Desde Barcelona

UNO Rodríguez tuvo un agosto fantástico. No literalmente pero sí literariamente. Sin moverse mucho, buscó y encontró paisajes distantes y tiempos aún más extraños que los presentes. Primero fue el marciano centenario Ray Bradbury; luego, Philip K. Dick en la memoir de una de sus esposas; y ahora Stephen King en su trono.

King influenciado por Dick en las dimensiones místico-alternativas de La torre oscura, en las ucronías en 22/11/63 y "Ur" y "Los reploides", en la incertidumbre grupal de "Los langoliers", o en el alienado artista alienizado en la infravalorada Los Tommyknockers.

Y King aclarando que "Sin Ray Bradbury no podría existir yo. Ahora, no deja de asombrarme como Bradbury avanzó por encima de las costumbres de sus puritanos contemporáneos para contar las cosas como en verdad eran con la sola ayuda de su imaginación. En este sentido, Ray es a la literatura fantástica lo que D. H. Lawrence fue al sexo en la novela realista. Aunque Bradbury siempre vivió y trabajó a solas. En síntesis: Dios creó a Ray Bradbury y luego rompió el molde".

Y a Dick le gustaba la críptica 2001 de Stanley Kubrick; mientras que Bradbury la detestaba para, en cambio, reverenciar a la humanista Encuentros cercanos del tercer tipo de Steven Spielberg. A King le gustan ambas (pero sigue sin perdonarle al fantasma de Kubrick lo que le hizo a El resplandor) y de ahí que King le guste a tantos. King es lo mejor de ambos mundos: impasible y sensible. Y muy generoso: da miedo. Y lo entrega con infeccioso afecto y pegadizo placer por temblar. Y acaso cada vez más consciente de que la mayor tensión la consigue no en esos demasiado largos duelos finales con monstruo sino en los muy cotidianos preliminares donde todo pasa por las pequeñas miserias de los mortales. Es decir, es escribir, es leer: el pánico a contagiarse más que el pánico a estar contagiado; el temor a ser elegido como quien juega a la lotería pero para que, por favor, no salga su número.

Y, por estos días, King vuelve a ser aún más invocado por su relación con plagas y reclusiones: ciudad bajo cúpula y hotel poseído y súper-mercado nebuloso, oleadas vampíricas, zombis movilizados vía celulares, mujeres soñadoras, diarreicas esporas extraterrestres. Y, last but not least, por ese Blue Virus 848-AB A-prime A6 Project Blue de laboratorio a.k.a. Capitán Trips. Responsable directo de la exterminación del 99,4% de la humanidad en el clásico (y, en palabras de King, "versión contemporánea y norteamericana de El señor de los anillos"  y, de nuevo, inminente miniserie para la que el propio autor escribió nueva coda) The Stand. Virus al que esa narradora máquina de movimiento perpetuo que es King parece ser inmune porque, sí, el nunca descompuesto King es un virus en sí mismo.

DOS Y Rodríguez lo contrajo en su adolescencia, en 1974, en la primera oleada: cuando el único libro de Stephen King era Carrie. Y nada le interesa menos que curarse.

Décadas más tarde y decenas de libros después, comprende que su relación de "lector constante" de Stephen King ha ido cambiando aunque se haya mantenido firme y amorosa. De acuerdo: pudo haber horas bajas (para Rodríguez en La tienda, Insomnia, La cúpula, Bellas durmientes, Elevación; y nunca se enganchó con la saga de Roland Deschain donde, leyó, King acaba siendo personaje de sí mismo). Pero jamás dejó de ser el más fiel súbdito. Uno entre millones y detalle revelador: cuando en 1986 Time le dedicó a King su portada no puso allí retrato de escritor terrorista sino de fan aterrorizado. Rodríguez agradecido --nombrando solo algunas -- por Salem's Lot, El resplandor, La zona muerta (anticipando a candidato modelo Trump), It, Cementerio de animales, La milla verde, 22/11/63, Revival, El visitante y El instituto (muy des/apropiada para esta escalofriante rentrée escolar; hubo un tiempo en el que volver a clase daba tristeza, ahora también da pánico).

Así, Rodríguez se ha dado cuenta que ya no lee a King igual. En un principio, claro, fue por tembloroso amor al género y, enseguida, por ese talento que King tiene para traducir los grandes y reales terrores de su tiempo al idioma de lo sobrenatural. Pero, de un tiempo a esta parte, Rodríguez disfruta a King no tanto por sus tramas (a veces predecibles, ya conoce trucos y tics y hasta deudas reconocidas a mayores como Richard Matheson) sino por su tono, por su manera de contar, por esa familiaridad que sólo consiguen nuestros seres más queridos.

TRES Semejante sentimiento se hace aún más evidente no en sus cada vez más irregulares rejuntes de cuentos pero sí (indispensables Las cuatro estaciones, Corazones en la Atlántida y Todo oscuro, sin estrellas) en sus colecciones de nouvelles.

Y en La sangre manda King vuelve a hacer de las suyas con la cierta comodidad de quien se ha ganado ese derecho a sangre y sangre. Y, por supuesto, Rodríguez obedece a su rey. Y lo lee con la cabeza gacha pero sobre el libro en alto.

"El teléfono del Señor Harrigan" abre y suena casi con cautela: hechura clásica y un tanto by numbers con fantasma vengador y tradicional pata de mono mutando a teléfono móvil. Y marca de la casa que redime y justifica: esa evocadora voz de chico joven que ha sido, desde siempre, una de las especialidades de King y saludos a Stranger Things y Dark & Co.

Sigue la casi apocalíptica --tal vez lo mejor del conjunto-- "La vida de Chuck". Contada en reversa, al borde de colapso mundial, omnipresente héroe sencillo y tramo central con --de nuevo rasgo reconocible-- esa ternura a la hora de narrar un baile como si se tratase (y lo es) de un acontecimiento histórico.

En "La sangre manda" Rodríguez reencuentra a la formidable y obsesiva y autista y detective savant Holly Gibney, a quien ya disfrutó en la Trilogía Bill Hodges y en El visitante. Ahora Gibney investiga el atentado/masacre contra una escuela que, enseguida deviene en la posibilidad de otro "vampiro psíquico" y ahí está ese famélico y sediento periodista de tv-crónica roja.

En "La rata", King insiste con uno de sus temas más queridos y frecuentados: la locura del arte ya diagnosticada por Henry James (otro eximio nouvellista) quien, con King, más y mejor ha ligado al oficio y a la figura del escriba con lo sobrecogedor. Aquí, un no muy exitoso narrador se recluye en cabaña. Y entonces oscuro resplandor de roedor parlante proponiendo pacto fáustico y dilema moral a cambio de tan deseada obra maestra.

Y King ya anunció novela larga a la que tuvo que modificar: "Transcurre en 2020 y se publicaría en 2021, por lo que no tendría que preocuparme por ajustes históricos. Poco podía cambiar. Pero de pronto llegó el Covid-19 y, releyendo lo mío, vi que uno de mis personajes se embarcaba este verano en un crucero y... Lo solucioné muy rápido: ahora todo transcurre en 2019". Después, en la misma entrevista, King sonrió que por estos días "No dejan de comentarme que 'Parece que vivimos dentro de uno de tus libros'. A lo que yo respondo: 'Lo siento'".

Nada de que disculparse, piensa Rodríguez.

 

Las pesadillas de Stephen King están mucho mejor escritas que los desvelos de la realidad y, sí, qué gran año fue 2019.