La definición del término “libro de artista” siempre ha sido muy discutida, y cada teórico y artista siente la necesidad de aportar su mirada a esa definición. Yo sigo la línea de Johanna Drucker, quien lo define como una “zona de actividad” en la cual artistas y escritores crean libros como obras de arte ori­ginales que “integran los medios formales de realización y producción con sus inquietudes temáticas y estéticas”. Según esa definición, el libro de artista no es un catálogo, es decir, un libro con imágenes de obras de arte, ni una impresión de lujo de una novela con ilustraciones de un reconocido artista, tapas de cuero grabado y páginas de guarda jaspeadas. Podría ser una de esas cosas, pero solo si dichas elecciones fueran interrogadas e integradas en la manera en la cual la obra construye sentido. Por ejemplo, quien produzca un libro puede cumplir la función de editor, archivista o antologista, juntando material y reuniéndolo en forma de libro, como el artista Erik Kessels en In Almost Every Picture, una serie de volúmenes de fotografías vernáculas ordenadas por tema, desde fotos del perro negro de una familia hasta imágenes en las cuales el dedo del fotógrafo anónimo aparece accidentalmente en el cuadro. Siempre y cuando el impulso sea crear una obra de arte original mediante la acumulación y yuxtaposición de esos materiales, el trabajo se encuentra dentro de ese terreno.

Erik Kessels: In Almost Every Picture

El libro de artista puede tener texto, pero también puede estar completamente en blanco, tal como los trabajos que describe el académico Craig Dworkin en su libro No Medium. También puede ser ilegible adrede, o que las páginas estén rasgadas o recortadas cuidadosamente para dar lugar a formas en tres dimensiones, como en la obra de Doug Beube. Puede ser también transformado en escultura, como en la serie Edges de la artista Alisa Banks, en la cual utiliza el borde de las páginas de un códice de tapa dura como si fueran el nacimiento del pelo, y sobre las cuales trenza cabello sintético con distintos estilos que remiten a la tradición de trenzado africano (Cornrow, Lace Braid, Thread Wrap, Twist) para hablar sobre la intolerancia que deja afuera al “otro” y lo empuja hacia los márgenes. Los libros de artista pueden estar encuadernados o no, como las “instrucciones” de Yoko Ono y Alison Knowles, que eran mecanografiadas en postales, o el Book About Death (1963-1965) (‘Libro sobre la muerte’) de Ray Johnson, cuyas trece páginas sueltas el autor envió de manera gradual por correo a sus amigos y puso a la venta en la sección de clasificados del Village Voice. Pueden ser colaborativos, como los libros que los futuristas rusos crearon con papel de empapelar y sellos de goma, o ser un medio portátil y efímero de autopublicación. Pueden publicarse varios o un único ejemplar, se pueden producir a mano o a máquina, pueden ser tan pequeños como una nuez o tan grandes como una casa. Pueden incluir sonido, videos, objetos táctiles y artefactos, como Doc/Undoc: Ars Shamánica Performática (2014), una colaboración entre Guillermo Gómez-Peña, Gustavo Vázquez, Zachary James Watkins, Jennifer A. González y Felicia Rice en la cual combinaron un altar con un gabinete de curiosidades para proporcionar a los lectores “una caja de herramientas de autotransformación”. Si la energía que activa el proyecto es explorar lo que puede ser o hacer un libro más que sacar ventaja de un mercado en particular, entonces ese libro puede llamarse libro de artista.

Cuando recorremos la historia de este género encontramos muchos momentos álgidos, aunque la motivación de trabajar contra y con el códice surge de manera simultánea en una serie de movimientos artísticos y literarios a lo largo del siglo XX. Vale la pena mencionar, entonces, ciertos trabajos y a sus hacedores, no como el “linaje” de los libros de artista, sino como útiles representantes de las energías que motivaron el arte en forma de libro.

“IMPRESIONES ILUMINADAS" DE WILLIAM BLAKE

Los trabajos del poeta y grabador romántico William Blake (1757-1827) son a menudo citados como precursores del libro de artista, dado que él mismo se encargaba de cada etapa de producción. Blake escribía, ilustraba, imprimía, pintaba a mano y vendía sus propios libros como una manera de ahorrar costos, pero también porque consideraba que cada elemento era central al poder expresivo de la obra. Lamentándose de los gases tóxicos que emitían los “oscuros molinos satánicos” londinenses del siglo XVIII, en donde trabajaban pobres y niños en condiciones horrendas y se convertía a los libros en mercancías producidas en masa, Blake buscaba volver a una idea anterior del libro, cubierta de misterio, belleza y un lenguaje visionario que dejaba entrever las marcas de la mano de su creador. Para tal fin, inventó una novedosa técnica de impresión en 1788 que le permitía imprimir en simultáneo tanto el texto como la imagen.

Blake le atribuyó ese enfoque innovador a su querido hermano Robert, quien, según sostenía, se le apareció en una visión un año después de su muerte para enseñarle la “impresión iluminada”, un método cuyo nombre hace referencia a los manuscritos iluminados que combinaban la escritura caligráfica y el arte visionario de los primeros códices. Como describe en El matrimonio del cielo y el infierno:

"Esto es lo que haré, imprimiendo en el método infernal, con corrosivos, que en el infierno son saludables y medicinales, derritiendo algunas superficies aparentes, y mostrando lo infinito que se hallaba oculto.

Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito."

Con esta rica metáfora, Blake describe tanto el proceso como su sujeto. La impresión iluminada le devolvió el poder visionario al libro y le permitió a Blake luchar contra los llamados molinos satánicos. Pero no estaba solo en ese “viaje hacia el infierno”: su esposa Catherine trabajó junto a él hasta la muerte del poeta corrigiendo, imprimiendo, dibujando y pintando los trabajos por los que se conoce a su esposo.

Pintura de William Blake, poeta, grabador y pintor


LOS "MÚLTIPLES DEMOCRÁTICOS" DE ED RUSCHA

A diferencia de Mallarmé o Blake, a Ed Ruscha (1937) no le interesaba la lengua cuando empezó a hacer libros, sino la capacidad que estos tenían de funcionar como obras de arte conceptual. Sus libros de artista de las décadas del sesenta y setenta son colecciones de fotografías producidas con pocos recursos y distribuidas, al menos en un principio, por fuera de las librerías y del sistema editorial. Con eso inauguró lo que Drucker llama “el libro de artista como múltiple democrático”. Los artistas de la década del sesenta pensaban que producir un libro como una obra de arte era democrático porque era económico, permitía una difusión más amplia del trabajo y evitaba el circuito de galerías de arte, lo cual eliminaba la división entre la alta y la baja cultura que creían que dichas instituciones representaban. Tal como sostiene la curadora, crítica y artista Lucy Lippard, el libro de artista de la década del sesenta era concebido como “una exposición portátil considerada por muchos como la forma más sencilla de salir del mundo del arte y meterse en el corazón de un público más amplio”.

El primer libro de Ruscha, Twentysix Gasoline Stations (1963), es una colección de fotografías de gasolineras de la Ruta 66 entre Los Ángeles y la ciudad de Oklahoma. El libro es una exposición entre dos tapas, una que no necesita galerías, ni comisión, ni críticas de arte. Como artefacto, tiene la apariencia de cualquier libro encuadernado en rústica, sin embargo, juega con las características del códice (la apertura, la yuxtaposición, la secuencia) y dirige la atención a las distintas maneras en que leemos su forma, incluso cuando pensamos que estamos leyendo las imágenes o el texto que contiene.

Las fotografías en blanco y negro de Ruscha parecen claramente espontáneas y, en algunos casos, incluso no planificadas. La señalización está cortada por la mitad, fuera del cuadro. El fotógrafo tapa con su sombra parte del sujeto que fotografía. Algunas imágenes, tomadas de noche, están movidas. Incluso en algunas la propia gasolinera queda oculta detrás de los autos. También el diseño da la idea de informalidad. Algunas estaciones ocupan una doble página, mientras que otras quedan relegadas a media página y dejan un gran espacio en blanco en el que flota el epígrafe con el nombre de la gasolinera y su ubicación. Las fotografías individuales no están presentadas como finas obras de arte, sino que tienen que leerse en conjunto para poder apreciar la intencionalidad del artista y su efecto desfachatado.

Si bien Ruscha no ofrece un texto que enmarque las fotografías, en instantánea tras instantánea sugiere una especie de viaje desde el sofá. ¿Dónde encontraría uno tantas gasolineras diferentes sino en la ruta? Leer este libro como un diario de viajes, sin embargo, parecería absurdo dada la banalidad de las paradas. La secuencialidad inherente al códice (podemos ver solo de a una doble página por vez y espiar la que sigue recién cuando damos vuelta la hoja) proporciona una metáfora del movimiento a pesar de la naturaleza estática de las imágenes. Si trazáramos en un mapa las ciudades nombradas, quizás podríamos rastrear el recorrido del fotógrafo ausente. Sin embargo, las imágenes, que Ruscha tomó en un viaje en auto a la casa de sus padres en la ciudad de Oklahoma, no aparecen siempre en orden cronológico, lo cual entorpece nuestras hipótesis sobre la correspondencia entre la secuencia y la temporalidad: avanzar en el libro no significa necesariamente avanzar en el tiempo y el espacio.

Ruscha continuó explorando los libros de viaje de una manera más lineal con Every Building on the Sunset Strip (1966), un registro de una de las calles más conocidas de Los Ángeles que simula una película fílmica plegada en forma de acordeón. El libro, de casi ocho metros de largo, consiste en retratos panorámicos del lado norte y sur de la calle, logrados a partir de fotografías individuales unidas unas a otras: un precursor de la perspectiva del Street View de Google a la que hoy estamos acostumbrados. Por ser montajes predigitales, las fotos de Ruscha dejan entrever las costuras: en algunas, los autos están cortados o repetidos, y en algunos empalmes las tomas no encajan muy bien. Las tiras de imágenes se extienden a lo largo de la parte superior e inferior de las páginas enfrentadas; se mencionan las alturas y calles que las cruzan, que funcionan como epígrafes que nos ubican espacialmente. Hay un gran espacio en blanco que recorre el libro en sentido horizontal y que sugiere el camino del lector, de nuestros ojos avanzando por los planos del libro y, metafóricamente, de nuestro auto recorriendo farmacias y restaurantes, carteles y postes de teléfono a medida que nos dirigimos hacia el oeste por el bulevar.

Además de Twentysix Gasoline Stations, Ruscha publicó una serie de libros de artista fotográficos en las décadas del sesenta y del setenta, entre ellos, Various Small Fires and Milk (1964), Some Los Angeles Apartments (1965) y Nine Swimming Pools and a Broken Glass (1968), en cada caso jugando con la apertura de cada página y con nuestras expectativas sobre la secuencia. El uso de títulos declarativos impresos en tres líneas le da a cada palabra un énfasis adicional y sugiere el humor deliberado de estos trabajos.

La primera tirada de Twentysix Gasoline Stations (cuatrocientos ejemplares numerados y firmados) se vendió a tres dólares por ejemplar según un aviso en Artforum, un precio definitivamente democrático. Sin embargo, cualquier persona que conozca el trabajo de Ruscha sabe que de aquellas ediciones baratas se hicieron varias tiradas cada vez más grandes (hasta de 3.000 ejemplares, en 1969) que ahora están agotadas, y que un ejemplar de esos hoy se vende por miles de dólares. La intención de Ruscha era que el libro se mantuviera en una edición abierta, pero tarde o temprano tuvo que ceder. El “múltiple democrático” no pudo evitar que el artista fuera absorbido por el sistema de celebridades del mundo del arte. Así y todo, el trabajo de Ruscha, que se asocia a la desmaterialización del arte (el término que usa Lucy Lippard para el movimiento conceptual), es decir, a priorizar en una obra la idea por sobre el objeto y el concepto por sobre la factura material, refleja los valores del movimiento del cual proviene.