El Estado alemán ha decidido esta semana completar con dinero su ciclo de reparación a los homosexuales que padecieron la cárcel y la muerte civil o física bajo el monstruo prusiano llamado Art. 175 de su Código Penal, vigente hasta 1994, cuando ya nadie lo invocaba, y que en su momento fue utilizado con serialidad asesina por los nazis. O sea que el castigo tuvo vida jurídica, si no urbana, hasta no hace tanto. Signó el pasaje entre la muerte civil (la deshonra pública del sodomita de la primera mitad del siglo XX) y los campos de exterminio nazis (Rudolf Brazda, el último prisionero por homosexual sobreviviente, murió en el 2011), donde a los gays se les cosía en los andrajos un triángulo rosa. Al toque geométrico de color sobre el pecho hundido -elemental desprecio a un supuesto devenir mujer- el bent (el torcido, el chueco) supo transformarlo más tarde en símbolo reivindicatorio, mientras su ser en el mundo se fue construyendo como valor-mercancía en la democracia liberal, incluso como bien público, a ser considerado en el debe y haber del Estado.

¿Qué precio ponerle al sufrimiento infligido por el propio Estado, si se argumenta que es necesario ponerlo en números? El número, lógica de Estado. Para dar dimensión de las cosas. Para escamotear esa dimensión en perjuicio de los desposeídos, de los desaparecidos, migrantes o refugiados, de la deuda de los países en quiebra; o para beneficiar a los que llevan siempre la sartén por el mango. Una conducta a lo Merkel es afirmar el valor sagrado de lo técnico (que den fe los griegos) por sobre el jolgorio distributivo del progresismo humanista -no diré humanitario, que es un término que se respeta, a la vez que su práctica se viola-, no sea cosa que el presupuesto se convierta en verdadera herramienta de justicia. Tres mil euros para cada una de las cinco mil víctimas vivas, más mil quinientos por año de calabozo, ¿no se parece demasiado a la indemnización en una empresa de seguridad, ni siquiera una multinacional, por evocar un rubro en boga en esta época de demolición definitiva del Estado de bienestar, por no decir del capitalismo productivo? Hablamos del Estado alemán, a cuya cabeza está la Dama Teutona de Hierro. La misma que se opuso al matrimonio igualitario, y acarició con cinismo inmutable a una niña palestina que lloraba porque iba a ser deportada.

Que el Estado abra la billetera para compensar a quienes sabe víctimas de sus normas brutales no debiera ser mal visto, pero en este caso llega tan tarde como el más o menos reciente reconocimiento a los homosexuales prisioneros y masacrados en los campos de exterminio (“el reconocimiento llega demasiado tarde. La mayoría hemos muerto”, pronunció en su discurso de agradecimiento Rudolf Brazda, poco antes de morir en 2011). Y con una cifra en euros que asusta por lo baja. Vamos, Merkel, un esfuerzo más para ser verdaderamente republicana, como escribía el Marqués de Sade durante la Revolución Francesa. Si hasta en 2014, en un capital de la periferia, como Buenos Aires, se pensó en un subsidio mensual para las personas trans mayores de 40 años, porque el proyecto de ley las concebía como sobrevivientes, aunque finalmente primó el criterio del verdugo y del presupuesto, y nunca prosperó. Monto mensual: ¡qué no puede ofrecer, entonces, Alemania! Entiendo que para el capitalismo financiero sobrevivir, si se es pobre, es un exceso que contamina el presupuesto, un gusto que no es para todos. Amarga contradicción esta, de una cultura que, por un lado, capitaliza la vida del cuerpo como un recurso o bien contable para controlar y administrar y por el otro, castiga la supervivencia cuando no es un privilegio de los ricos. Si yo fuese un puto alemán que no llega a fin de mes, haría un juicio contra la empresa-Estado para que me incrementara la indemnización por barbarie. Treta de débil. Y si fuese rico, me pondría el mejor traje rosa Chanel para la conveniente ceremonia de beneficencia organizada por el Ministro de Justicia de Merkel, vertería lágrimas pero en sentido inverso al de la niña palestina, y donaría lo recaudado al chongo de esa semana, probablemente un migrante sin papeles, por los duros servicios prestados en mi dormitorio.