Un tesoro escondido en la buhardilla

“En el último piso de la casa de mi abuelo en Údine, al noreste de Italia, está su biblioteca. Entre las estanterías, una puerta secreta lleva a un ático secreto: un cuarto con un enorme modelo de locomotora que fue construyendo a lo largo de su vida, cuyos sonidos, movimiento, luces marcaron mi niñez. Pero fue solo hace unos años, durante un almuerzo, que me reveló otra de sus pasiones: un amor imperturbable por la fotografía. En ese ático guardaba un archivo de más de ocho mil imágenes…”. Palabras de la joven Carlotta di Lenardo, devenida merchante aquel mediodía, al descubrir la refulge obra de su nono y, evidentemente encandilada, proponerse darla a conocer. Ha pasado algún tiempo, pero lo ha logrado: por estos días se edita en Gran Bretaña An Attic Full of Trains, fotolibro que reúne una selección de los trabajos del amateur Alberto di Lenardo, nacido en 1930, fallecido hace dos años. Y la consagración posmortem recién arranca: por sus postales coloridas cargadas de sensualidad e ironía, imágenes robadas de extraños, amantes y amigos, de playas y bares, montañas y viajes por carretera, “una alegre muestra de la clase media italiana durante medio siglo”, en palabras de su nieta, hay quienes señalan su legado como precursor de obras coronadas, como las de Luigi Ghirri o Guido Guidi, o se preguntan si no será Alberto di Lenardo el nuevo Vivian Maier. “Mirando hacia atrás, su amor por el modelismo ferroviario está en sintonía con su amor por las fotografía: los dioramas no eran más que un intento por detener un momento, cristalizarlo y fijarlo en un recuerdo perenne e inmutable… como una hermosa instantánea”, propone Carlotta sobre este observador discreto, talentoso, que jamás creyó que sus fotos interesarían a alguien. Tanto así que, tras escanear él mismo todas y cada una de sus piezas en vida, tiró los negativos: “A su entender, solo acumulaban polvo en la buhardilla, ocupaban espacio; por suerte, queda su archivo digital”.

Ups, descuido fantástico

De mala manera ha aprendido John Boyne, autor de libros como el celebérrimo El niño con el pijama de rayas o El secreto de Gaudlin Hall, la importancia de googlear a conciencia, sin apuro, contrastando los primeros resultados que arroja la web. Menudo error ha colado en A Traveler at the Gates of Wisdom, su nueva novela, épico drama histórico que arranca en el siglo 1 y termina dos mil años después. Aunque ambientado en el mundo real, alguien recaló en cierto detalle fantástico en un pasaje del libro, pretendidamente serio: para teñir pilcha de rojo, un personaje utiliza toda suerte de ingredientes; entre ellos, “una cola de lizalfos ígneo”, “un ala de keese” y “un ojo de octorok”, además de “setas de Hyrule”. Materiales que efectivamente sirven para colorear un vestido o armadura al carmesí, pero no precisamente en este mundo sino en el muy imaginario universo de… La leyenda de Zelda. Ajá, la saga de videogames, donde estas partes de monstruitos permiten a jugadores entintar prendas virtuales. ¿Una burda pifiada o un disonante homenaje al juego?, comenzaron a preguntarse internautas, que quisieron darle el beneficio de la duda al escritor y fueron directamente a la fuente, vía Twitter. Sin acalorarse demasiado al verse pillado en el error, corroboró Boyne que efectivamente se había mandado una macana por buscar online demasiado rápido cómo teñir. “LOL en realidad es bastante gracioso. Me hago cargo. Algo me dice que contaré esta anécdota durante muchos años”, fue la respuesta del laureado irlandés, que le quitó aún más hierro al asunto diciendo que no corregiría el pifie en ediciones venideras, que dejaría la referencia involuntaria. En todo caso, anotó, sumaría una línea de agradecimiento… a los creadores del videogame.

El trasero, ¡adelante!

La épica batalla entre curadores del globo no parece tener fin desde que, pocos meses atrás, se sucedieran simbólicos duelos por esgrimir quién tenía, entre sus colecciones, las más bonitas representaciones florales, la pieza prehistórica más incitante, la obra más espeluznante… Y así, varios desafíos, a los que se han subido cantidad de galerías y museos del mundo, dispuestos a dar pelea, a no deponer armas si de entretener al público y promocionarse vía tuits se trata. Los internautas, encantados, a juzgar por las réplicas que han tenido los enfrentamientos de #CuratorBattle; en especial, una de las últimas y más populares, acaso la más irreverente pugna: quién goza de las mejores nalgas. O en honor a la exactitud, qué cuadro o escultura tiene las posaderas más cautivantes, un interrogante que llevó a que instituciones repasaran las piezas en su acervo para hacerse del título #BestMuseumBum. Como ya es costumbre, fue el Museo de Yorshire, en Inglaterra, el que propuso el tópico, al que pronto respondieron colegas de Canadá a Lituania, de Estados Unidos a Países Bajos, de Francia a Japón, y siguen las firmas de quienes esmeradamente desplegaron sus mejores cartas. Para ejemplos, el Museo Ashmolean de Oxford, que apostó por una estatua de bronce de un Zeus de turgente culete, digno del dios de los dioses; o el Museo de Arte Conmemorativo Ukiyo-e Ōta, en Tokio, que hizo lo propio con curvilíneos luchadores de sumo, ligeritos de pilcha, eternizados por Hokusai. En fin, para gustos los colores, entre lienzos de pintores como Amadeo Modigliani, William Etty o Henry Scott Tuke, trabajos de Botero, atletas romanos antaño cincelados en mármol… Donde, como se ha dicho, el acento está puesto en sus atributos traseros, fetiche de aquellos, sobra decir…

El rey del disimulo

Por #nyc, su más reciente serie, es válido afirmar que el reconocido fotorreportero estadounidense Jeff Mermelstein es un eximio fisgón. Al fin y al cabo, reúne allí tres años de imágenes robadas, furtivamente tomadas en las calles de la Gran Manzana, no a transeúntes sino a las pantallas de sus celulares. Más precisamente, a los chats en lo que estaban inmersos al momento de ser disimuladamente capturados por la cámara del cotilla Mermelstein, que se las ha apañado para gatillar cantidad de mensajes, desnudando el costado más extravagante, en ocasiones absurdo, de los neoyorkinos. “Todo empezó con una mujer mayor en la intersección de la Octava Avenida y la calle 46. Estaba escribiendo algo en su smartphone y logré sacarle una foto a la conversación. Decía algo acerca sobre testamentos y seis mil dólares en el ático. Me pareció fascinante, me abrió una puerta impensada para una colección”, vuelve sobre los orígenes del proyecto. Un proyecto que “se lee menos como un libro de fotos, más como una novela epistolar”, según afirma la crítica especializada acerca de la recientemente editada selección, donde las conversaciones mundanas lo abordan todo: humor, desazón, patetismo, flechazos, sexo, drogas… Desde intercambios sobre melones hasta embarazos no deseados, desde qué hacer con las sobras del mediodía hasta la contraseña para usar el baño de un café, desde citas a Marco Aurelio hasta el imperativo de hacerse de pez espada para cenar, son 150 las comunicaciones elegidas de un acervo personal de más de 1200; algunas, previamente compartidas en su cuenta de Instagram. “Me decanté por las charlas más absurdas, extrañas, sin sentido”, reconoce el fotógrafo callejero, que a la fecha no ha logrado descifrar algunos mensajes. “Es súper interesante pensarlos como si estuvieran codificados”, propone al lector, a la par que explica que ha impreso las imágenes en papel azul para emular el color y brillo que devuelve la pantalla. “En cierto modo es una propuesta bastante radical: las fotografías tienen menos que ver con fotografía que con literatura”, se regodea el varón, y pronto admite que #nyc ha sido su obra más desafiante. Ni falta le hace aclararlo: cómo ha logrado retratar tantas charlas sin que la gente lo notase y le echara la bronca del siglo queda como incógnita.