Cuidado: el destino es un búmeran peligroso. Durante los meses que precedieron y sucedieron al maelstrom del 2001, Vicente Luy se sentó frente a sus cuadernos con los diarios abiertos y la televisión prendida. Iluminado por el concepto de poesía express, comenzó a escribir sobre el arte, la política, su diletante vida cordobesa y “la guerra en la que estamos inmersos”. Algunos versos tenían vocación de grafiti: “Si va a morir gente, votemos quienes”. En enero de 2003, No le pidan peras a Cúper salió finalmente de la imprenta y Luy aprovechó los alcances de una herencia para distribuir el libro en kioscos de revistas de Capital Federal e incluso empapelar algunos puntos estratégicos de la vía pública. La cereza del postre sería un aviso a página completa en Rolling Stone y otro de las mismas proporciones en este suplemento. Radar, sin embargo, lo rechazó. Veloz de reflejos, Luy le pidió al poeta Hernán -su amigo, diseñador y albacea crítica- que diseñara un afiche que no solo incluyera aquél aviso sino que contara el suceso. Así fue. Unos días después, amaneció pegado a unos metros de la redacción: sobre la avenida Belgrano. El tiempo pasó. Luy sacó más libros, su palabra rompió algunas paredes y el poeta se tiró de un séptimo piso. Casi 20 años después, aquí lo tenemos: en la tapa del suplemento. Sin poner un solo peso.

Además de la pandemia, 2020 será recordado –del mismo e inextricable modo- como El Año Luy. Por un lado, Hernán se dispone a editar La poesía está en ser uno (Beatriz Viterbo), un largo ensayo crítico sobre la obra de Luy. Por otro lado, el escritor Flavio Lo Presti se encuentra dando las puntadas finales a una biografía que tiene comprometida con Mansalva. Finalmente, la editorial cordobesa Caballo Negro acaba de publicar Escribir no es importante: una poesía reunida que, además de recoger cronológicamente versos de cada uno de sus libros, incluye notas y comentarios de sus amigos y contemporáneos. Es, en suma, un doble movimiento: permite reponer las palabras a su contexto y ponerlos a dialogar con una generación completa de nuevos lectores. “¿Qué es lo que diría Vicente frente a todo esto: una poesía reunida, un libro de ensayo, una biografía, una nota en Radar? –se pregunta Hernán- Vicente estaría encantado. Quería hacer contacto”.

“Era un poeta enormemente consciente del efecto que buscaba con su poesía y trabajaba con mucha claridad, con muchas pruebas, con mucho ensayo y error en base a conmutaciones –dice Lo Presti-. Trabajó mucho con Hernán para crear libros con procedimientos artesanales (collages, cartas facsimilares, noticias) que hacen pensar en una fusión de plástica y poesía. Me gustaría ver el efecto que causan sus poemas reunidos en la edición de Caballo Negro. Celebro la publicación, pero una experiencia imperdible es abrir La vida en Córdoba, Aviones o Poesía moderna, y ver cómo están trabajados esos libros a nivel gráfico. Era ambicioso en términos técnicos que no son los de la técnica de la poesía canónica: quería generar efectos. Quizás por la alta idea que tenía de sí mismo (algo a lo que su crianza no es ajena) quería impactar pedagógicamente en la cultura: hacer un mundo mejor. Esas ambiciones están cruzadas con la seducción de la fama, con el deseo de ser amado, y hay muchas anécdotas que lo ilustran. Le mandaba los libros a famosos esperando la bendición de la popularidad, algo que también en última instancia garantizaría vivir bien sin trabajar. Luy esquivó trabajar mientras pudo y cuando ya no pudo no pudo más nada”.

Enfermo de amor

La genealogía no admite exageraciones. El bilbaíno Juan Larrea, abuelo materno y eventualmente gran figura paterna de Luy, escribió el criptograma para la Generación del '27: aquél mural anti-fascista donde firmaban artistas como Lorca, Buñuel, Alberti o Cernuda. Paseó su garbo por el París de los surrealistas, trabó amistad con Vallejo y Picasso y, después del estallido de la Guerra Civil, tomó un barco rumbo a América. El camino de su exilio traza una línea de una punta a la otra del siglo y del continente. México, Nueva York y Córdoba. Allí, además de dar clases en la universidad y trabajar como investigador, alimentó la vida familiar con su hija Lucianne y su yerno Gilbert Luy: un ejecutivo de Renault que había prosperado gracias a algunas buenas maniobras en la bolsa de Wall Street.

El 3 de mayo de 1961, Lucianne dio a luz a Vicente. Seis meses más tarde, el matrimonio dejó a su bebé al cuidado de una niñera y se tomó un vuelo a Nueva York. El avión nunca llegó a destino. Después de la escala reglamentaria en Sao Paulo, embistió dos árboles y explotó a la altura de Campinhas. A partir de entonces, Vicente fue criado por una niñera cosmopolita llamada Magalí Varela –que también oficiaba como secretaria de Larrea- bajo la supervisión del abuelo en medio del caserón patricio de Jardín Espinosa. La turbulencia había dado lugar rápidamente a otra vida, pero Luy tardó muchos años en pasar su factura. “Magalí me encontró lleno de magullones –escribiría, en su último libro-. / Yo tenía seis meses. / Mamá se fue de viaje y se cayó el avión. / Se ve que la nurse alemana no soportó mi llanto / y me zarandeó. / Ahora, focalicemos / ¿Puede una madre dejar por un mes a su niño de tan temprana edad? / El padre de mi madre, poeta, profeta y no sé cuántas boludeces más / y más siendo, como era, el jefe de la familia / ¿puede él haber permitido semejante desatino?”

Después de un derrotero infantil por otros hogares familiares, Luy volvió a la casa de Larrea y abandonó su educación institucional. “Yo no vuelvo a ese colegio –le dijo a su abuelo-. Ahí no tienen nada para mí." Ya era el Bicho Luy. “Conocí a Vicente a través de un grupo de amigos –recuerda Hilda Lizarazu-. Eramos niños: yo tenía diez años, Vicente unos 12. Año 1973. Yo veraneaba en el barrio Jardín Espinosa porque la familia de mi cuñado tenía una casa ahí, a pocos metros de la casa del abuelo de Vicente. Nos recuerdo en el Athletic Club, escuchando juntos El lado oscuro de la luna de Pink Floyd. Esa es una primera impresión. Era un joven longilíneo, muy lungo, tipo Fido Dido. Un chico solitario que vivía con su abuelo”.

Su entrada en la adolescencia es paradigmática. Atrincherado detrás de la biblioteca de Larrea, Luy pasaba los días escuchando los discos del rock setentista argentino y jugando fútbol o tenis con su membresía del Athletic. Su pasión herética se manifestaba incluso en cuestiones de camiseta: “Era de Belgrano y me hice de Talleres por culpa del negro Daniel Valencia, que escuchaba Pescado Rabioso antes de los partidos”. Una de sus primeras epifanías sobrevino el 20 de noviembre de 1976, cuando Invisible presentó las canciones de El jardín de los presentes en el Club Juniors de Córdoba. Spinetta fue, en el sentido más pleno del término, una aparición: la encarnadura de una programática. “Subiste, dijiste buenas noches / y yo simplemente temblé; se me erizó la piel. / Estabas poseído entonces / y con tu música lograbas algo inusual: / unir espiritualidad y sexo. / En fin…”.

Luy escribió sus primeros poemas. Fue sorteado para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio en Villa San Isidro y, entre su puesto en el grupo de artillería o el hospital, drenó unos versos alambicados. Casi formales. Atento a la sintonía generacional de las revistas subte, armó una serie de libritos artesanales (reunidos, recién durante 1991, en Caricatura de un enfermo de amor) hasta que un acontecimiento quebró el precario equilibrio de su mundo: la muerte de Juan Larrea. El hongo nuclear de la muerte en el pico de la vida. “Muy influenciado por el abuelo, arranca siendo un poeta lírico –dice Alejo Carbonell, de Caballo Negro-. Creo que, de alguna manera, todo lo que publica después lo escribe contra ese primer libro. Desde el rock, contra ese libro."

El inventario fue desclasificado cada vez que hizo falta. Tras la muerte de Larrea, Luy se quedó solo en la casona de Jardín Espinosa. Con 18 años se había convertido en heredero de una fortuna y miembro por filiación del patriciado de Zona Sur. Buena parte de su prestigio o de su infamia como Ricky Ricón, proviene de la etapa que se abrió entonces. Primero tímida y luego desembozadamente: de los afiches para acompañar a todos los solitarios durante la Navidad hasta la pileta de su casa llena con agua Evián, barras de hielo y champagne Pommery. Así, a medida que el cinturón de amigos se expandía, Luy escribía cada vez más esporádicamente y leía más bien poco. Vallejo y Rimbaud, sobre todo. Algo de Carver.

“Me parece que entre la literatura y la vida, Luy elegía claramente la vida, aunque por razones biográficas estaba mal equipado para soportarla –dice Lo Presti-. La mayoría de la gente que trabajó con él (se tomaba la poesía como un trabajo en el que invirtió tiempo, dinero y recursos humanos) reconoce que no era un gran lector. Parecía más interesado en el rock y en los deportes. Fue un deportista intenso, desmañado, dotado con ese tipo de talento que incorpora alguna dosis de heterodoxia. Era un tenista mental: algo torpe, con golpes raros, pero le ganaba a cualquiera en cuya cabeza pudiera meterse. Como futbolista igual (un amigo que jugaba con él me contó que gritaba consignas sentimentales o técnicas, por ejemplo: “¡orgullo!” o “¡dominio!”). En un momento se inventó jugar al golf con los amigos del Athletic y fueron descubriendo juntos el juego (Luy era más grande y los llevaba en un R12 a jugar a campo abierto). Se pasó la vida en ese club, con el que tuvo una relación de pertenencia intensa pero contradictoria. El club está relacionado con sectores conservadores de la ciudad, y él era un espíritu anárquico y verdaderamente libertario”.

La vida era anfibia. Su poesía, aunque no acusaba contradicción, comenzaba a hacer ruido. Por ejemplo. Cuando reunió los textos para Caricatura de un enfermo de amor, decidió acercarse a Último Reino: una editorial que, si bien tenía un catálogo lleno de outcasts (Perlongher, Bellesi, Emeterio Cerro, Noy, Mirtha Defilpo, Arturo Carrera, el primer Bizzio) era estrictamente una editorial de poesía. Del mundo de la poesía. La tapa de su libro era un síntoma. Allí, en la pintura de Silvana Apella que se reproducía, una mujer abría las piernas en medio de una gran bacanal: menos en sintonía con aquellos tempranísimos poemas líricos que con su flamante espíritu situacionista. Por entonces Luy, después de hacer migas con Héctor “Perro” Emaides (disquero y productor histórico del rock cordobés), ya hacía los afiches para bandas como Los Visitantes o Todos Tus Muertos y despuntaba su disposición al nudismo con intervenciones gráficas en la calle. Después de todo, ¿quién no desea verse en pelotas sobre las paredes más reaccionarias de La Docta?

“En febrero del '96, cuando hicimos el segundo Verbonautas, Vicente trajo ejemplares del primer libro –recuerda Hernán-. Y con muchos peros, que te lo doy, que no, diciendo que era un libro que no lo representaba, que era un libro sin bronca, sin sexo, sin contacto, sin política, escrito por otra persona… recién ahí nos regaló unos ejemplares. Todavía le quedaba una caja llena de libros, en la cual fue a parir una gata que tenía que se los terminó estropeando. Y ahí quedó el libro”.

Foto: Puchi Storani

Un loco como nosotros

Palermo: Cabrera y Medrano. A fines de 1995, La Luna concentraba buena parte del circuito indie de los noventa: Cienfuegos, Suárez, Pez, Menos Que Cero, Porco, Peligrosos Gorriones. Sin embargo, el boliche estaba en serios problemas económicos. Los dueños se contactaron con Palo Pandolfo pero Los Visitantes, que ya habían editado En caliente, sobrepasaban largamente su capacidad. Envalentonados con la experiencia del Comando Poético, Palo y Karina Cohen hicieron una contra-propuesta: reunir algunos poetas de su área de influencia y hacer una performance colectiva. Así aparecieron, a orillas del sommier del Gavilán Coullery, tipos como Osvaldo Vigna, Pablo Folino, Carlos Núñez, Gabo Ferro, Eduardo Nocera (que después adquirió cierta notoriedad en El Bar), Tom Lupo (que después se bajó), ese poeta de Merlo que firmaba como Hernán y aquel díscolo personaje cordobés que habían conocido en una de sus giras.

Luy no daba puntada sin hilo. Encanutó el libro viejo y aprovechó el desembarco porteño para recitar las cosas nuevas: versos tiernos y versos cínicos, especulaciones del nac&pop más retorcido, poemas de saque y volea. “Venderle el alma al diablo? Sí, pero cara. Y si se puede, venderle también otras cosas. Y venderle a Dios lo que el diablo no compre”.

Los Verbonautas sellaron su alianza y, unos meses después, Hernán se fue a pasar las vacaciones en casa de Luy. Ahora en Salsipuedes. La sociedad trascendió hacia la amistad y luego hacia el trabajo. O viceversa. En la honda mañana serrana, pactaron un sistema de crítica implacable. “Ahí empezamos a armar La vida en Córdoba –dice Hernán-. Viajaba para jornadas de trabajo y, cuando volvía, me mandaba el original tipeado en una Remington por Angie: María Angélica Vaca Narvaja, su pareja, curadora y secretaria. Yo le mandaba las correcciones y él me volvía a mandar el original. No usábamos mail. Recién al final, en el año '99, lo volqué en un archivo para llevarlo a la imprenta. Me parece que por varias razones, La vida en Córdoba es el primer libro de Vicente. Es el libro donde encuentra su voz. Ya con el objeto mismo, Vicente dice ‘acá estoy’. Entrar en Verbonautas, cotejar los poemas con pares, ponerlos en circulación y ver la reacción de la gente, la venta de la casa, su pareja con María Angélica, fueron todos disparadores que lo acercaron a la poesía. Al hecho de levantarse cada día a trabajar en la poesía."

La vida en Córdoba, a su glorioso e incorrecto modo, es un libro contra su época. En el preciso momento en el que la Argentina navegaba hacia su propio iceberg, Luy se gastó unos veinticinco mil dólares en una edición de autor con poemas e ilustraciones. La balanza no miente: 1 kilo y 700 gramos de literatura. “Una vez Luy pasó con unos amigos por una colina de la ciudad universitaria, cargando bolsas de La vida en Córdoba, un libro absurdamente grande y pesado –dice Lo Presti-. Al cruzarse con mis compañeros de Letras les preguntó si estudiaban Letras; como le dijeron que sí, les regaló un ejemplar a cada uno."

Los Verbonautas publicaron Acción Poética (Eudeba) como parte de la colección Libros del Rojas y se separaron. Luy, sin embargo, le había encontrado el gusto. De manera que, mientras armaba Poesía Moderna (2001), comenzó a pedirles poemas, canciones, dibujos, fotos, pinturas y collages a sus colegas más cercanos. Ese libro casi inédito devino en Aviones (2002): un prototipo de cincuenta ejemplares que nunca encontraron su editor. Luy no paniqueó. El dinero todavía no era un problema. De hecho, durante una de sus visitas a Buenos Aires, asistió a un concierto de Flopa Manza Minimal y se ofreció como mecenas con una sola condición: “tienen que grabarlo ahora porque si no me lo gasto en otra cosa”. “No teníamos ni el material, pero ante la posibilidad de que nos paguen el disco y no sea alguien con corbata sino un loco como nosotros, agarramos viaje –contó Minimal-. Hicimos un disco muy lindo que fue bastante escuchado y le devolvimos el dinero a Vicente, que así como se lo devolvimos le entregó una cifra parecida a Gabo para que haga su primer disco."

Luy cultivó esas amistades porteñas y, en efecto, su poesía podía trabajar con los mismos materiales que Fabián Casas o Juan Desiderio. Sin embargo, a pesar del sobreentendido y los puntos en común, hasta entonces no había tomado contacto con la Generación del '90. “Recién en 2004, cuando estaba por sacar su primer disco solista, Ariel me preguntó por teléfono si lo conocía a Fabián –recuerda Hernán-. No lo conocíamos. Lo conocimos a través de Ariel. Nunca compramos el Diario de Poesía, nunca lo leímos, ni supimos de la 18 Whiskies sino hasta que se empezó a hablar de la revista como un mito. No teníamos relación con la tradición poética porteña ni Vicente tenía relación con la tradición poética cordobesa. No le interesaba. En la casa de Vicente nunca conocí a poetas cordobeses ni a Vicente lo invitaban a leer a ciclos de poesía. Jamás."

La edición de Caballo Negro, en ese sentido, se propone saldar una deuda. “Queríamos sacarlo nosotros porque venimos construyendo un recorrido de la poesía cordobesa –dice Carbonell-. Sacamos la obra completa de Glauce Baldovin, que es la gran poeta de culto. Tenemos a poetas muy importantes de los últimos años, como María Teresa Andruetto, Elena Annibali, Diego Cortés, Lucas Tejerina. En ese plan, estaba muy bien que Vicente pudiera dialogar con ellos de una manera menos lateral: "Me apenaba que antes del poeta apareciera siempre primero el maldito, el suicida, el difícil. Esa idea del ricachón forro que es tremenda. Tratamos de limpiar un poco y hacer un buen libro. Nosotros vemos a un poeta".

Hernán y Vicente. Foto: Analía Gaveglio

Pare de sufrir

¡Al fin alguien pone la tarasca! Allá por 2009, después de un largo camino de auto-publicaciones o tiradas de alcance local, la editorial CILC se puso al hombro la financiación de Poesía popular argentina: una antología pensada para su circulación porteña. Luy lo celebró. A pesar de algunos intentos en el mundo bursátil y las apuestas (desarrolló un sistema similar al Bwin, aunque era uno contra uno a todo o nada y aplicaba sobre cualquier evento), su proverbial fortuna se había esfumado. “Luy tuvo guita, y mientras la tuvo estuvo vivo –dice Lo Presti-. Fue ingenioso y tuvo suerte como para estirar esa circunstancia hasta una edad más o menos avanzada, pero tenía una relación ambigua con eso: tuvo un club de tenis y cuando andaba más o menos bien se retiró; inventó el negocio de las apuestas y cuando una parte estaba por cerrarse (un convenio con la lotería de Formosa) se auto-saboteó. La guita era para él lo que es, efectivamente: la llave universal de acceso a todo. Pero era incapaz de trabajar, porque el trabajo es esclavitud, y él no había aprendido eso de nadie."

Concentrada en una serie de antologías (La sexualidad de Gabriela Sabatini -2006-, Vicente habla al pueblo -2007-, el propio libro de CILC) y las lecturas públicas, su poesía había ganado cierta notoriedad. Se publicaban reseñas aquí y allá. Su costado más urgente, era combustible para las incipientes redes sociales. Pero no era suficiente. Aunque se mantenía más o menos a flote con la medicación psiquiátrica, Luy escalonó varios intentos de suicidio y alternaba manías y domicilios. “Vicente, como cada uno de nosotros, era muchos –repara Hilda-. Y a la vez todo se reúne en una coherencia que nos va dando la vida. Vicente empieza nombrándose como un enfermo de amor y cierra ese primer libro diciendo ‘estoy ahorrando plata para volverme loco’. Bueno, Vicente nunca ahorró plata porque fue un heredero. Eso no le hizo bien, porque todo artista debe trabajar no solo en su obra. Eso lo colocó en un lugar de niño bien que sufre de tristeza. Pero era un cronista poético mordaz, muy sensible. Cuando me fui a vivir a Córdoba y nos reencontramos, teníamos un grupo de amigos en común. Siempre había música, charla y alimento de por medio. Caminábamos por el bosque. Unos lindos momentos luminosos de esos años de su vida. Lamentablemente no pudo salir de su propia cárcel, que es saber vivir y enfrentar el día a día."

Sus últimos dos años, en ese sentido, son una fuga hacia adelante. Guiado por unas cartas de su madre y de su abuelo, comenzó a trabajar en un libro llamado La única manera de vivir a gusto es estando poseído. Cambió el título, abandonó el libro, abandonó su departamento y fue detenido. Viajó a Buenos Aires, guardó una bolsa con zapatillas y 150 poemas en un locker (no recordaba si en la Bond Street o en una terminal de ómnibus), entró en la guardia del Argerich, luego en el Borda. Volvió a Córdoba, ingresó en la Clínica Neuropática Meelar, se le gestionó una pensión por discapacidad psiquiátrica y un alquiler en barrio Alberdi. Se reencontró con un viejo amigo de la adolescencia, lo siguió hasta Salta, mandó mails de anuncio: “Fui a PARE DE SUFRIR y me dijeron que volviera en mayo”. El 23 de febrero de 2012 pidió cita con una inmobiliaria para ver un departamento en el séptimo piso y, durante un descuido de la agente, saltó finalmente al vacío.

¿Dónde termina el autor y dónde empieza la obra? Luy no resuelve el problema: lo complica. En todo caso, su vida es una novela (allí va el libro de Lo Presti) y sus poemas son otra cosa (allí va el libro de Hernán). Acaso sobre los mismos temas. “El dolor –dice Hernán-. La búsqueda del amor. La guerra. La guerra en la que estamos inmersos, diría Vicente. La conciencia. La violencia. La ternura. El rock. La política. Los deportes. Fútbol, pero también tenis y golf. A partir de determinado momento, también la poesía. Y, heredado de su abuelo Juan, un mesianismo importante. Un mesianismo salvaje."

Por lo pronto, la edición de Escribir no es importante prueba una cosa: disociada de su autor, la poesía de Luy no pierde ni uno de sus caballos de fuerza. Todo lo contrario. Ahí donde la retórica del artista maldito parece obturar su lectura, los poemas se abren como un vómito de arco iris. Ahí están, superpuestos como los personajes del Sgt. Pepper, todos y cada uno de los Vicente Luy. Para erotómanos y para el congreso. Para suicidas, sibaritas y avivados, para los apóstoles. Para la coca y el choripán. Para los drogones, para el descarte. Para los poetas. Para los huérfanos de padre, madre, tutor o encargado. Para los expulsados. “Por romper las reglas a Adán lo echaron del paraíso –escribió-. Yo reivindico eso. ¿Qué clase de Edén es ése, que hay cosas que no se pueden hacer?”