A mediados del siglo XIX comienza a circular un texto que irá adquiriendo una enorme influencia en el pensamiento social contemporáneo. Nos referimos a “El Manifiesto Comunista”, sistema categórico de ideas que Carlos Marx y Federico Engels plasman en el mismo momento en que planifican distintas insurgencias.

Como queda dicho, eligieron para su proclama la figura del Manifiesto, estructura performativa de la narración que pretende combinar una misión trascendente con una sonora adecuación a los requerimientos de la época. Son palabras que se presumen portadoras de una verdad insoslayable, pero que deben pronunciarse de tal manera que su mensaje sea incisivo y a la vez accesible. Retórica sencilla pero no elemental, de alcance masivo pero no raquítico en sustancia teórica.

El género seleccionado impregna además la savia plena del escrito, pues transpira en él una lógica del inmediatismo, una sensación constante de que lo que allí se describe se mueve al ritmo de repercusiones inminentes. La obra interesa por sus tesis pero aún más por su espíritu, marcado por la vocación de anunciar eventos inaugurales de la humanidad. Es pertinente recordar que ese tono fundacional se vincula con las insurrecciones europeas del 48, tumultuosos movimientos nacionalistas y antimonárquicos que Marx y Engels imaginan como primer escalón hacia una radicalización en clave socialista conducida por el proletariado.

Pero sería un error no ver allí además (y principalmente) una perspectiva civilizatoria, un diagnóstico meduloso pero también militante acerca del porvenir científico de la modernidad. La impronta acelerada del libro traduce con precisión las certidumbres urgentes de sus autores, convencidos como estaban que el capitalismo se encontraba a las puertas del precipicio y un mundo sin explotadores ni explotados venía solicitando su irreversible irrupción en la historia.

El punto aquí es que esas vertiginosas apreciaciones no eran producto de un mero voluntarismo ético o algún milenarismo revestido con datos, sino consecuencia de concienzudas armaduras intelectuales. No se trata de un socialismo utópico sino científico, se dirá en aquellas horas, entendiendo por tal una capacidad para leer con sofística exactitud lo que lo que ellos entendían como regularidades infalibles de la historia. Ese equipaje de conceptos era por una parte de índole filosófico, y allí ayuda Hegel para pensar el devenir de la humanidad asentado en una racionalidad perfectiva, y por la otra económico, y allí vendrán las impugnaciones a los clásicos para demostrar que la insustentabilidad del capitalismo proviene de su estructura más íntima de funcionamiento.

Pues bien, siendo esto así, “El Manifiesto Comunista” detalla, entre la radiografía y el pronóstico, entre la justeza analítica y el entusiasmo revolucionario, aquello acerca de lo que nadie dudará al interior del marxismo durante varias décadas. Un modo de producción fenece, un horizonte de justicia se instala.

Como ya sabemos, las mentadas revoluciones no triunfaron, al menos con esa premura. Algo fallaba en el manual de predicciones y advertidos de esa inadecuación entre vaticinios liberadores y reticencias de lo real, se publican a finales del siglo XIX dos obras destinadas a ocasionar un sonoro estrépito. Son ellas “Los fundamentos filosóficos y sociológicos del marxismo” de Tomas Masaryk y “Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia” de Eduard Bernstein; aunque nos detendremos especialmente en la segunda pues su autor no era un personaje lateral en el universo del marxismo sino uno de los dos principales discípulos de Federico Engels.

La irreverencia de su pensamiento apunta a señalar que la inconsumación de las expectativas revolucionarias ya no podía ser endilgada a simples impericias tácticas, sino que sus razones debían rastrearse en los defectos teóricos de los padres de la doctrina. Las objeciones son varias pero la más incisiva apunta al núcleo primordial de las aspiraciones emancipatorias del marxismo, la noción de plusvalor. En breve síntesis, para Bernstein la disminución de la plusvalía absoluta (el número de horas trabajadas) derivada de los avances tecnológicas (plusvalor relativo) permitía simultáneamente el incremento de la tasa de ganancia de la burguesía y la disminución de la tasa de explotación del obrero, por lo cual la crisis de sobreproducción y de subconsumo que supuestamente preparan las condiciones para una implosión económico-social no se verifican.

Estas herejías, aunque tajantemente reprobadas por sus camaradas de ruta, inauguran un pliego de problemas muy desafiante para el decurso posterior de las izquierdas; aunque todos anudados por un elemento perturbadoramente común. El capitalismo, lejos de albergar fuerzas que dialécticamente llevan a su destrucción, exhibía aptitud para pergeñar su propia metamorfosis, esa que parece garantizarle una tolerable perdurabilidad en la historia. Si esto es así, entonces, la construcción del socialismo no vendrá de un polo antagónico que pulverice radicalmente sus bases, sino de su erosión progresiva y endógena. Paulatina acumulación de reformas que toma el nombre de evolución.

De eso se trata en síntesis lo que luego se da en llamar “Socialdemocracia”, confianza ética en un curso correctivo de las sociedades donde el Estado de Derecho no es apenas una máscara perversa que oculta cadenas de dominación, sino un territorio fértil para ir eliminando paulatinamente los rasgos más ominosos de la inequidad capitalista.

Esa corriente se vuelve antónima de “Bolchevique”, resonancia leninista que asocia la buena nueva de la humanidad con el poder soviético y la dictadura del proletariado. Los socialdemócratas descreen de ambas recetas, tanto por su tentación autoritaria como por su desprecio por el costado terapéutico de la ley y de la capacidad de mediar consensos transformadores al interior de la vida parlamentaria y los intersticios de la democracia burguesa.

Ambas facciones afirman que la ética alimenta la historia, aunque para cada una de manera diferente. Para los bolcheviques lo hace anunciando científicamente un estadio de igualdad acaparado por las clases más sufridas; para los socialdemócratas como ideal regulativo que permite sumar al cambio incluso a conciencias que provienen de las filas de los explotadores.

Exploremos ahora una dimensión que nos interesa particularmente. Se ha escuchado decir más de una vez que el Perón que retorna de su prologando y forzado exilio, había hecho un “giro socialdemócrata”. Esa supuesta mutación le granjea la simpatía de lo que ahora se conoce como peronismo racional y cosechó la inquina de aquella izquierda que esperaba verlo convertido en un émulo de Fidel Castro o Mao Tse Tung.

Es oportuno aquí señalar (para disgusto de las mentes más refractarias a su predicamento) que Perón fue un pensador que se empeñó siempre en preservar la coherencia de su Doctrina, pero aun así es imposible no ver a lo largo de su desarrollo dos tensiones constitutivas e insuperables. La primera, emana de una convivencia no sencilla entre el conflictivismo (que Perón toma de la filosofía de la guerra de Carl Von Clausewitz) y el comunitarismo (de inspiración aristotélica). Pendulación que explica tanto los perfiles más aguerridos como aquellos más conciliadores del movimiento. Ensayar los máximos niveles de concordia, sabiendo que persiste un componente inerradicable de antagonismo. He allí un posible apotegma de síntesis.

Y la segunda, más relevante a los efectos de estas notas, remite a lo que denominaremos su filosofía de la historia. En sus orígenes, el peronismo se concibe como un evento insólito, conceptualmente singularísimo, destinado a torcer la crisis de una civilización occidental carcomida por lo que Perón califica como “materialismo práctico”. Invención categorial que bajo el rótulo de tercera posición viene a brindar un remedio para un planeta desconcertado, sofocado por las tenazas geopolíticas del imperialismo norteamericano y el comunismo soviético.

En los 60 el clima es otro. Ese desconcierto ya amaina, restañado por un ciclo de procesos de liberación donde el peronismo pasa a considerarse el capítulo genuinamente argentino de una grata a indetenible transformación universal. Es la Hora de los Pueblos.

Ciertamente, en el vocabulario de Perón comienza a escucharse asiduamente la palabra “evolución” y una frase que hasta hoy merece ser mejor estudiada (“el nuestro es un país muy politizado pero al que le falta cultura política”); siendo que ambas cosas se hermanan en la necesidad de enhebrar grandes transformaciones más en base al diálogo que a la confrontación. Complejidad política sin dudas, pues Perón está persuadido que se aproxima el socialismo (nacional) pero a su vez diseña acciones pactistas incluso con aquellos que se aprestan a desestabilizarlo.

Es claro que en la gramática peronista el término “socialdemócrata” no es bien recibido. Se lo asocia (no sin razón) a tres peligros. 1) Docilidad frente a las presiones del capitalismo más concentrado. 2) Cosmopolitismo vacuo y poco receptivo de la densidad de las tradiciones nacionales. 3) Fetichismo de las instituciones que sobreestima el valor de una moral del consenso.

Estas atendibles aprehensiones deben mantenerse erguidas, pero si y solo si nos mostramos abiertos a pensar un tiempo que ya no es aquel de las justicieras batallas tercermundistas, y a escuchar sin prejuicios las inquietudes que aún resuenan del líder del movimiento. Cuando el Presidente Alberto Fernández menciona sus simpatías socialdemócratas podemos mensurarlas con interés, pero solo al precio de incorporar tres solicitudes. No olvidar que las garras imperiales subsisten (lo cual requiere mantener viva las épicas del nacionalismo), que la conflictividad acecha (lo cual implica la guardia en alto frente a los dueños del gran capital) y que las reformas institucionales no alcanzan (lo que invita a no desdeñar el protagonismo de los sectores más carecientes).

Los riesgos de un jacobinismo mal aplicado, un mundo ideológicamente adverso, una sociedad lastimada por el macrismo y los agobios de la pandemia hacen respetables las intenciones del Presidente, aunque tal vez sería conveniente ser más cuidadoso con la ambivalencia de los léxicos.