Foto: Nora Lezano

“Quiero salir, libérame / Quiero estar con vos / Quiero que seas mi ídolo / te quiero adorar / Llevame / Llevame / Llevame / Llevame” .

Rosario tenía una maravillosa impunidad de algún modo salvaje, de una naturaleza que quizás --se lo dije más de una vez-- le venía de esa infancia en los bosques de Bariloche, en los que como una Caperucita sin ningún lobo, crió en ella esa voluntad de hacer y dar forma a lo que tuviera ganas, a lo que el impulso le dictara, sin pedir permiso y sin especulación, por puro y genuino deseo creativo. Ella decía “hagamos esto” y lo hacía, y nos embarcó a mí y a muchas otras personas en múltiples viajes fascinantes y complejos.

La conocí en el ¿87? haciendo El esfuerzo del destino, la obra de Vivi Tellas, en el escenario de Cemento. ¿O ya había visto a Suárez en ese mismo escenario? No lo sé, pero cuando unos meses después coincidimos en unas pocas clases de teatro en lo Vivi empezó un amor que no terminó ni va a terminar nunca, y que tuvo mil y una formas.

Las dos tuvimos siempre un profundo interés en las cosas del mundo, y en una época nos juntábamos a leer libros de ciencia. Al comienzo alguien le había prestado un libro hermoso sobre los mirmecólogos, los que estudian las hormigas, y estuvimos semanas o quizás meses leyendo en voz alta en el silloncito del living de mi departamento del Once, con litros de café y cientos de tostados de pan árabe con queso tomate y aceituna negra (nuestro alimento insignia que después formó parte de la obra) hasta que nos dimos cuenta de que era muy difícil hacer algo con eso y ella volvió a traer una idea en la que en otro momento se había empezado a embarcar con Sergio Strejilevich, de hacer un programa de radio sobre la mente y el cerebro. Y ahí se fue definiendo lo del Show Científico, una obra de divulgación en la que se entretejiera la información dura de la ciencia con los pormenores y pormayores de la vida. Así fue que a partir de un texto de Sergio escribimos Somos nuestro cerebro  --donde había un inolvidable fragmento sobre el duelo, con hermosas animaciones de Julia Masvernat, en el que todavía no puedo ni detenerme a pensar porque me deshago--, y después hicimos Somos nuestros genes , ya solas, sin ningún texto previo, donde como dos ñoñas felices de la vida nos empeñábamos en desentrañar los vericuetos de los ACGT y compañía, leyendo escribiendo riendo peleando disfrutando festejando volviendo a pelear y a reír y a escribir, y llegamos a un texto que sabíamos que, como los genes y las personas, no iba a ser la obra en sí, porque ésta iba a ir evolucionando con el correr de las funciones -la vida. Toda la experiencia fue también, además de feliz, tan intensa que después de que terminó tuvimos que dejar de vernos por un tiempo para volver a tomar aire. Pero, y acá es adonde voy con todo esto, en la obra en un momento hablábamos sobre la posibilidad de la clonación humana (la oveja Dolly y la vaca Pampita eran logros recientes) y Rosario, ella, su personaje, decía algo así como que quería clonarse en varias Rosarios, porque una única vida no le alcanzaba para todo lo que ella quería hacer y vivir y experimentar. No hace falta que lo diga, pero lo digo igual: ella lo hizo, ella se dio vida en múltiples vidas de múltiples maneras, sembrando y contagiando su entusiasmo a otros seres de alguna manera afines, asociándose, y dándonos de regalo a cada uno de todas, todos y todes quienes compartimos con ella sus infinitos proyectos, la posibilidad de aprender algo nuevo sobre nosotros mismos. Yo no sería quien soy acá adentro (me toco el esternón, me toco la cabeza) si no me hubiera encontrado con ella en este feliz y azaroso fragmento del espacio-tiempo. Rosario me enseñó a mirar el mundo, o mejor dicho, habilitó en mí el aprendizaje de una mirada que yo no sabía que tenía. Lispector dice, creo que en Un aprendizaje: “Se puede aprender de todo ¡hasta se puede aprender a tener alegría!” Ella me enseñó a tener alegría. Nada menos. Me lo enseñó con su mirada de asombro y descubrimiento permanente, de libertad pura, libre de prejuicios y de cualquier otra pretensión que no sea la de generar una nueva y bella forma en el mundo: desde una canción inolvidable hasta Nina, la luminosa hija que tuvieron con Fabio. Rosario nos cambió la vida a muchos, para siempre y para bien. Ella produjo en el mundo esa clase de belleza que es eterna. Ella era capaz de hacer canciones alegres con acordes tristes, dijo un crítico alguna vez. Sí, ella sacaba agua de las piedras. Ella me enseñó que lo mejor para cuidar los oídos, cuando empiezan los fríos y se anda en bicicleta, es ponerse en los caracoles de las orejas un poco de ese algodón sedoso que tienen en su interior los frutos del palo borracho.

(Leo lo que escribo y no puedo evitar que se me venga a la mente Rosario, que se reiría y sacudiría la cabeza de un lado otro, y me diría que es bastante espantoso esto de Caperucita, que lo saque, pero bueno, yo insistiría, porque estoy segura de que sí, que el lobo se le apareció en el bosque y ella lo embarcó en algún proyecto primigenio del que no quedaron registros.)

“Hagamos algo como dejar/ que nuestra memoria mezcle todo/ y traiga a la orilla una copa de/ una copa de conocimiento" 

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Esta columna forma parte de la Nota de Tapa de Radar, que se completa con los artículos de Martín Pérez , Mercedes Halfon , Alan Pauls y Marcelo Zanelli .