Una chica fácil         6 puntos

Une fille facile, Francia, 2020.

Dirección: Rebecca Zlotowski.

Guion: R. Zlotowski y Teddy Lussi-Modeste.

Fotografía: Georges Lechaptois.

Duración: 92 minutos

Intérpretes: Mina Farid, Zahia Dehar, Benoît Magimel, Nuno Lopes, Lagdhar Dridi, Clotilde Courau

Estreno en Netflix.

A los 40 años la realizadora y guionista francesa Rebecca Zlotowski exhibe una carrera envidiable. Tres de sus cuatro películas --Belle épine, Grand Central y la que ahora se comenta-- seleccionadas en Cannes, la restante (Planetarium) en Venecia. Además fue el año pasado la creadora, directora y escritora de la serie Les Sauvages, que daba una vuelta de tuerca al tema de la fobia anti islamista en los países europeos. Su opus Nº 4, Una chica fácil supone no solo un diálogo intertextual con el comienzo de La coleccionista (1967), de Eric Rohmer, sino también una variación de su opera prima, Belle épine (2010). Relato de iniciación femenina, como en aquel caso, aquí la formación no es la que el curso de la narración parece sugerir, sino una postrera.

Como Belle épine, las protagonistas de Una chica fácil son una adolescente, aquí llamada Naïma (Mina Farid), y su prima, en este caso una joven más experimentada, Sofia (Zahia Dehar). “Es una lástima que siendo tan joven te hayas hecho tantas cirugías. Te afean”, le dice una mujer tal vez algo envidiosa (Clotilde Courau) a Sofia, cuya imagen parece construida a la medida del deseo masculino estándar. Cabello teñido de castaño claro, cejas delineadas, labios hinchados, expresión de esfinge y un cuerpo de afiche de taller mecánico, Sofia se presenta a sí misma como una mujer libre, a la que no importa el amor sino la aventura. Imantada por ese modelo, Naïma pasa junto a su prima unas vacaciones en los ambientes más exclusivos de Cannes, en pleno verano, cuando el deseo y el sexo parecen una invitación permanente.

En lugar del moralismo fácil, Zlotowski echa una mirada engañosa sobre ese paraíso de mar esmeralda y yates king-size. A primera vista, ese mundo parece ensalzado, embellecido, como servido en bandeja a quien tenga la Costa Azul como edén inalcanzable. Los caballeros son apuestos, gentiles, sofisticados y podridos en plata. Uno de ellos cita a Sócrates; el otro, que invierte en las más valiosas obras de arte, se dice anarquista, gracias a la libertad que da el dinero. Guarda en su yate un invaluable sextante del siglo XVII. El tono de las pieles bronceadas, brillosas de transpiración, se ve realzado por una fotografía de tonos dorados.

La clave es el punto de vista. Una chica fácil no está narrada en tercera persona, sino --al menos en apariencia-- en primera, tamizada por la mirada de Naïma. Recién terminado el secundario y sin tomar aún una decisión respecto a su futuro, la chica luce tensionada entre dos alternativas: la de su amigo Dodo (Lagdhar Dridi), que a diferencia de ella sabe que quiere ser actor, y la de Sofia, que hace poner un reloj de 35 mil euros en la cuenta de uno de sus amantes. Demasiado joven para elegir, Naïma acompaña a su botoxeada prima a discos, cenas y yates, aproximándose no sin timidez a un posible amante (Benoît Magimel) que podría ser su padre.

Pero no se trata de relato en primera persona sino de estilo indirecto libre. Aunque Zlotowski “cede la palabra” a su protagonista, el enunciado nunca deja de estar en sus manos. Así, ese mundo de boiseries barnizadas, a pleno sol (como la película homónima, versión francesa de El talentoso Mr. Ripley, de Patricia Highsmith) resulta remedar a uno de esos posters photoshopeados de agencias de viaje, lustroso hasta la náusea. Y lo que parecía ensoñado se revela como coto cerrado, la aparente beauté puro feísmo, del que más vale huir.