Si con la divulgación de la expresión ansiedad explicamos todo, bien vale dejarnos llevar por ideas dispersas para desordenar tanta sospechosa claridad. Es como si partiéramos ya sabiendo qué es la ansiedad, la hacemos funcionar como veloz respuesta para mejor ocultar de qué se trata. “Es que soy muy ansiosa”; “a mí la ansiedad me mata”; “como por ansiedad”; “hago mil cosas por ansiedad”; “no puedo hacer nada por ansiedad”.

Alejemos las paredes de este espacio tan ahogante, estirémoslas hasta una distancia donde ya no sean referencia ni nos permitan saber dónde estamos ubicados. Las zonas grises, ambiguas, de nuestra existencia emergen como napas de impulsos, impulsiones exigentes, restos de excitaciones imprecisas de cosas vividas por la mitad se vierten en el interior de nuestro cuerpo y vibran mentalmente. Seguramente durante la noche haremos un sueño. Esos residuos de lo impedido durante el día apenas vivido son los que me harán soñar continuando aquellas acciones en un espacio enrarecido. Tantas diminutas intenciones quedaron sin hacerse, tantos anhelos direccionados no pudieron tener cauce durante mi rutina en vigilia; serán, entonces, el motor de mi producción onírica. Tuve ganas de tomar un café con aquella amiga para contarle algo que me pasa, pero no me daba margen el tiempo. Alcancé a sentir que deseaba fuertemente algo en esa persona, pero descubrí que no había cauce o riel sobre el cual darle envión a ese apasionamiento. No le dije claramente nada. Percibí que el otro se hubiera acercado más pero se alejó. La vida se interrumpe a cada paso. Entre la atracción y el rechazo de mis propios impulsos. Los estímulos interceptados no llegan ni a forma, ni a idea, menos a palabras. Y si llegan, sentimos que no es exactamente eso. Se nos confunden las dimensiones. Descubro a cada hora que es imposible regular tanta perturbación. En ese espacio incierto del deseo que patina en la banquina de la ambivalencia y la ambigüedad por el roce con el otro es el erotismo el que inquieta nuestras horas mal vividas, malgastadas, codificadas por un funcionario anónimo que no elegimos para que nos administre cada vez peor.

Es en ese espacio donde me doy cuenta que no hay posible control sobre mis impulsos, donde un borde vago sexual y desexualizado al mismo golpe no encuentra cómo resolverse más que acelerándose para empantanarse más, precipitándose para descargarse pero cargándose por no desagotarse, más bien por no encontrar el cauce de su desagote. Es perentorio, es continuo, no da descanso, inaugura la zona del riesgo cotidiano. Uno lo siente así. Tampoco se trataba de liberación de deseos. Ya liberados, se desplaza esa inquietud sobre las consecuencias de esa liberación. Se apela a los fármacos, al alcohol, a las drogas, a la comida, a la violencia, a adormecerse. Ningún objeto nos vacía de esos impulsos; y, menos aún, si persistimos en nombrarlos con las palabras más inadecuadas, desgastadas ya por su uso escamoteador y por quedar tontamente convencidos de que nombran la causa.

Queremos controlarlo todo. Hemos reducido el problema del erotismo al del poder, la imposición y las recetas morales. El espacio de encuentro, ya sea con algo, con alguien, o con algo en alguien, pero fundamentalmente con nuestra propia palabra, nos aterra. Mejor pegarle cualquier etiqueta que ande dando vueltas para no sentir su resonancia y mejor que no sea mi palabra la que resuene como algo diverso a lo que me impulsa, para mejor no tener esa referencia distinta a lo espasmódico que me separa de las cosas y de los otros. Es que el imán erótico es la necesidad de lo distinto a mí, de lo que radicalmente no soy yo.

 

Y dale con quitarle el misterio. Y empecinarse en eliminar lo antagónico a mí. Y sentir temor de lo que viene de mi propio cuerpo. Lo dijo Lacan: es a lo único que el ser humano le tiene miedo, a lo que viene de su propio cuerpo. La mala traducción de “ansiedad” se ahorró la “angustia” pero terminó irrumpiendo en “miedo".