23 de agosto de 2020. Domingo de furia. 

Pasé la noche del sábado sin poder dormir. El fuego está muy cerca. Sabemos de las más de 12.000 hectáreas que se quemaron en Ischilin. Días previos, bandadas de aves huyen espantadas, poniéndose a resguardo.

Con el cansancio propio del estrés y la incertidumbre de no saber en cuánto tiempo más el fuego estaría llegando al barrio, comienzo temprano la mañana del domingo. El cielo prácticamente no se ve, se interpone un manto gigante de humo y ceniza, se oye el canto angustiado y desesperado de los pájaros. Algo me dice que esto no está bien.

A pocos kilómetros se escuchan las sirenas interminables, como en un eco repetido cien veces, de ambulancias y bomberos. Confirmada la incertidumbre de que todo está peor.

Empiezo a dejar más o menos ordenado en casa. Le digo a mi compañero de la vida y de la fe budista que preparemos una mochila con lo más necesario y urgente por si tenemos que evacuar. Continuamos cerrando ventanas, acopiando la mayor cantidad posible de elementos con agua, despejando de aquello que pueda ser inflamable. Me llevo lo imprescindible: agenda, lapicera con la cual estoy escribiendo, agua, toalla, celular. Mi compañero lleva sus cosas y su medicación imprescindible para tratar su salud del corazón.

Hay que evacuar. Caminamos los dos en silencio, algo me apretaba el estómago.

Tres de la tarde... Se hace de noche, ya no se ve ese sol rojo que parece difuso, sin fuerza, en comparación con la magnitud del fuego. Llegamos al punto señalado. Al frente, cruzando la ruta, a diez metros, lenguas de fuego de 80 metros de altura. La inmensidad roja abalanzándose sobre todo lo que encuentra, el crepitar de los árboles encendidos, cayendo como si fuesen de papel. No se ve nada más que humo, ceniza y fuego.

El panorama es desgarrador, la angustia nos hace un nudo en la garganta y se queda.

Alguien dice: “No se puede hacer nada”. El calor empieza a sofocar. Pregunto cómo podemos ayudar. Vecinos y vecinas chicote en mano, bidones, baldes con agua. La hermandad en su máxima expresión para enfrentar al coloso. Saben que lo han perdido todo, y ahí están enteros. No lo han perdido todo, tienen fuerzas. ¡Están vivas, están vivos!

Invoco poniendo todo el corazón, estoy sentada debajo de un quebracho, siento su sombra, su protección; las ramas, de a ratos, me tocan la cabeza, me acarician la espalda.

Ha cambiado la dirección del viento y se hace cada vez más peligroso permanecer aquí. Me incorporo, agradezco a la madre tierra, me reverencio ante el quebracho. Vamos transitando un éxodo entre el humo oscuro, irrespirable. La ceniza no nos deja ver. La brasa caliente de la impotencia nos pisa los talones.

Llegamos, nos espera la familia en un abrazo que aún lo siento mientras relato esto.

Es casi la noche, el fuego avanza por un cerro hacia Charbonier, nuevamente alistarse por si hay que evacuar. El monte se quema, el crepitar de añosos árboles suena entre quejidos y matas grisáceas, ocres y verdes.

La electricidad interrumpida hace mucho más trágico el escenario. Compartimos algo de cenar, entre las luces de las velas. Es medianoche, nos avisan que podemos regresar a nuestros hogares. Agradecemos la hospitalidad, nos abrazamos hasta la próxima vez que nos volvamos a ver. Caminamos esos tres kilómetros. El regreso a casa en silencio, metida en mis pensamientos, la profundidad de lo oscuro de la noche no tiene comparación y se mezcla con el sonido agudo del viento castigándonos el cuerpo.

Llegamos y agradecemos. Estamos vivos. Un nuevo día estamos comenzando.

*Activista feminista, antiextractivista, habitante del barrio Santa Isabel de la comuna Charbonier, al cumplirse un mes de los incendios en Córdoba.