crisis son infinitas, sobre todo si se trata de rastrear las causas. Sin embargo, la comparación trae recuerdos y obliga a repasar las lecciones aprendidas.

Mal que le pese a quienes exigen que termine la cuarentena en nombre de la libertad (de mercado), ningún país pudo evitar la caída. Todos van a sufrir recesión durante este año y el pronóstico para 2021 está sujeto a que haya o no rebrotes. La crisis económica no distingue entre quienes aplicaron medidas de aislamiento más o menos estrictas. Lo que sí cambia es la cantidad de vidas que se salvaron. Mientras esperamos que la curva se aplane y nos alegramos por cada persona que se recupera, la pregunta urgente es cómo hacemos para que esas vidas no sean mera sobrevivencia cuando pase la pandemia.

Los indicadores sociales, económicos y sanitarios con los que contamos son un reflejo de años de consensos en torno a cómo se mide la riqueza, el trabajo y la distribución. O, en otras palabras, dónde ponemos el foco para decidir qué es lo que importa. Esta crisis lo sacudió todo. Esos consensos, y las estadísticas sobre las que se basó la economía como disciplina en los últimos tiempos no son la excepción.

La fantasía neoliberal de la desregulación, las privatizaciones y la reducción de impuestos queda al descubierto: hasta los más “libertarios” piden intervención estatal. Pero el consenso keynesiano que promete pleno empleo con el impulso de la demanda por parte del Estado tampoco parece suficiente. Si se respeta la decisión de proteger la vida mientras el virus circule, los sectores que más puestos de trabajo movilizan (comercio, gastronomía, construcción, entre otros) seguirán restringidos por tiempo indeterminado. El mercado no puede dar respuestas y el recetario de los Estados de Bienestar quedó viejo para las demandas actuales. No sólo interesa que los hogares tengan ingresos suficientes: importa quién los cobra, cómo y por qué concepto. Más allá del mercado, el Estado y los hogares, lo comunitario se consolida como un actor de peso en la economía. Lo demuestran a diario en plena pandemia las redes, organizaciones y cooperativas que alimentan, reparten productos y cuidan donde más se necesita.

La crisis que se extiende en todo el planeta es multidimensional: ambiental, sanitaria, de cuidados y de precarización de la vida. Y existe dese mucho antes de que aparezca el coronavirus.

Todos los sectores, de izquierda a derecha, de arriba y de abajo se preguntan hace tiempo cómo enfrentarla. Incluso los más millonarios del mundo en el foro de Davos a principios de este año tomaban nota sobre las demandas de quienes les critican el modo en que amasan sus fortunas.

“No están contando lo que importa. No me hablen de tasas de desempleo. No están midiendo la dignidad humana. Están contando gente explotada”. Lo decía Winnie Byanyima, mujer negra, directora ejecutiva de Oxfam (una confederación de ONGs internacionales), después de narrar cómo, incluso en uno de los países más ricos del mundo, hay trabajadoras obligadas a usar pañales para evitar el tiempo de ir al baño durante sus jornadas laborales.

Los que no piden permiso

América Latina es hoy la zona de mayores contagios. Es también el continente más desigual. Los datos sobre recaudación impositiva dan pistas sobre por qué esa desigualdad persiste. En los países de la OCDE-no precisamente Venezuela- se recauda en impuestos un 34% del PBI. En Argentina, apenas un 23%. De ahí la virulencia con la que los sectores más ricos hoy se aferran a la propiedad privada. Pretenden que el nuestro siga siendo un continente en el que sus patrimonios tributan menos, en el que la evasión es moneda corriente y en el que fundir una empresa y dejar un tendal de acreedores es aplaudido y festejado por conductores de 4x4.

Cuando se discuta la contribución de las grandes fortunas en el Congreso podremos usar para quienes se opongan, el mismo apodo que dimos a quienes votaron en contra de la legalización del aborto: antiderechos. Serán los responsables de que falten recursos para saldar una deuda histórica: la urbanización de barrios populares, principal destino al que se asignarían los fondos de ser aprobada la ley.

Es un poco extraño pedir solidaridad a los defensores del paradigma neoliberal del sálvese quien pueda. Más que una contribución debería ser un impuesto. Y el primero de una serie que se haga cargo de la necesidad urgente de una reforma tributaria.

En plena pandemia, dejan a la vista cuán insostenible es el discurso del emprendedorismo individualista: ¿o acaso alguno de ellos accede a servicios públicos por haber construido con sus manos las cloacas, el tendido eléctrico o el asfalto?

Lo esencial en el centro

Entre quienes cumplen tareas esenciales y se enfrentan a contagios cotidianos, nadie reclama el fin de la cuarentena. Al contrario. Piden que se respeten los protocolos, exigen mayores cuidados porque conocen sus riesgos. Por si alguien todavía piensa que el virus no tiene que ver con la división social del trabajo, observemos lo siguiente: en las últimas dos semanas, lxs contagios crecieron más entre quienes tienen ingresos bajos y quienes realizan tareas comunitarias.

Entre la lista de actividades esenciales del último decreto presidencial, se menciona a quienes realizan tareas en comedores, acompañan a mujeres en situación de violencia y a las promotoras de salud en los barrios (dedicadas incluso al Plan Detectar). Buena parte de esas compañeras cobran hoy un ingreso a través del programa Potenciar trabajo, que unificó el Salario Social Complementario y el programa Hacemos futuro. En dejar de llamarlos planes y nombrarlos, reconocerlos y remunerarlos como trabajo esencial se juega la posibilidad de enfrentar los discursos de odio de quienes sacan provecho de la precariedad de esas vidas.

¿A qué te referís con crisis de cuidados? Preguntaba hace unos días a Alberto Fernández a Sonia Tessa, periodista de este suplemento. “A la sobrecarga de trabajo que recae sobre las mujeres, y mucho más en estos días”, explicaba Sonia. En esa misma entrevista, el presidente se comprometió a trabajar para que las tareas de cuidado que realizan en su mayoría las mujeres sean remuneradas y mencionó el programa Potenciar Trabajo.

¿Será con un salario pleno de derechos? ¿Qué tareas serán consideradas y cómo se trabajará, al mismo tiempo, para evitar su feminización y fomentar la corresponsabilidad, tanto en las casas como en las comunidades?

Un paradigma feminista

A la salida de la segunda guerra mundial se construyó el consenso keynesiano que generalizó la idea de que el pleno empleo no llegaría como acción de las fuerzas libres del mercado. La crisis de los años setenta trajo al neoliberalismo financiarizado cuyos embates todavía sufrimos. Quienes lo defienden aseguran que el interés individual conduce al mejor de los mundos posibles y que el mejor gobierno es el que menos interviene.

Asistimos al fin del paradigma de individuo racional maximizador de beneficios pero también a la caída de la promesa de realización personal con el ingreso al mercado y el trabajo remunerado.

En este contexto en el que a tantos se le queman los papeles, el feminismo tiene mucho para aportar. No es sólo perspectiva de género. Tampoco es “agregar mujeres y revolver”. El feminismo, y las economías feministas, construimos otra narrativa de la economía, más allá del Estado y del mercado. Nos reconocemos interdependientes y sostenidas por redes que deseamos proteger y valorar. Para que la dignidad se haga costumbre, hacen falta otros criterios sobre la riqueza, el trabajo y nuestra relación con la naturaleza: sustentables, solidarios y que respeten las autonomías de nuestras comunidades.