Tiene razón mi mamá, no sos un marido, sos el enemigo, le dice Elsa Berenguer a Oscar Viale en una escena de fondo abierto –patio o tal vez terraza– con música, cigarrillos, lamparitas mal colgadas, pelos que usaron ruleros y vestidos de colores; esa escena es una de las escenas de Crecer de golpe, la película que Renán filmó dos años después de La tregua basada en Alrededor de una jaula, la novela de Haroldo Conti. Elsa baila, le tira besitos a su hijo que llora en brazos de su padre, se queja y actúa. Elsa actúa y es, como siempre suele ser cuando vemos a una gran actriz secundaria, un protagónico. ¿Era su voz con dibujados restos gangosos y ronca? ¿Era la cara angulosa  que vestía a la belleza sin molde? ¿Su andar flotando vestida con uno de sus kimonos preferidos? Elsa Berenguer niega por anticipado la derrota y compone personajes que ganan cualquier partido –el juego en cuestión no importa, puede ser cualquiera y lo puede elegir cada unx a gusto y capricho–, con Elsa en el casting hay varios segundos de gracia augurada, como cuando Flora Steimberg –ya habrá tiempo para dedicarnos solo a Flora– sirve torta de cumpleaños ajeno en La isla. Poco importa la mayoría de las veces si la película es buena o mala, una sugerencia de cualquiera de ellas alcanza para que la ilusión se inflame tanto como el deseo.

Su mamá era actriz y su papá un joyero que añoraba el oro secular del marqués de Valdeflores. Lejos de mandriles cónicos y limas (le gustaban las muñecas antiguas de porcelana y los abanicos) la hija del catalán heredó pensamientos en escala de vocación materna y debutó en un Centro Andaluz con la obra de un granaíno, La zapatera prodigiosa. El temprano Lorca (Elsa tenía diecisiete años) la subió al Cervantes sin demora, después, la historia que sigue y que se lee en el programa oficial que olvidamos en la butaca, la completan los mohines compartidos con la troupe del teatro independiente, un premio Molière en el ´74 por su Helen en el Sabor a miel de Shelagh Delaney y demasiados años sin pantalla ni camarín en los que entrenaba a actrices, a actores y a bailarinas. Proemio cardinal de La Nueva Máscara  -el grupo de poética stanislasvkiana que aprendió teatro con Hedy Crilla-,  la voz que recita a Góngora en los años setenta luchando almas cuerpo a cuerpo en un bar de Balcarce al ochocientos, la rubia Marilyn de Teatro Abierto con Los Volatineros, la desusada tía Corina con turbante y piedras en La Posada del sol, la telenovela de Lozano Dana y también Berta, la viuda que vive en el Cavannagh y vende las inconcebibles estampillas,  “en realidad las estampillas me recuerdan bastante a mi marido, cuadrado, pegajoso”, en Nueve Reinas. ¿A cuál de todas se rescata primero después de recordarla diciendo “manfloro” en Los invertidos de Ure?                                                                                                       La leyenda silenciosa, cifra impar de un elenco que siempre nace en el desparpajo -a quién le importa el archivo de estrellas que siempre confunde rasgos esenciales entregando vaguedades disfrazadas de rigor-  no quiso un velatorio protagónico de magnolias y murió en su casa con el corazón enfermo. Es sencillo imaginarla en un cuarto propio con espejos y múltiples cepillos de pelo capaces de lograr el bombé perfecto de su melena.