Desde Córdoba

“La primera vez que me llevaron a la D2 fue en febrero del 1974, con el Navarrazo, cuando se produjo el único golpe de Estado policial de la historia de la Argentina –dice, recuerda Delia Galará, que fuma y testimonia con la misma pasión–. La policía derrocó al gobernador Ricardo Obregón Cano y al “Negro” Atilio López (su vice). Yo era chica, tenía 17 años, iba al Manuel Belgrano (la escuela de la Noche de los Lápices cordobesa). Me acuerdo que estaba en el barrio Müller, un barrio pobrísimo donde hacíamos alfabetización, y cuando supimos del golpe fuimos a la unidad básica. De ahí nos llevaron a todos. Me tuvieron un día y me soltaron porque era menor de edad. Y también, creo, porque todavía no pasaba lo que nos pasó después”.

Ese después fue el 27 de enero de 1976: “Hacía 23 días que me había casado con Mario Paredes, mi primer novio. También él militaba. Nos volvimos de la luna de miel, que fue en Tanti, en carpa, porque supimos que habían secuestrado un montón de compañeros en los primeros días de enero (los del Comando Libertadores de América, la Triple A local). A él lo llamaron a presentarse en los cuarteles de Embalse de Río Tercero, porque le tocaba el servicio militar. A mí me fueron a buscar".

Delia Galará se recuerda con su suegra, en la puerta de la casa del barrio San Vicente, tomando mate. “Cuando llegaron en varios autos tipos con armas largas supe que venían por mí y corrí para adentro. Para salvar a mis suegros y pensando en Mario, salté la tapia de los vecinos. Me escondí en el placard de la ropa y me tapé muerta de miedo. Hicieron dos requisas en la casa y no me encontraron. A la tercera, uno abrió el placard. Me sacaron delante de todo el barrio, como si fuera una delincuente”. Esa chica de 19 años pasó los siguientes siete encarcelada por el terrorismo de Estado. Fueron 2.633 días con sus terribles noches. 

Sobre ese tiempo que le robaron a su vida, Delia escribió un libro (Rehenes de nuestros sueños, editado por la Universidad Nacional de San Luis). Allí nunca se victimiza. No habla sólo de sí misma: su libro (su vida actual) es en plural. Es ella y es todas. Es la generosidad del abrazo y las palabras que les prohibieron. El lenguaje de manos que aprendieron en las celdas. Es el “nadie se salva solo” de Delia. Ese que se le escucha, que ejerce y milita siempre. Día tras día si se tiene la fortuna de conocerla.

Delia Galará y su hija Lucía, a la salida de su declaración en el Juicio a los Magistrados. Foto Mechi Ferreyra. 


La Delia de la “juventud maravillosa” que militaba por un país que incluyera a todos; y a la que a sólo 23 días de casada, le robaron su primer amor, su libertad y su proyecto de vida. Como a tantísimas y tantítisimos. La Delia flaquita, alta y rubia a la que golpearon, hambrearon, torturaron y violaron en la D2 durante once días, y que luego arrojaron a una celda de la cárcel de barrio San Martín. La que semanas después estaba embarazada. ¿De su marido? ¿De los represores? Nunca lo supo. Ella, la chica a la que un médico cuyo nombre prefiere olvidar (un tal Tello que ojalá esté vivo y lea y sepa que sabemos) le tocó la panza de cinco meses a través de las rejas y le dijo seco, atroz: el bebé está muerto, antes de irse sin ayudarla. Tello, recuerden.

La Delia Galará que en el invierno del ‘76 padeció en la soledad de una celda infame el aborto espontáneo de ese bebé al que todavía extraña. Una larga noche con el universo dándole la espalda. Sólo con aquella maldita-bendita lata de 5 litros para las necesidades. Cofre único de entrañas vida y muerte.

La Delia que muchos años después, en 2015 y en esa misma mazmorra, cuando se creyó a salvo de mirada alguna, liberó el llanto por el desgarro que todavía duele. En una tarde lluviosa, gélida, junto a sus compañeros sobrevivientes hizo una última visita al presidio llamado “UP1” -que el Gobernador De la Sota quería convertir en un shopping- con el juez Federal Miguel Hugo Vaca Narvaja (n). Un hombre al que las paradojas de la historia qusieron hijo de uno de los 31 militantes políticos fusilados por el régimen de Videla durante el invierno del ´76.

“Sabés qué recuerdo de mi liberación desde el penal de Ezeiza? Ese día casi no podía mantener los ojos abiertos. La luz brillaba hermosa y me acuerdo del color anaranjado de las florcitas de los cosmos". 

La sobreviviente de humor (negro), como cuando (estúpidamente) se le preguntó su primera vez en avión y jocosa contestó que fue “en un Hércules muy cómodo, encadenada al piso y encimada con otras decenas de personas”. Un “traslado” de prisioneros políticos, como le llamaban en la jerga represiva. "Un vuelo en el que los milicos hasta amenazaron con abrir la panza del avión y tirarnos en Rosario”. Ni mar habría para ellos. Así actuaban los genocidas argentinos. 

Toda una veterana de las cárceles, Delia se recuerda en el penal de Devoto tras la “lluvia de palos de bienvenida” y los avatares de sus hermanas de vida y celda. Habla y escribe sobre las batitas que tejían para los bebés con hilos robados uno a uno de sus sábanas; y de las agujas talladas con los huesos de pollo que flotaban en los caldos carcelarios. 

Delia una, Delia todas, y la desesperación cuando les arrancaban de sus brazos los bebés apenas nacidos. De los silencios y cánticos, como Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo , para acompañar a la madre arrasada. Vaciada. Y del sol del día siguiente: “El sol era otro día de vida. Una esperanza. Habías sobrevivido a la noche. A la tristeza, a la muerte”, describió uno de los tantos días de los tantos años de juicios por delitos de lesa humanidad que se produjeron en Córdoba desde 2008. La Delia Galará en la sala de prensa de los Juicios, donde también trabajó cubriéndolos. La que se mantuvo fuerte, digna, mientras declaraban sus compañeras, su "hermana-de-la-vida-y-cautiverio" Irene Bucco; sus compañeros de la militancia que le pusieron la voz y el cuerpo a los 30 mil.

“Sabés qué recuerdo de mi liberación desde el penal de Ezeiza? Ese día casi no podía mantener los ojos abiertos. La luz brillaba hermosa y me acuerdo del color anaranjado de las florcitas de los cosmos". 

Luego, la tristeza por el naufragio de su matrimonio con Mario tras casi una década de prisión y tormentos. Ya no eran los mismos. Se repartieron, sin siquiera abrir, los regalos de casamiento que jamás tuvieron tiempo de disfrutar. 

Y hace pocos años, la certeza "de que la vida es una rueda”: la militancia los volvió a reunir para trabajar juntos en un espacio de memoria, el Campo de La Ribera. Un sitio al que Delia entró estilo Delia: en la entrevista de admisión no reveló que ella misma era una sobreviviente de la dictadura cívico-eclesiástico-militar. Hasta que se lo preguntaron. Antes, vendió útiles escolares, fabricó juguetes. Fue remisera durante más de quince años, y tuvo un amor del cual nació su hija Lucía. Tan fuerte y militante como ella. Lucía Galará, con quien comparte la pulsión por cambiar el mundo, por volver más justo al país. Con la que cose banderas para las marchas y movilizaciones en Córdoba. Modernas -y nocturnas- Niñas de Ayohuma que se mueren de risa cuando se las nombra así. Y reclaman y acompañan y están siempre “donde los compañeros caminen”.

Lloró de bronca al final de Juicio a los Magistados, cuando la Sagrada Familia judicial de Córdoba cerró filas, consolidó el encubrimiento y decidió absolver a Carlos Otero Alvarez.

Delia, que encontró su (hasta ahora) último amor en Claudio Ghiglierio, un romano que "se murió de un ataque al corazón justo un día antes de la primera sentencia a Menéndez, el 25 de julio de 2008". Un hombre de la cultura italiana que una noche la llevó a cenar con su amigo Marcello Mastroianni, que sólo quería escuchar de sus labios "lo que la Argentina había padecido". 

La Delia, así con el artículo, es también la que lloró de bronca en 2017, al final de Juicio a los Magistados, cuando la Sagrada Familia judicial de Córdoba cerró filas, consolidó el encubrimiento y decidió absolver a Carlos Otero Alvarez , uno de los funcionarios judiciales que le tomó declaración en la UP1. Un entonces secretario que luego llegó a juez federal. Un abogado que aún viéndola torturada, vejada y en condiciones infrahumanas, no movió un dedo para ayudarla, ni a sus compañeres que fueron fusilados en falsas fugas. La Galará que golpeó la ventanilla del auto de Julián Falcucci, el presidente del Tribunal absolutorio, un hombre que no podía con su propia vergüenza y a quien no le quedó otra que bajar el vidrio. Delia le reprochó con la voz grave, transida por la injusticia: “Usted sabe que esperé cuarenta años para declarar. Que lo que dije es la verdad. ¿Cómo va a mirarse al espejo ahora? ¿Con qué cara va a mirar a sus hijos?”. 

Estas líneas son pinceladas de Delia Galará, una sobreviviente. Y sólo un atisbo de su corazón de diamante.