“Quisiera que pudieran citar, indagar e imputar aplicando una lógica que no es de mi imaginación, sino que cualquier funcionario público sabe y tiene: el Estado actúa como Estado para el bien y para el mal, con toda su orgánica”, dijo Raquel Robles, hija de Flora Celia Pasatir y Gastón Robles, detenidos y desaparecidos el 5 de abril de 1976. “No necesitamos el testimonio de ningún sobreviviente para saber nombre y apellido de los integrantes de esa orgánica. A esta altura de los acontecimientos no necesitamos que nadie rasque en su memoria, en su dolor, para conocer quiénes son los responsables”, sentenció la escritora en su papel de testimoniante en la megacausa Campo de Mayo que juzga el Tribunal Oral 1 de San Martín, el miércoles pasado.
El recorte de la cabeza de los jueces en la escena fragmentada de la vida virtual alcanzaba para ver la incomodidad que producían sus palabras. Robles no se había sentado frente a la pantalla para dar cuenta de lo que vivió, lo que sufrió, lo que reconstruyó en torno al destino final –el día del secuestro ella fue testigo– de su mamá y su papá. Al menos no fue sólo para eso. Raquel iba a acusar. A acusar al Estado, a ese aparato burocrático que en alguno de sus laberintos todavía guarda información que ya hay quienes murieron sin acceder a ella.
“44 años después la Justicia no es Justicia”, dijo la declarante. Aunque se sigan necesitando estas causas abiertas. Aunque el Tribunal la haya interrumpido para decirle que tomaron la causa en 2018 y desde entonces no paran de trabajar en ella. “Cuando se los llevaron y durante muchísimo tiempo sólo supimos eso, que se los habían llevado. 44 años después sabemos apenas un poco más: se los llevaron a Campo de Mayo”. Y con la contundencia incontrastable de todo lo que falta en esa frase, mientras la apuraban para que termine porque ya no la querían escuchar, mientras les asistentes a la sala, cada quien en su lugar remoto, ardían de emoción y dolor compartido, ella insistió: “¿Por qué sigo preguntando lo mismo después de todos estos años? ¿Dónde está mi mamá? ¿Dónde está mi papá? Estoy en pelotas frente a la Justicia”. Y así quedó, sin ropa y la piel cubierta por los nombres escritos de 500 desaparecidos y desaparecidas.
“Yo entiendo el poder simbólico que tiene la Justicia; pero ese poder existe en tanto y en cuanto se aplique en lo concreto. Sepan que quienes hicieron todo este daño hace cuarenta y cuatro años que están viviendo su vida; y lo peor que les puede pasar es terminar su vida en la cárcel. Pero ya vivieron toda su vida. Toda esa vida que nos negaron ellos ya la vivieron y ustedes son responsables de eso”, dijo Robles señalando al Tribunal pero la sesión se había dado por terminada y apenas un girón de los aplausos y los gritos que viajaban por la fibra óptica llegaron a escucharse.
La poesía como constatación
Flora Celia Pasatir había nacido en Carlos Casares y había terminado su carrera Letras en la Facultad de Humanidades de la UNLP; Gastón Robles era de Tucumán; se recibió de ingeniero agrónomo, era docente y fue Secretario de Asuntos Agrarios de Oscar Bidegain, gobernador de la provincia de Buenos Aires durante el gobierno de Héctor Cámpora en 1973. Militaban en Montoneros y antes en las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR). Para Flora era su segundo matrimonio; del primero tenía dos hijos: Ana Flora y Gabriel. Del segundo nacieron Raquel y Mariano. Vivían en City Bell, en una casa baja con un fondo largo con mucho pasto por donde andaban los conejos que los chicos tenían de mascotas, cuando los secuestraron el 5 de abril de 1976. “Muchos años después, cuando volvimos a la casa los vecinos nos contaron que después del secuestro los milicos fueron con un camión de mudanza y se robaron todo. Esa casa en City Bell no fue ocupada porque los vecinos la cuidaron; hubo gente horrible pero también hubo solidaridad”, dijo Raquel.
Fue su hermana mayor, Ana Flora, que en ese momento tenía 24 años, la encargada de hacer el recorrido que hicieron todos los familiares para saber el destino de los desaparecidos: reuniones, llamados, trámites, hábeas corpus. Ana murió de cáncer el 8 de julio de 2017, y sin llegar a ver un átomo de Justicia. “Hay testimonios que dicen que mi mamá le recitaba poemas al resto de las detenidas en Campo de Mayo para darles ánimo. Me resultó creíble porque mi hermana Ana decía que mi mamá tenía una poesía de Miguel Hernández para cada situación de la vida", dijo Raquel, y empezó el lento anudarse de gargantas entre los que asistíamos a la sesión virtual.
“Recién después de haberse formado la agrupación H.I.J.O.S yo pude asumir que en el Nunca Más, que ya había leído, el testimonio de Pedro Palacios García hablaba de mi padre. Antes no tenía la capacidad emocional de hacer esa asociación: hablaba de un ingeniero agrónomo, tucumano, que había sido funcionario en el gobierno de Bidegain; pero yo no lo asociaba”, declaró para dar cuenta de la importancia vital de los procesos colectivos. Palacios decía que la compañera de ese ingeniero agrónomo estaba embarazada. Era mitad de los 90 cuando Raquel y Mariano debieron hacer lugar a la idea de que quizás tenían un hermano o hermana nacide en cautiverio.
Según la asociación Abuelas de Plaza de Mayo, que también es querellante en la megacausa Campo de Mayo, es uno de los mayores centros clandestinos de detención, tortura y exterminio que funcionó en la Argentina desde 1976 hasta 1983. Allí existieron al menos cuatro espacios de detención y tortura: la cárcel de los Encausados, las casitas, El Campito, y el Hospital Militar de Campo de Mayo. Se estima que pasaron alrededor 5 mil detenidos desaparecidos, entre ellos activistas sindicales del peronismo y la izquierda, miembros de comisiones internas de fábricas y empresas como Mercedes Benz, o Ferrocarriles Mitre y Belgrano Norte. También pasaron detenidos y detenidas provenientes del Colegio Militar, militantes de la columna norte de Montoneros y del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), bajo el área 400 del Ejército que alcanza la zona de Zárate y Campana. De este centro de exterminio hubo más de 60 sobrevivientes que pudieron dar cuenta de lo que allí ocurrió. Uno de ellos fue Pedro Palacios García, quien, además de figurar en el Nunca Más, tiempo después se encontró con Raquel y le ratificó sus dichos.
El carcelero impune
Ante el tribunal, Raquel también contó un encuentro espeluznante --el primero de tres-- que mantuvieron ella y su hermano Mariano en 1996 con Juan Carlos Solís, un carcelero de Campo de Mayo que, viéndolos en la televisión reclamar aparición con vida y castigo a los culpables después de un escrache de H.I.J.O.S, los contactó --llamó a la casa de Familiares de Detenidos por Razones Políticas, que en ese momento alojaba las multitudinarias reuniones que hacíamos los H.I.J.O.S en su sótano-- con este mensaje: “Tenemos que hablar de la Flora y la fauna”. A pesar del miedo y complotados con más HIJOS e HIJAS, Raquel y Mariano lo vieron en un bar en la esquina del Congreso.
-- ¿Cuál cree que era la intención de Solís en ese encuentro? --le preguntaron a la testigo.
-- Él quería decirnos que no la busquemos más, que no los buscáramos más, que los habían trasladado. Incluso nos dio la fecha: el 19 de mayo, porque ese día supuestamente él estaba de franco. Este hombre tenía una obsesión con mi mamá, intentaba todo el tiempo hacernos creer que la había cuidado.
Solís estaba amparado entonces por las leyes de impunidad y estaba obsesionado con convencer a los hermanos que su madre sólo había sobrevivido un mes al cautiverio. También les habló de las poesías recitadas, de los conejos que tenían en la casa de La Plata y de un chocolate que le dio a Flora Pasatir cuando, según Solís, el mismo la ayudó a tener un último encuentro con su compañero. “Entre los testimonios que recogí había uno que nombraba a mi padre como un tipo culto porque le había llamado la atención que usara la palabra ‘cínico’ para decir: ‘qué perversos que son, un día te torturan y al otro te dan un chocolate'”, citó Raquel para dar cuenta de asociaciones que ella como tantos y tantas familiares tuvieron que hacer mientras el Estado se mantenía al margen.
Solís nunca fue indagado, tiene una hija nacida en 1976 a la que Raquel conoció en un encuentro por la calle con el tipo. “Ese día fue ella la que corrió y me detuvo, me dijo ‘yo sé todo de mi papá’ y lo único que le pude contestar es ‘no, no tenés idea’. Después pedí en todos los lugares posibles, incluso frente a este tribunal que se le realice un ADN a esa chica, que se investigue. Pero nunca se investigó a Solís que siguió amedrentándonos de diversas maneras a mi hermano y a mí, enviándonos imágenes de conejos, por ejemplo”. Ahora Solís es un hombre con Alzheimer, que ya no recuerda; otra responsabilidad de los tiempos que dejó correr la Justicia.
“Yo les dije a mis hijos y a mi hija que esto era para meter presos a los asesinos de sus abuelos. Porque mis hijos, y toda infancia, tiene derecho a esa fantasía: la fantasía de que los malos terminan mal. Pero es una fantasía”. La infancia es una de las obsesiones de Raquel. La infancia, lxs niñxs, la educación, el derecho a ser amadxs. La preocupación por esxs niñxs a quien nadie mira. "Yo sé que fui una niña muy amada y mi hermano también. Y lo sé porque tenemos capacidad de amar. Tengo ese saber. Me gustaría saber más cosas, pero ese es el saber más importante que conservo. Eso lo aprendí de mis padres", dijo Robles, quien fue directora nacional para Adolescentes Infractores en la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Sennaf) entre 2010 y 2012. Desde ese lugar como funcionaria constató que cada vez que se pedía información sobre el paso de algún niño, niña o adolescentes por las instituciones a su cargo durante la dictadura la respuesta que se copiaba era la misma: “No hay información en el sistema”. Y claro, porque estaba en papel.
A pedido de Raquel, en 2012, la secretaria de la Sennaf, Paola Vessvessian, pidió el secuestro de toda la documentación de todas las instituciones de la Sennaf entre el 75 y el 84. El material fue digitalizado y se entregó una copia a la Justicia y otra a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi). Esa es una prueba palpable de las razones por las que Robles acusa.
Con un tono de voz que iba in crescendo y sin equivocarse en una coma, en una palabra, en un tiempo verbal, Raquel fue más allá y precisó: “Yo fui funcionaria y sé que el Estado no innova. Es imposible que Campo de Mayo haya funcionado con los veinte acusados que tiene esta causa. El Estado usó toda su organización para actuar en la represión. Está en manos de ustedes, jueces, poder convocar, indagar a todas las personas que cumplieron funciones durante la represión. La nómina del Hospital Militar durante esos años, por ejemplo”.
Su determinación en el tramo final de la declaración fue arrasadora: “Seguimos sin saber nada. ¿Quién se los llevó, quién los torturó? ¿Cómo puede ser que ustedes nos pregunten a nosotros? ¿Por qué 44 años después del secuestro de mis padres yo me encuentro ante la Justicia preguntándome lo mismo que hace años: dónde está mi mamá, dónde está mi papá? Quiero decirles que, ante la Justicia, yo estoy en pelotas" dijo y quedó, literal, el fogonazo de su piel ante las cámaras, poniendo el cuerpo por todos esos cuerpos que nos robaron, pura piel marcada con letras rojas, negras, verdes, con los stickers de Juicio y Castigo cubriéndole los pezones para evitar la censura de las redes. Acusando. Con la voz y con el cuerpo.