Del vermú y La Portuaria a la cocina de fonda y las bandas nuevas, en el local de la Chacarita pararon Pappo y David Byrne.

Al bar no se llega de carambola. Hay que ir. Desde el subte línea B se bordea Jorge Newbery hasta avistar la esquina iluminada. Lo mismo desde el tren San Martín, las paradas de colectivos o la pizzería El Imperio. No es un polo gastronómico ni turístico. No hay diversión a la redonda. Chacarita, paredón y después el bar, potentado de la leyenda del Rodney. Los árboles contrastan con lo inerte que vive en el cementerio, y todo a su vez con las emanaciones rockeras de este bar histórico.

En 1991, un flaco baila y flamea su tapado de cuero negro sobre el muro tras las tumbas. Canta que en el aire hay algo especial y que puede viajar sentado en la mesa de un bar. Prometedor para todo bohemio que se precie. Apenas empezaba el mito del Rodney, gracias a la explosión del videoclip en los ‘90. Al mando de La Portuaria, Diego Frenkel caminaba de día la zona y compraba flores, quitándole dramatismo a la necrópolis. Dentro de El bar de la calle Rodney, tipos de bigotes y camperones fumaban y tomaban café, carpeteando desconfiados a la cámara.

Pasaron los ‘90, el local cerró y los 2000 encontraron a Pappo como principal agitador de su vuelta. Reabrió, cambió de dueños, cerró, abrió y fue creciendo la mística. Las brujas y el asfalto se apostaron en Chacarita. Después de un inicio de parroquianos que paraban a tomar vermú en los ‘70, en la última década (y un poco más también) el bar fue del rock. Lo pisaron Pity Alvarez, Juanse, Gabriel Carámbula, Pilo Gómez, Militta Bora cuando aún era pelirroja, Frenkel y los internacionales David Byrne, Bernard Fowler y Rod Stewart, entre muchos. Hasta el actor Luis Luque, fija con su whisky y las historias como imán para los pibes (y no tanto), participó de varias lecturas de poesía.

“El lugar tiene una especie de magia o encanto porque siempre querés volver”, dice Marcelo Hugo Guaglianoni, organizador y productor. Hoy lo administra Adrián “Harry” Igualador, otrora habitué, quien, después de una larga espera para la habilitación, lo hizo funcionar con todo: remodelación, cocina de fonda y música en vivo. Dice Guaglianoni que no existe selección para que las bandas toquen. “Cada músico o banda merece la oportunidad de mostrar lo que hace, y confiamos en ellos plenamente”, expresa. Tal vez con el diario del lunes, y a confesión de partes, se pueda leer esta escena que hizo del hechizo arrabalero del cementerio esta rockería en la dimensión de los vivos.