Abandonar nunca, rendirse jamás

Valle del infierno y reino de los cielos (Höllental und Himmelreich, en su idioma original) es el llamativo título de la última serie de Christina Stohn, fotógrafa germana nacida en la Selva Negra, ese mítico y concurrido macizo montañoso salpicado por densos bosques, ideal para el senderismo y el cicloturismo, en el suroeste de Alemania. Una zona verde, muy verde, donde persisten tradiciones y costumbres centenarias: rituales largamente arraigados que ha querido eternizar una intrigada Stohn. “Festividades como el Swabian-Alemannic Fastnacht, carnaval precuaresmal, requieren trajes típicos específicos, muy regulados, que sirven para reafirmar la identidad de la comarca pero son de épocas pasadas. En un mundo de infinitas opciones, ¿por qué la gente sigue pautas tan rígidas? ¿Será acaso que estos ritos les permiten escapar de las exigencias de la siempre cambiante vida moderna, en constante desarrollo tecnológico?”, se interroga la artista, que planta cámara a distintas fiestas y procesiones locales. Por caso, mujeres que visten su bollenhut, afamado sombrero con pompones que, cuando rojos, indican soltería; cuando negros, que la damisela está casada. Captura además el traje del rägemolli, inspirado en la salamandra de fuego, hecho de lino, pintado a mano con puntos negros y símbolos que representan al búho, al murciélago, al sol, a la luna. “Los rägemollis son considerados los hermanos pobres del schuttige, ambos del gremio de los bufones con sus máscaras de madera”, pormenoriza una Stohn que pone en foco, además, a los schäppel: tocados tipo corona, que parecen donas, a base de 1500 perlas de colores, con pequeños espejos integrados para mantener “al mal alejado hasta que las muchachas contraigan nupcias”. A chicuelos enmascarados balanceando vejigas de cerdo como si de globos se tratase. A vacas emperifolladas con flores por granjeros durante el Almabtrieb… En fin, para extraños gustos, los muchos colores que presenta Christina en este trabajo.

El arte que ataca

Acaso sea la teoría conspirativa más disparatada y menos fundamentada sobre la misteriosa identidad del elusivo Bansky, lo que lógicamente la convierte en la más bizarra y entretenida. Días atrás, se instaló con fuerza en redes sociales un estrafalario supuesto: que el famoso grafittero era, en verdad, Neil Buchanan, recordado conductor y co-creador del popular programa infantil Art Attack, que entre 1990 y 2007 enseñó a chicuelos cómo hacer obras a base de azúcar, toallas, pimiento rojo y un largo etcétera. Conocido además por pergeñar piezas a gran escala y al aire libre, como un enorme retrato de la reina Isabel usando solo billetes y monedas, un gigantesco muñeco de nieve a base de instrumental de sky, un zoológico con sacos de verdura, la figura de un caracol tallada sobre césped con una cortadora de pasto… “El manitas de la casa”, como lo llaman los ibéricos, se suma así a una larga lista de sospechosos, siendo el Banksy más probable Robert Del Naja, aka 3D, fundador de Massive Attack, señalado desde que DJ Goldie tuviera un “desliz” en una interviú y lo vinculara al graffitero. Incluso antes circulaba ya la teoría que podría tratarse de un grupo de varios con él como cabecilla. Dicho lo dicho, se han barajado otras alternativas como el francés Thierry Guetta, el neoyorkino Richard Pfeiffer, el inglés Robin Gunningham… Y ahora, Buchanan, cuyo ¿improbable? alter-ego no tiene ni pies ni cabezas en miras del tipo de trabajo manual que presentó por tevé durante añares. Los cuchicheos parten de cierta casualidad, que tampoco ha sido demasiado corroborada: que varias obras callejeras de Bansky aparecieron en las mismas ciudades donde Neil tocaba con su antigua banda de heavy metal, Marseille. Lo único certero es la declaración que él mismo publicó en su web: “No hay ninguna verdad en el rumor”. ¿No es, acaso, lo que diría Bansky tratando de esconder su identidad?

En lo alto por ahora

Al parecer, el 2020 sería excepcionalmente rico en encuentros cercanos de tercer tipo en los Estados Unidos, donde el avistamiento de ovnis ya ha reemplazado la obsesión por observar pájaros. Así lo asegura el Wall Street Journal en un novísimo artículo que da cuenta de cómo, en lo que va del año, han crecido en un 51 por ciento los casos de objetos voladores no identificados, notificados por atentos y sugestionables terrícolas. El fervor, dicen especialistas en el surrealista tema, ha sido involuntariamente fogoneado por el Pentágono al anunciar el mes pasado la formación de un nuevo grupo de trabajo, ciento por ciento dedicado a investigar los extraños fenómenos que acechan los cielos. Según el estudioso Matthew Hayes, erudito en la fascinación humana por los extraterrestres, “en tiempos de crisis la gente tiende a buscar la salvación en otra parte, incluso en el éter; miramos más las estrellas…”. Poética reflexión que no consuela en lo más mínimo al estadounidense Peter Davenport, de 72 años, director del Centro Nacional de Informes de Ovnis, con base operativa en Washington. “Los llamados se han apoderado de mi vida”, protesta el señor a cargo de esta ONG desde 1994. No es para menos: le toca registrar ¡manualmente! unos 50 casos al día. “El teléfono no ha parado de sonar desde que estalló la pandemia”, remacha acongojado, asegurando que su laburo se ha convertido “en una tarea imposible”. Para más inri, cuenta que la mayoría de las personas confunde un dron o un avión con un fenómeno paranormal, lo cual quita bastante magia al repentico pico presuntamente sci-fi. Por lo demás, explica que los informes suelen aumentar o disminuir según las épocas. En los 90s, por ejemplo, el interés floreció repentinamente, impulsado por… la cultura pop. Al parecer, programas de televisión como Los expedientes secretos X o películas como Hombres de negro hicieron mella en parte del público, evidentemente impresionable. 

Sin prisa y sin pausa

Puede que, por obvias razones, no se celebrara este año el Festival de Bayreuth en tierras germanas, pero en una semiderruida iglesia medieval de Halberstadt, al este de Alemania, el contexto no interrumpió un concierto que había comenzado… casi dos décadas atrás. Y que seguirá su curso, según se estima, hasta el año 2640, de haber mundo por esas fechas. Pesimismo aparte, se trata de la obra Organ2 / As Slow(ly) and Soft(ly)as Possible, cuyo título hace honor a cómo viene siendo lenta, lentísimamente interpretada desde el 5 de septiembre de 2001, cuando se inició este toque que no ha sufrido aún ninguna interrupción. Compuesta a mediados de los ochenta por John Cage, jamás especificó el músico cuánto debía durar, pero especialistas presumen que la concibió para que sonara por los siglos de los siglos. Al menos, los más de seis previstos por Rainer Neugebauer, director de la Fundación John Cage Organ en Halberstadt, entidad detrás de la performance. “El órgano de la iglesia de Saint Buchardi, construido ex profeso para esta obra, tiene por misión hacerla sonar hasta el lejanísimo siglo XXVII”, subrayan voces en tema. No es, como se podrá suponer, un instrumento estándar: tubos van intercambiándose según sean necesarios; los pedales que los activan no requieren pianistas, están sujetos por sacos de arena. Por lo demás, si el longevo asunto viene a cuento es porque ha acontecido emocionante novedad: los pasados días, por primera vez en siete años, ¡hubo un cambio de acorde en la casi eterna melodía! Evento que congregó espontáneamente a decenas de melómanos, incluso de países como República Checa y Dinamarca, reunidos para la sensacional y muy sutil variación. Con barbijos, escucharon in situ cómo se sumaban el mi y el sol sostenido a las otras cinco notas que ya sonaban desde 2013, creando un nuevo acorde que persistirá por 2500 días más. Si no hay eventualidades, por supuesto. Como bonus, pudieron comprarse mascarillas conmemorativas, souvenir con el que podrán jactarse de haber presenciado el decimocuarto cambio de acorde desde que comenzó el concierto. “A diferencia de los Juegos Olímpicos o el Foro Económico Mundial en Davos, no había forma de posponerlo. El cambio tenía que suceder: está en la partitura”, fueron las palabras del comprometido Neugebauer; a las que habría que sumar las de Andreas Henke, alcalde del pueblo: “Es muy especial ser parte de un proyecto de arte que conectará generaciones y durará por siglos”. Si futuras generaciones se involucran en la faena, todo sea dicho, y siguen llegando los dólares privados para financiar el concierto más lento de la historia.