A Mabel empecé a quererla apenas la conocí, un tiempo antes de cumplir nueve años. Después la amé. Era una morocha que siempre usaba una vincha roja ancha y tenía unos rulos negros que le llegaban hasta la cintura. Era un año más grande que yo y su nombre completo era Mabel María del Valle. Me encantaba llamarla del Valle, aunque ella refunfuñara diciendo que ese nombre era un espanto. Al pronunciarlo yo me imaginaba un valle repleto de flores silvestres.

Cruzaba dos campos para ir a visitarla, siempre y cuando mi vieja estuviera de buen humor y me diera permiso. Una vez fui sin que ella supiera y me ligué una flor de biaba, a tal punto que terminé llorando, pidiendo perdón y prometiendo portarme bien toda la vida.

Mabel tenía un hermano que ya iba a séptimo, y siempre llevaba a jugar a su casa a un amigo, Alfredo. Un chico de gesto serio, que casi nunca hablaba. Jugaban a la pelota en un patio de gramillas y ese Alfredo era tan callado que ni los goles gritaba.

Para mí ese chico era un estúpido. Todo el tiempo mirándonos con ojos de vaca degollada, cuando jugábamos con Mabel y ni que hablar cuando nos veía que salíamos a caminar por el monte.

A medida que me iba enamorando de Mabel estaba cada vez más convencido de que la manera de conquistarla era siendo gracioso. Haciendo cosas para que ella se riera. Pensaba de ese modo porque apenas la conocí hice varias tumba-carneras delante de ella, y se rió un buen rato. Yo después creí que hacer reír a alguien y enamorarlo era lo mismo. Por eso cada vez que iba a su casa llegaba haciendo alguna payasada.

Cuando salíamos a juntar huevos con una canasta, buscando los nidos que las gallinas hacían en el monte, iba adelante de ella y hacía morisquetas. Mabel se reía mucho y yo era feliz. Cómo la habré querido que hasta me animé a escribirle un poema, pero no tuve coraje para dárselo. Le hice unos cambios y se lo dediqué a su perro, un cuzco marrón con manchas blancas que nos seguía a todas partes. Cuando se lo leí, a Mabel le dio mucha gracia. Me miró con una ternura que no olvidaré en mi vida. En ese momento percibí que ella acercó mucho su cara a la mía. Cerré los ojos esperando un beso de ella y me di cuenta que estaba colorado, porque sentía fuego en la cara. Podía escuchar su respiración. Moví la cabeza hacia delante para buscar sus labios de una buena vez por todas. La seguí moviendo cada vez más, pero solo encontraba el vacío. Podía escuchar que ella se reía con una risa contenida para que yo no descubra dónde estaba su cara. No aguanté más y los volví a abrir. Ahí pude ver como el perro le hacía fiesta y ella agachada estuvo un rato haciéndole cosquillas en la panza. El cuzco después se quedó patas para arriba mirándola y abría la boca, sacando la lengua, como si le agradeciera

***

Fue al final del verano cuando fui a visitar a Mabel y ella se puso distinta de golpe. No sé, algo había cambiado en su mirada. Ese día casi no se rió de mis monerías. Dijo que no iríamos con la canasta a juntar huevos. Yo, intranquilo, trataba de inventar algún gesto gracioso que nunca hubiera hecho antes para ver si ella cambiaba. Pero no hubo caso. Ella se mordía la uña del dedo gordo de la mano y apenas se sonreía con una sonrisa forzada. Se fue poniendo cada vez más molesta, a tal punto que con movimientos nerviosos se manoseaba la vincha roja, hasta que se la sacó y la estiraba todo lo que podía con las manos. Hizo eso varias veces y la dejó caer al piso.

Al verla tan cambiada no esperé como siempre hasta el atardecer para volverme. Era común que ella me acompañara unos metros por un camino que bordeaba el monte. Ese día le dije que fuera adelante, que yo la alcanzaría, y me volví corriendo hasta el patio de su casa. Yo había visto antes que allí en el suelo, entre el pasto, estaba caída su vincha, la levanté, la escondí en el bolsillo de mi pantalón y corrí a alcanzar a Mabel. La alcancé, ella dio media vuelta y se volvió sin saludarme.

En vez de volver por el camino que tomaba cada vez que iba a visitarla tomé por otro lado, donde había un monte de eucaliptos gigantes. Caminé entre los árboles de un lado al otro, hablando solo. Imaginaba conversaciones con Mabel donde ella me contaba el porqué de su tristeza y yo la abrazaba para consolarla. Después me senté contra el tronco de un eucalipto, saqué la vincha del bolsillo y la tuve entre mis manos un rato acariciándola. Hasta que no pude más y me desahogué besando a la vincha con todos los besos que había guardado esos dos años para Mabel.

Cuando el sol empezó a bajar y la sombra de los eucaliptos cubría toda la calle metiéndose en el campo, retomé el camino hacia mi casa.

Caminaba por el cañadón que está cerca del arroyo, entretenido mirando los teros que cantaban volando en círculo, cuando de pronto corriendo entre los juncos apareció el perro de Mabel. Se acercó moviendo la cola, le hice unos mimos en la cabeza y al levantar la vista me pareció verlos. Primero no lo creí, pero la remera amarilla era la que Mabel tenía puesta esa tarde, y la camisa blanca era la que siempre usaba Alfredo.

Caminé despacio ocultándome en unos montículos de tierra que había al costado del arroyo. Fijé la vista para confirmar lo que veía. No paraban de besarse. Me di vuelta buscando un palo o algo para tirarles y vi que Mabel había dejado la canasta con los huevos ahí nomás de donde yo estaba. La agarré con cuidado conteniendo mis ganas de reventarla contra el piso. El cusco primero amagó seguirme pero después se quedó mirándome, curioso, sentado en sus patas traseras. Ya estaba oscureciendo. Caminé unos metros buscando un recodo que hacía el arroyo, me senté en la orilla y rabioso tiré uno por uno todos los huevos, estrellándolos contra unas piedras que aparecían como islas en el medio del agua. Al levantarme le puse a la canasta vacía la patada más fuerte que había pegado hasta ese momento en mi vida. Voló quedando perdida entre los juncos. Sentí dolor en la panza. Me bajé los pantalones y me puse a cagar al lado de una mata de pasto. Me limpié el culo con la vincha y la tiré al agua haciéndola volar por el aire.

Recorrí el camino hacia mi casa con trancos largos y la cabeza levantada. Había algo dentro mío que me decía que a partir de ese momento yo era un hombre, era algo profundo y muy raro que si alguien me lo preguntaba no hubiera sido fácil de explicar. Iba para atrás en el tiempo y me daba asco de mí mismo al acordarme las payasadas que había hecho y todas las veces que me había rebajado haciendo cualquier estupidez para conseguir algo.

Entré a la cocina, mi vieja sin dejarme llegar empezó a los gritos, diciendo qué me creía yo que la iba a preocupar llegando de noche. Se paró a dos pasos y sin titubear sacó una tremenda bofetada, que sonó como una estampida dejándome el cachete ardiendo.

 

 

 

Apreté los dientes, tuve que hacer un esfuerzo para quedarme firme, sin mosquearme en el lugar, la miré como miran los hombres cuando se sienten seguros y aunque hubiera llorado por el resto de mi vida, me la banqué y no se me escapó una lágrima, ni una sola.